Evangelio (Mt 23, 13-22)
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: «Jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado!» ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más: el oro o el Templo que santifica al oro? Y: «Jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado».
¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.
Comentario
Durante los próximos tres días, leeremos en el Evangelio los siete reproches que Jesús hace contra el comportamiento de escribas y fariseos. Cada una de esas quejas comienzan por la expresión “¡Ay de vosotros!” y reflejan el dolor de Jesucristo por la dureza de corazón de aquellos hombres.
Les habla con fuerza y claridad, pero no para humillarlos públicamente, sino porque desea profundamente que se conviertan, que descubran la belleza del Amor de Dios.
Aquellos hombres estaban llamados a ser pastores de su pueblo, a querer a todos con el corazón, en el cuerpo y en el alma, en sus necesidades materiales y espirituales; vivir para ellos y convertirse en mediadores entre la hondura del Amor de Dios y la hondura humana. Y, por el contrario, se han convertido en meros asalariados, en guías ciegos.
También nosotros los cristianos, todos sin excepción, estamos llamados a hacer presente entre las personas que nos rodean el Amor del Padre, y a despertar en sus corazones los deseos de responder generosamente a ese Amor.
Como señalaba san Juan Pablo II: “Todo hombre está llamado, de una manera o de otra, a la paternidad o la maternidad espiritual señales de madurez interior de su persona. Es una vocación incluida en la llamada evangélica a la perfección de la que el “Padre” es el supremo modelo. El hombre adquiere, por tanto, la mayor semejanza con Dios, cuando llega a ser padre o madre espiritual”.
Jesucristo nos quiere dar su luz y su fuerza para ser en este mundo despertadores de los deseos de santidad, comunicadores de optimismo y esperanza; en definitiva, un signo de su Misericordia.
PARA TU ORACION PERSONAL
Ibamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros.
Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos reunidos –y otros muchos en el mundo entero– para conversar Contigo, nos sabemos metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mi (Ioh X, 14.). Tú nos conoces bien; te consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste (Ioh XVII, 3.).
Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae (Ioh X, 14), para que consideremos en todo momento que El nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey (Cfr. Ecclo XVIII, 13.). Muy a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.
Dios nos quiere santos
Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque El mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Eph I, 4–5.). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3.), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.
No se va de mi memoria una ocasión –ha transcurrido ya mucho tiempo– en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.
La meta que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto (Ioh VII, 10.)p por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día (Cfr. Mt XVI, 24.). En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.
Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 6, 6 (PL 76, 1098).).
Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente –tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que nunca han faltado desde los inicios del cristianismo–, hemos de tener muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.
Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra –ésa que hemos de pretender– una santidad de segunda categoría, que no existe. Y el principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en amar: la caridad es el vínculo de la perfección (Col III, 14.); caridad, que debemos practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el mismo Señor establece: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt XXII, 37.), sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad.
Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. Todo lo que se desarrolla –advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios–, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande (S. Marcos Eremita, De lege spirituali, 172 (PG 65, 926).). Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente –sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo–, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.
Cosas pequeñas y vida de infancia
Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar –con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón– en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que sólo El y cada uno de nosotros conocemos.
Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. También en lo diminuto, comenta San Jerónimo, se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos sólo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores (S. Jerónimo, Epistolae, 60, 12 (PL 22, 596).).
Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad (Ioh XVII, 19.), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Gal V, 9.). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.
Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6–VII–1591.), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.
Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Avila: todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios (Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.). ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.
Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.
Permitidme una corta digresión, que viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Unicamente me preocuparía –por el bien de vuestras almas–, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit (Gal IV, 31.), los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales.
Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria al que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.
La coherencia cristiana de la vida
Me produce una pena muy grande enterarme de que un católico –un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro Cristo– tranquiliza su conciencia con una simple piedad formularia, con una religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡sólo si piensa que le conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto –y ni siquiera todos–, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede tranquilo, comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato de lentejas, con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno alimento espiritual.
Por experiencia personal os consta –y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos– que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en vuestro corazón, como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad. Habréis observado en vuestro examen –a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma–, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz.
Allá por los primeros años de la década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún medio humano y, con los que –como vosotros ahora– se reunían con este pobre sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una playa solitaria. Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados hicimos la oración en la playa (Act XXI, 5.).
Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba.
Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios.
Texto Homilia de San Josemaria