Evangelio (Mt 19,13-15)
En aquel tiempo, le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo:
—Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.
Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.
Comentario
Después de haber escuchado ayer la enseñanza de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, contemplamos a unos niños que son presentados a Jesús. Una significativa secuencia: una vez unidos para siempre el hombre y la mujer en el matrimonio, aparecen en escena los niños, fruto de esa unión. El evangelista no indica quiénes llevan a esos niños pero parece indicarlo con el episodio anterior: los padres. Y es que la fama de Jesús crecía: curaba a los más débiles, entre ellos a los niños. Es fácil imaginar, por lo tanto, a los padres que llevaban a Jesús a sus hijos pequeños, todavía débiles, para que los bendijera, para que, con la imposición de las manos, o con solo tocarlos, los protegiera de las enfermedades y del poder del maligno.
Pero los discípulos se creen con la autoridad de evitarlo. Y el Maestro no lo consiente, pues Él es el Camino para llegar al Padre. Así se lo dirá a uno de los discípulos: “Nadie va al Padre si no es a través de mí” (Jn 14,6). Los niños encuentran en Jesús el mejor camino para descubrir su filiación divina. Al mismo tiempo, los adultos –de modo especial, los padres– están llamados a facilitar ese encuentro, de modo que también ellos redescubren esa misma filiación: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9,37).
Es conmovedor fijar la mirada en Jesús rodeado de niños, jugando con ellos, sonriéndoles, preguntándoles sus nombres, su edad...; instruyéndoles para que sean buenos hijos de sus padres, buenos hermanos…; y hablándoles de su Padre del Cielo. Una escena terrena y celestial a la vez: aquel momento fue una clara manifestación de lo que ha de ser en la tierra el Reino de los Cielos, y un reflejo de cómo será ese reino en el más allá para aquellos que en la tierra se han comportado como niños delante de Dios. Por eso acogemos con humildad la advertencia de San Josemaría: “No olvides que el Señor tiene predilección por los niños y por los que se hacen como niños” (Camino, n. 872).
PARA TU ORACION PERSONAL
“¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: El ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a El y al Padre que está en los cielos”.
Amigos de Dios, 102
En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Quién juzgas que es el mayor en el Reino de los Cielos? Entonces, llamando a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos ( Mt 18, 1-4) .
“Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Y todo eso lo aprendemos tratando a María. (...) Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima”.
Es Cristo que pasa, 143
“¡Qué buena cosa es ser niño! —Cuando un hombre solicita un favor, es menester que a la solicitud acompañe la hoja de sus méritos.
Cuando el que pide es un chiquitín —como los niños no tienen méritos—, basta con que diga: soy hijo de Fulano.
¡Ah, Señor! —díselo ¡con toda tu alma!—, yo soy... ¡hijo de Dios!”
Camino, n. 892
Te aconsejo que intentes alguna vez volver... al comienzo de tu "primera conversión", cosa que, si no es hacerse como niños, se le parece mucho: en la vida espiritual, hay que dejarse llevar con entera confianza, sin miedos ni dobleces; hay que hablar con absoluta claridad de lo que se tiene en la cabeza y en el alma.
Surco, 145
¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años –¡qué largos y qué cortos se me han hecho!–, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor.
Las grandes caídas, las que causan serios destrozos en el alma, y en ocasiones con resultados casi irremediables, proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no sólo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación, en el descamino.
(Amigos de Dios, 147)
Nuestra voluntad, con la gracia, es omnipotente delante de Dios –Así, a la vista de tantas ofensas para el Señor, si decimos a Jesús con voluntad eficaz, al ir en tranvía por ejemplo: “Dios mío, querría hacer tantos actos de amor y de desagravio como vueltas da cada rueda de este coche”, en aquel mismo instante delante de Jesús realmente le hemos amado y desagraviado según era nuestro deseo.
Esta “bobería” no se sale de la infancia espiritual: es el diálogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo: –¿Cuánto me quieres? ¡Dilo! –Y el pequeñín silabea: ¡Mu-chos mi-llo-nes! (Camino, 897)
En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres.
Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos –por lo demás inevitables– en la vida interior no desembocarán nunca en amargura. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre. He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios. Y esto os pido a vosotros: que seáis quasi modo geniti infantes, niños que desean la palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios, para conducirnos en adelante como hombres cristianos.
(Amigos de Dios, 146)