Evangelio (Mc 7,1-8. 14-15. 21-23)
En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Y los fariseos y los escribas le preguntaron: ¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras? Él les contestó “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo “Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.
Comentario
En el Evangelio de hoy, meditamos las palabras del Señor acerca de la pureza en el corazón del hombre. Este pasaje está muy relacionado con Mt 5,8 «Dichosos los que tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios». Relacionar estos dos pasajes nos lleva a una conclusión: para ser felices, debemos mirar en el fondo del corazón y buscar amar a Dios y a los demás. El que hace esto, verá a Dios.
Los fariseos se muestran escandalizados porque los discípulos de Jesús no cumplen algunas de las tradiciones judías, como lavarse las manos antes de comer. Jesús, alienta a los fariseos, a no cumplir los preceptos por el hecho de que sean tradiciones sino porque son un instrumento para amar a Dios.
El Señor no quiere un cumplimiento formal. Llama "hipócritas" a los fariseos por actuar cumpliendo tradiciones, pero con un corazón alejado de Dios y de las demás personas. En griego, hipócrita significa actor, artista o máscara (en una función teatral). Es decir, es aquel que vive de una manera, pero actúa de forma distinta de cara a los demás. Dios no quiere máscaras para nuestra vida. El espectador, no son las demás personas, sino Dios que ve todo lo que hacemos y no podemos llevar una máscara delante de Él.
Este mismo problema del “fariseísmo”, tiene una gran actualidad para los cristianos de hoy. Para muchos, ser cristiano puede limitarse a cumplir una serie de normas u obligaciones rígidas: acudir a la Misa dominical, confesarse de vez en cuando, etc... cosas buenas, sin duda alguna, pero que hechas sin un corazón enamorado, nos conducen a una actitud farisaica.
Recordemos el mandamiento nuevo “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mt 22, 37-39) Jesús va más allá. Nos invita a mirarnos por dentro. No quiere que cumplamos obligaciones, sino que amemos. El fin es amar, no cumplir. Si no se busca amar a Dios y a los demás, pierden totalmente su sentido.
Dios nos invita a mirar en el fondo de nuestro corazón “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. Pero también, es el lugar donde nace todo lo bueno que haya en el hombre: el servicio a los demás, la generosidad, la humildad, el amor por lo sagrado, la modestia, la caridad a Dios y al prójimo.
Y ¿cómo conozco la voluntad de Dios para mí? Para poder discernir entre lo bueno y lo malo, tenemos un medio de gran valor: la oración. Orar es hablar con Dios en fondo de nuestro corazón. Por este medio debe pasar toda nuestra vida. Durante la oración, se unen el Cielo y la tierra. Es en el fondo del corazón donde aprendemos la voluntad de Dios para nosotros.
Para orar con Dios es necesario liberar el corazón de los propios engaños, el pecado. Los pecados cambian la visión interior, cambian el modo de evaluar las cosas. Te hacen ver cosas que no son verdaderas. Nuestro peor enemigo está escondido dentro de nosotros mismos, y necesitamos convertirnos al Señor.
Acudamos al Señor en la oración, para que nos haga amarle a Él y a los demás en cada una de las circunstancias de la vida. Pidamos un corazón enamorado.
PARA TU ORACION PERSONAL
Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.
Ha salido como de pasada aquel presagio de doña María Dolores Albás: "Josemaría, vas a sufrir mucho en la vida, pues pones todo el corazón en lo que haces". Y Vd. destacó este rasgo de su personalidad en el primer artículo que publicó sobre el Fundador del Opus Dei: Mons. Escrivá de Balaguer, un corazón que sabía amar. Pero se puede profundizar en esta dimensión, que anudaba múltiples facetas de su existencia.
Muy grabada le quedó la conversación con su padre, cuando se decidió a emprender el sacerdocio. Don José Escrivá le hizo considerar que los sacerdotes tienen que ser muy santos, y no dudó en afirmar, convencido: lo sé, papá. Luego añadió que seguir ese camino supone renunciar a los amores en la tierra. El Fundador del Opus Dei explicaría años después: era muy bueno mi padre, y tenía derecho a mirar las cosas desde un punto de vista de tejas abajo. Pero en este caso concreto se equivocaba. Yo, a pesar de mis pocos años, me daba cuenta, y sigo pensando lo mismo: los sacerdotes no estamos solos, tenemos el mejor Amor y vivimos enamorados; y, por este Amor, somos capaces de servir, precisamente porque estamos perennemente enamorados.
Un día, en 1962, recibí una consulta por teléfono, desde la dirección del Centro en que estábamos. Querían utilizar el único coche que había en la casa, con objeto de llevar a uno de los residentes al médico. Contesté que sí, sin decírselo a Mons. Escrivá de Balaguer, porque sabía que no iba a necesitar ese vehículo. Poco más tarde, le informé. Me preguntó inmediatamente quién era el enfermo y qué le ocurría. Habían salido ya, y no pude darle detalles. Me corrigió entonces, con mucho cariño y claridad: no dejes que vuelva a suceder en tu vida. Cualquier cosa de un hermano tuyo, aunque acabe de llegar a la Obra, te tiene que preocupar como algo de tu propia vida. Este espíritu hemos de vivirlo aunque seamos muy jóvenes de edad, porque el trato con Dios nos da la madurez de saber ocuparnos enteramente de las almas.
Nos sabíamos hijos de su oración y de su mortificación. Todos, y especialmente quienes vivíamos a su lado, podíamos comprobarlo: por sus conversaciones; por su disponibilidad; por su servicio; por su afán de ayudar a cada uno. Repetía que le importaban nuestras almas y nuestros cuerpos: nuestras almas, porque tenían que estar muy unidas a Dios; nuestros cuerpos, porque era necesario cuidar el borriquito, para exigirle rendimiento en servicio de la Iglesia.
Ante su disponibilidad, entendíamos mejor su predicación constante de sentir el orgullo santo de servir a los demás. En la Obra, no puede haber señoritos, comodones, hijos de familia pudiente con el orgullo tonto de no querer servir y de hacerse servir, en cambio, por los demás.
En sus escritos, surgen continuamente expresiones poéticas, referencias al amor humano, que muestran la amplitud de su corazón.
El Fundador del Opus Dei recordaba a menudo que hemos de querer al Señor con el mismo corazón con que amamos a nuestros padres, con el mismo con que habríamos amado -o con que se ama- a una criatura de la tierra: hijos míos, hay que amar a Dios con el alma entera, con todo el corazón, con el cuerpo y con el alma. Insisto: ¡que no falte la gracia humana en la correspondencia a la gracia divina que recibimos!
En una meditación en 1950, nos insistía con una imagen gráfica: ¿no os habéis fijado que, por ver a la persona amada, se pasan el tiempo debajo de la ventana, o cerca de la puerta por la que tiene que atravesar esa persona? ¡Hacen el oso!, dicen en mi tierra para indicar las múltiples maneras que se inventan los enamorados para ver y contemplar a la persona que aman. Pues a mí me gustaría que cada uno de vosotros hiciera el oso, para rondar a Dios como verdaderos enamorados.
Era muy suya la expresión "cortejar a Dios", ese hacer la corte, propio de los enamorados, como se afirma en la tierra aragonesa, y como se afirma por distintas regiones de la tierra española. Estas frases -andarse con contemplaciones, contemplar, cortejar, hacer el oso, rondar, etc.- que se emplean para describir a los enamorados en la vida corriente, le venían enseguida a la cabeza cuando explicaba nuestro trato con Dios. No eran ocurrencias de un entendimiento bien dotado, ni el recurso a figuras o comparaciones para atraer la atención: respondían a su modo personal de dar vueltas alrededor del Señor, ya que todo su comportamiento giraba en torno a su relación de amor a Dios.
Estas delicadezas de corazón joven, que arde en deseos de entrega, se verificaban en los últimos años de su vida todavía con mayor fuerza: reiteraba aún más las palabras del Apóstol Juan, qui autem timet non est perfectus in caritate!, que traducía libremente: ¡el que tiene miedo, el que anda con cautelas, no sabe querer!
Se sentía plenamente enamorado de la Bondad de Dios y quería honrarle por ser Él quien es. Nos hacía notar que la predilección que hemos recibido al incorporarnos a la Iglesia, debía constituir una raíz fundamental en la chifladura de amor que los hijos de Dios deberíamos manifestar a la Trinidad Santísima. En 1967, puntualizaba: el corazón de la criatura, con la gracia de Dios, es capaz de amar una inmensidad. ¡Vale la pena ser fieles!: no olvidéis que nosotros somos enamorados; ¡no somos gentes sin amor! Si no metemos completamente a Dios en nuestras vidas, ¡enamorados!, no podemos tirar para adelante. No hagáis nada sin poner por lo menos una chispa de amor, ¡aunque cueste!
Aprovechaba todo lo humano noble para referirlo al querer divino. Le gustaban las canciones que canta el pueblo, tonadas limpias, de amor humano, y las repetía llevándolas al amor de Dios. Sería muy largo enumerar las que recogió de la tradición popular de muchos países, y las incorporó a su vida interior; entre otras, repetía con alguna frecuencia esta jota de su tierra: "fuiste mi primer amor; / tú me enseñaste a querer, / no me enseñes a olvidar, / que no lo quiero aprender".
Me ha llamado la atención siempre que el texto -a mi juicio- más sugestivo de Mons. Escrivá de Balaguer sobre la virtud de la castidad, aparezca precisamente en una homilía sobre el matrimonio: La castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida (cfr. Es Cristo que pasa, 25).
El año anterior a su marcha al Cielo, nos insistía con claridad: el corazón de los hombres -a tu edad y a la mía: ¡siempre!- es de carne y, si no procuramos mantenerlo limpio, se llena de carne. Para estar con Dios, pon sacrificio en tu amor. No hemos de ver la vida como una Cruz, aunque -pensándolo bien- no estaríamos mal allí, porque la Cruz es un trono, que ayuda a buscar el rostro de Jesús.
Nos animaba a que rechazásemos la tristeza, porque da paso a la búsqueda de compensaciones que apartan de Dios. El 26 de septiembre de 1971, nos indicaba: la tristeza, si no se abre enseguida el corazón, acaba siempre -¡no lo olvidéis!- en la lujuria. Cortad con ese modo de vivir, con la tristeza, porque es impropia de un hijo de Dios. Y, al revés, la falta de delicadeza es fuente de pesadumbres, como señalaba en 1969:hijos míos, el Señor no quiere que haya en nuestros corazones nada que no sea de Él. Por eso, cuando aceptamos algo, aunque sea muy pequeño, que no es de Él, viene la inquietud, la falta de paz, porque nuestro camino -que es siempre actual- nos recuerda que somos enteramente del Señor. Si alguna vez se ha abierto la mano, aunque sea muy poco, hay que ir a la dirección espiritual, para que nos ayuden, para que nos hagan reaccionar y, si es preciso, para que cautericen. Un corazón cauterizado, ¡cauterizado por el amor de Dios!, es algo que no se puede cambiar por todos los tesoros del mundo.
Trataba con intimidad a Santa María, pidiéndole para él y para todos la limpieza de corazón. Repetía aquella invocación de vieja raigambre cristiana, sub tuum praesidium... ["bajo tu protección..."], y nos aconsejaba que la rezásemos piadosamente, cuando sintiésemos la rebelión de la carne. Quiso que se dedicase la imagen de la Virgen del campus de la Universidad de Navarra a la advocación de Madre del Amor Hermoso. Deseaba que las almas obtuviesen de Ella una vida limpia, y la pidiesen para tantas otras personas en el mundo entero. Comentaba el Fundador del Opus Dei: el reverso estupendo de la medalla de la pureza es el amor más intenso que se puede conocer aquí en la tierra. Ama mucho, y con esto vencerás en tu lucha cotidiana; y después, paladeaba la estrofa del himno dedicado a María: vitam praesta puram, iter para tutum, ut videntes Iesum, semper collaetemur ["haz casta nuestra vida, y prepáranos un camino seguro, para que seamos siempre felices con la visión de Jesús": Himno Ave maris Stella, 6].
La persona enamorada sabe anticiparse: piensa en su amor, no en sí misma, y advierte qué puede necesitar, incluso antes que el propio interesado. Cuando se trata de querer a los hombres, a veces, sólo resulta posible compartir el sufrimiento.
Mons. Escrivá de Balaguer me ha ratificado que -desde los comienzos del Opus Dei- pidió al Señor, también para sus hijos de todos los tiempos, que no les resultara indiferente nada de lo que se refiriese a los demás, por pequeño que pudiera parecer: precisamente a través de esas circunstancias ordinarias y extraordinarias habíamos de estimular a las almas a santificarse.
Le interesaba, como cosa propia, lo de los demás; hasta el punto de que, cuando sufrían un gran disgusto, una grave contradicción, le afectaba incluso físicamente. Quitando importancia a su reacción, nos explicaba: no os preocupéis, me viene de familia, porque mi buena madre, cuando ocurría una cosa semejante, se veía afectada inmediatamente.
Como manifestación de su desvelo, cavilaba muchas veces a lo largo del día: ¿qué harán ahora estos hijos míos aquí, allá, en aquel otro país?, ¿qué estará pasando en esta nación donde sufren esa tribulación?, ¿cómo se estarán resolviendo las dificultades que atraviesa aquella sociedad?, ¿cómo se estará estudiando el modo de afrontar las necesidades materiales de tantas personas, ante esta o aquella calamidad?
Con un convencimiento palpable, repetía que en cada uno de nosotros veía a Cristo joven, a Cristo que trabaja, a Cristo enfermo, a Cristo que sufre, a Cristo que hace apostolado, a Cristo que ama, a Cristo que se entrega, a Cristo que cumple la Voluntad del Padre. Por eso, se unía a la lucha espiritual de cada uno de los miembros del Opus Dei, y alzaba su oración al Señor por su fidelidad.
Recuerdo que, en 1971, atendió en dos ocasiones a una hija suya, desahuciada por el cáncer. Mientras estaba con la enferma, demostraba una fortaleza extraordinaria. Pero, a la salida de una de aquellas visitas, cercana la Navidad, Mons. Escrivá de Balaguer hubo de refugiarse en la capilla de la clínica, para enjugarse las lágrimas, deshecho por los sufrimientos de su hija. Se acomodaba con fortaleza a las necesidades de las almas, de acuerdo con lo que nos describía en 1958: hijos, nosotros estamos para servir a los demás, haciéndoles amable el camino que lleva a Dios. Hemos de servir a todas las almas. ¡Servir! Este es el secreto, si de verdad queremos ser humildes; y así veremos siempre con alegría los dones que los otros han recibido de Dios y sus buenas cualidades. Si no reaccionamos de esta forma, conviene que echemos una mirada sincera a nuestra alma porque quizá -y sin quizá- todavía andamos detrás de nuestro yo, de nuestra vanagloria, de esa gloria vana que nos hace susceptibles con todos y por todo.
Al comenzar este epígrafe, pensé en titularlo simplemente un corazón grande.
Le he escuchado repetir el mismo consejo en todos los ambientes, con gente de relieve cultural, económico o social, con personas de clase media, con enfermos, con pobres, con quienes no se distinguían por sus cualidades intelectuales ni por su preparación humana: a Dios hay que quererle con el corazón entero, entregado, sabiendo que el Señor se conforma con este pobre corazón nuestro si se lo damos de veras, como se lo hubiéramos dado a una criatura aquí en la tierra.
Tenía la convicción de que hemos de querer al Señor con amor ardiente de enamorados. Su tensión -llena de paz- por amar más a Dios le llevaba a exclamar en 1967: la persona que busca sinceramente, ¡de verdad!, la perfección cristiana, siempre encuentra defectos en sus obras, como el artista a su trabajo: ¡no, no!, comenta, me ha faltado amor; me falta más identificación con Él; no he sabido expresarme como debía; no he sabido amar, como podía y debía. Tenemos que ser otros cristos; es más, ipse Christus ["el mismo Cristo"], sobre todo, cuando nos hemos comprometido a buscar la perfección cristiana a través de los acontecimientos ordinarios de nuestra vida.
Predomina en su biografía este amor al Señor sobre todas las cosas, que le llevaba a tener una familiaridad y una confianza absoluta en los designios divinos. Se conmovía al considerar la perfecta Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, que no dejaba de agradecer los servicios que le prestaban. Le atraía la felicidad que se respiraba junto al Maestro, que no rechaza las pruebas de cariño de los que le rodean. Y de estas lecciones sacaba consecuencias: el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar.
No me extrañó escucharle, en 1962, mientras rezaba por unos hijos suyos: si yo no estuviera en carne viva por los demás, a pesar de mis errores, de mis tonterías, sería un desgraciado. Estoy convencido de que, con Él, somos luz en la oscuridad, fortaleza en la debilidad.
No se cansó nunca de pedir intensamente a Dios, a través de nuestra Madre Santísima, la purificación del corazón, para que allí solamente cupiera el Señor y, por Él, todas las almas. No pensaba que la madurez, la edad o la experiencia, fueran motivo para disminuir -ni siquiera un poco- el esfuerzo en la pelea ascética. En 1960 nos aconsejaba: pedid a la Madre bendita del Cielo que purifique vuestro corazón, y Ella lo alcanzará del Padre. ¡Jesús, guarda nuestro corazón! ¡Guárdalo para Ti! Un corazón recio, fuerte, duro y tierno y afectuoso y delicado, lleno de caridad por Ti, con mis hermanos y con todas las almas.
Se explica -también desde una perspectiva teológica- que manifestara especial predilección por los enfermos. Es muy conocida su dedicación a los hospitales de Madrid. Me gustaría saber algún detalle de cómo cuidaba a quienes estaban a su lado.
Quería que se atendiera a los enfermos con extrema delicadeza y sentido sobrenatural, pensando que se sirve al mismo Jesucristo. Sintetizaba esta dedicación con frases tan gráficas como: que ese hermano vuestro no se acuerde de su madre y de su padre, al ver vuestra caridad humana y sobrenatural. O: para los enfermos, no tenemos que regatear esfuerzos. Si alguno necesita un trozo de Cielo, subiremos a robarlo, con la certeza de que a Nuestro Padre Dios le agrada.
Personalmente, he tenido la fortuna de contar con la compañía de Mons. Escrivá de Balaguer cuando he estado enfermo. Si no podía hablar, por la fiebre o por la debilidad, me bastaba verle sentado en una silla, rezando, mirándome fijamente, para advertir la necesidad de ofrecer aquella dolencia al Señor y agradecer el beneficio de contar con esa bendición del Cielo que se presentaba a través de las molestias. Si en todas las personas veía a Cristo, se comprobaba en esos momentos que encarnaba lo que escribió en Camino: los enfermos son... Él.
Su caridad paterna y materna le llevaba a estar en los detalles. Conocía enseguida, por la cara de las personas, si tenían alguna molestia física. Y era exigente también con los médicos que les atendían. En una caída me disloqué yo un brazo. Me pusieron una escayola y me dijeron que duraría quince días. Fui al cabo de ese plazo, y el médico, sin darle más importancia, me indicó que volviera dentro de otros quince días. Como me habían puesto la escayola sin haberme limpiado el brazo, y tenía ciertas molestias debidas a un prurito continuo, Mons. Escrivá de Balaguer me aconsejó que acudiera inmediatamente al médico, acompañado por otra persona, y le rogara que, si no había ningún inconveniente o una necesidad perentoria, me quitara el yeso, como se había comprometido cuando me hizo la cura. Aquel médico comprendió la razón de lo que le decía, y efectivamente, rompió la escayola y se evitaron así las molestias de un eczema que se estaba formando.
En 1971, padecí el síndrome de Menière, que produce una gran inestabilidad. Venía a atenderme a diario, y se ofrecía para darme de comer, con la excusa de que estuviera más tranquilo, sin preocuparme de la pérdida de equilibrio. Y hacía lo mismo cuando don Álvaro del Portillo padecía ataques de alergia. En todos los casos, procuraba que al enfermo se le hiciera más llevadera su debilidad, ocupándose de los indispensables servicios materiales: limpiar los vasos de noche, hacer la cama mientras estaba un momento levantado, ventilar o limpiar las habitaciones, etc.
En 1972, una persona del Opus Dei, aquejada de una grave insuficiencia renal -sometida a diálisis varias veces a la semana-, tuvo que hacer un viaje a Roma, con otro miembro de la Obra. Mons. Escrivá de Balaguer le recibió y le invitó a la tertulia con los Consultores del Consejo General. Allí apreció cómo aquel otro hijo suyo que le acompañaba estaba muy pendiente de todo: lo que podía tomar, las posturas, el sol, etc. Cuando terminó aquella reunión, mientras estábamos Mons. Álvaro del Portillo y yo con el Fundador, nos preguntó conmovido: ¿habéis visto con qué cuidado le trataba?
Desde el primer día en Roma, observé cómo gozaba al ver que se vivía la caridad con los enfermos. Me impresionó siempre que, además de la ayuda y de los servicios que se prestaba a cada uno, insistía en la atención espiritual. Se ocupaba también de mantener la vibración interior de esos hijos suyos, facilitándoles el cumplimiento de las normas de piedad y la frecuencia -si lo solicitaban- de la Eucaristía y la Penitencia.
Sin dar lugar a ningún tipo de comodidad o de capricho, sabía enterarse de las aficiones y gustos de cada persona. No se olvidaba de esas preferencias y, cuando surgía la ocasión, recordaba esos detalles que alegraban al interesado. Una vez comentó don Álvaro del Portillo que en su familia eran muy aficionados al arroz con leche: cuando se indisponía, si el médico lo autorizaba, Mons. Escrivá de Balaguer se ocupaba de que le preparasen ese plato, para que comiese con más apetito, y se restableciera.
Vivía esta misma atención con todos. En 1956 llegó a Roma de Argentina un hijo suyo, joven, que al poco tiempo estuvo muy mal de salud. Quedó inapetente. El Fundador del Opus Dei supo, a través de otro argentino, que un tipo de comida corriente en su país de origen, especialmente apetitosa, es el "bife a caballo": un trozo de carne con un huevo frito encima; y encargó que lo cocinaran y se lo llevaran al enfermo, que desde entonces empezó a vencer su inapetencia. El interesado no supo de quién había partido la iniciativa.
Lógicamente, esa preocupación se hacía más intensa cuando la enfermedad era grave. La aceptación de la Voluntad divina no eliminaba el sufrimiento humano, especialmente ante la muerte de las personas queridas.
Entre otros muchísimos sucesos, recuerdo que en 1962 le comunicaron que iban a efectuar una operación quirúrgica a Juan Antonio Lagunilla. Le expusieron la gravedad de la intervención: podía no salir con vida del quirófano. Mons. Escrivá de Balaguer no paró de rezar por él. En más de una ocasión, a lo largo de la jornada, comentó espontáneamente: ¡me han llegado estas noticias, y yo no vivo! Pedía a Dios por la recuperación de ese hijo suyo y que llevara los sufrimientos con mucho sentido sobrenatural: ruego a Dios, como Padre de este hijo mío, que no me lo quite; y que, si me lo quita, me haga aceptar cuanto antes su Voluntad, porque me costará.
La muerte de hijas e hijos suyos le suponía una prueba muy dura, por su intenso cariño, también hacia aquellos que no había llegado a conocer personalmente. Lo sentía como un auténtico mazazo. Se quedaba anonadado, aunque le hubieran advertido la gravedad de la dolencia. Esa angustia de su corazón no le impedía reaccionar con esperanza y, después de protestar filialmente al Señor por llevarse a esas personas que tanto podían rendir, repetía despacio, paladeándola, esa oración que tantos miles de personas han aprendido de sus labios: fiat, adimpleatur, laudetur et in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima Voluntas Dei super omnia. Amen. Amen ["Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén"].
En 1968, cuando falleció un sacerdote, don Álvaro Calleja, después de haber rezado esa plegaria, y un responso por el eterno descanso de su alma, reconocía: me ha costado mucho, como me ocurre siempre, cuando muere una hija o un hijo mío; pero después he aceptado con paz la Voluntad del Señor. Y veo con mucha claridad que ahora tenemos a ese hermano vuestro en el Cielo, amando a Dios, adorando a Dios, y pidiendo por todas las necesidades de la Iglesia, de la Obra. He sabido que ha muerto lleno de alegría, y es que no puede ser de otra manera: ¡así mueren los hijos de Dios: con la paz, con la tranquilidad del Señor!
Pero su corazón sufría quizá más ante los peligros espirituales, ante posibles infidelidades. Por esto, ponía un especial acento en la atención esmerada, en el cuidado delicadísimo de la vida cristiana de las personas del Opus Dei.
Le interesaban todas las cosas de cada uno, aunque llevase unos instantes en la Obra. Se podía comprobar por su espíritu de servicio y su interés en formar a las personas más recientes en el Opus Dei; les dedicaba el mismo afán y la misma exigencia que a quienes llevaban trabajando mucho tiempo en la Obra, pues veía detrás a Cristo. Y nos enseñaba que es a Cristo a quien llega nuestra sonrisa, nuestro servicio, nuestra caridad, o bien, nuestro desaire, nuestras desganas, nuestras palabras duras o indiferentes: por eso hemos de cuidar y de estar en todos los detalles.
Me consta que, por atender a un hijo o a una hija, no dudaba en ofrecer su propia vida al Señor. Hizo viajes que duraron días y noches enteras; practicó ayunos y severas mortificaciones corporales; empleó horas en conversar con quien lo necesitaba. Actuaba con esta entrega heroica, pensando en servir al Señor. A los que nos ocupábamos de la formación de otros, nos preguntaba con frecuencia: ¿cuánto has rezado por las almas que dependen de ti?, ¿cuánto te has mortificado?, ¿las conoces a fondo?, ¿sabes adelantarte a sus necesidades? Hasta tal punto exigía que nos ocupásemos de ayudarles a ser santos que, cuando alguno no seguía adelante en su camino, ponderaba: yo no disculpo de pecado, y a veces de pecado grave, a los que han convivido con esa persona, si no han puesto todos los medios a su alcance para ayudarle a salir de esa dificultad. Como afinaba mucho en la caridad, nos hacía notar que una decisión tan radical no se presenta repentinamente: aparecen unos síntomas, y luego otros, hasta que la situación precipita. Por eso, cuando hay cariño vigilante, se advierten enseguida las primeras señales y puede atajarse el avance de la enfermedad.
Toda su labor de apostolado y de formación estaba basada en una oración llena de fe, de esperanza y de amor. Muchas de las mujeres y de los hombres que vinieron en los comienzos, han sabido que el Fundador de la Obra llevaba encomendándoles años antes de conocerles: desde que algún pariente, compañero o amigo de los interesados, le había hablado de sus buenas cualidades o de su posibilidad de entender el Opus Dei. Hasta el último día, subrayó que era necesario conseguir vocaciones del Señor con mucha oración y mortificación; pero agregaba que concedía más importancia aún a la ayuda y a la exigencia espiritual que se prestaba a los que habían llegado. Aducía el ejemplo de la atención que los padres prestan al hijo recién nacido, sabiendo prescindir de su propio yo. También señalaba que no podía ocurrir lo que cuentan, como leyenda, de una comarca española: la gente es muy fuerte, porque la primera noche después de su nacimiento dejan a la criatura al aire libre -en esa región la temperatura nocturna es bajísima-; si no fallece, comentan, "¡ya no le parte un rayo!". Y, con fuerza, insistía: ¡esto no puede ocurrir en el Opus Dei!: hay que cuidar cada vocación con primor.