"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de agosto de 2021

VIRGEN DE LAS NIEVES




 Evangelio (Mt 16,13-23)


Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:


—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?


Ellos respondieron:


—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.


Él les dijo: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respondió Simón Pedro:


—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


Jesús le respondió:


—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.


Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.


Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.


Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:


—¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.


Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:


—¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.


Comentario


Cuando Jesús lanza una pregunta comprometedora a los Doce -¿quién soy yo para vosotros?- Pedro es el que responde con mayor audacia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Con esa respuesta, parece que Pedro se eleva por encima de todos. Jesús le hace ver que en sus palabras hay algo que va más allá de cualquier conclusión meramente humana: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Quizá el mismo Pedro no entendería todo el alcance de su confesión de fe. En cualquier caso, en ese momento ha sido capaz de ver más allá de “la carne y la sangre” y se convierte en nada menos que la roca sobre la que se edificaría la Iglesia de Cristo.


Pedro parece volar altísimo y, sin embargo, poco después se desploma. Jesús explica que precisamente su misión mesiánica pasa por la humillación y la muerte, y Pedro simplemente no entiende. Aún más, con cierta ingenuidad y arrogancia se pone a reprender a Jesús. Pretende encerrar la grandeza de Cristo dentro de sus conceptos humanos. Y es entonces cuando recibe esa dura llamada de atención: “¡Apártate de mí Satanás!”.


Cuando Pedro se mueve por una visión simplemente humana, cae y se convierte en motivo de escándalo. En cambio, cuando se deja mover por la gracia, es capaz de elevarse y tener un conocimiento profundo de Dios.


Lo que le sucedió a Pedro también nos puede suceder a nosotros. En ocasiones parece que vemos todo claro, que todas las piezas de nuestra vida cristiana encajan perfectamente, y que incluso somos capaces de dar luz a los demás. Son momentos para llenarnos de agradecimiento por las luces que Dios nos da. Pero si nos descuidamos, si empezamos a tener una excesiva seguridad en nuestras ideas y opiniones, nos podemos derrumbar. Y entonces empezamos a razonar desde una perspectiva simplemente humana. No entendemos los planes de Dios y con nuestras quejas parece como si estuviéramos intentando corregir al Señor, como hizo Pedro.


En una de sus cartas, san Josemaría empleaba la imagen del polvo que es levantado por el aire. Cuando sopla el viento, el polvo es elevado e incluso puede parecer dorado, porque refleja los rayos del sol. Lo mismo sucede en nuestra vida: aunque a veces nos sintamos poca cosa, cuando dejamos que nos mueva el soplo del Espíritu Santo nos podemos levantar muy alto. Con una actitud de humildad y de apertura sincera a lo que Dios quiera, seremos capaces de movernos con soltura por las alturas de la vida de fe, reflejando la luz de Dios a las personas que nos rodean.


LA VIRGEN DE LAS NIEVES 

El origen de esta advocación Mariana, según la Enciclopedia Católica, se atribuye a la época del papado de Liberio (352 - 366) en el que se relata que un anciano y acaudalado matrimonio de la nobleza patricia de Roma que no había tenido hijos y a los que se atribuía gran caridad hacia los demás, solicitó de la Virgen María que les señalase qué debían hacer con sus bienes para garantizar el mejor uso cristiano de la herencia. La tradición católica cuenta que la Virgen se manifestó ante ellos y les indicó que, allá donde señalara, se le construyese un templo. El perfil de la iglesia fue dibujado en el suelo por una milagrosa nevada que ocurrió el 5 de agosto de 358 en lo alto del monte Esquilino. Fue entonces dedicada la Basílica de Santa Maria Maggiore. Los católicos locales conmemoraban el milagro en cada aniversario lanzando pétalos de rosa blanca desde la bóveda durante la misa festiva.1​ Otras versiones afirman que la Virgen se apareció en sueños a los esposos y al Papa y les anunció la nieve de agosto.


La obra se concluyó un año después, con la financiación de la familia patricia y el apoyo eclesiástico. La iglesia desapareció no mucho tiempo después, y fue reconstruida por el Papa Sixto III alrededor del año 434, siendo en la actualidad la Basílica de Santa María la Mayor.


La devoción a la Virgen de las Nieves quedó reducida a Roma y su periferia, al menos hasta los inicios del año 1000. La primera obra artística de la que se tiene constancia que representó el milagro se atribuye a un discípulo de Giotto que se conserva en la basílica actual

Santa María, Madre de Dios: el año inicia con la fiesta que indica el lugar especial de la Virgen en el misterio cristiano. A lo largo del año, la Iglesia recuerda a sus hijos la presencia maternal y discreta de María: junto a San José, Ella peregrina con nosotros a través de la historia.


En la celebración anual de los misterios de Cristo, «la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en Ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención y la contempla gozosamente, como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser»[1].


Con trazos breves, pero incisivos, el Concilio Vaticano II presenta el sentido del culto litúrgico a santa María. Nos puede ayudar a comprenderlo una vía sencilla y profunda: el mejor arte cristiano, que surge de la oración de la Iglesia. Si nos asomamos, por ejemplo, a un templo de tradición bizantina, la mirada se nos va, nada más entrar en la nave, hacia los ojos del Cristo Pantocrátor que suele dominar la bóveda del ábside. Su rostro amable nos recuerda cómo el Dios infinito ha asumido los rasgos finitos de los hijos de los hombres. Bajo Él, adornada con colores imperiales, se encuentra María, la Toda Santa, flanqueada de arcángeles con ricas vestiduras litúrgicas. En un tercer nivel, en fin, se disponen los apóstoles y los santos que, con nosotros –communicantes–, ofrecen el sacrificium laudis, el sacrificio de alabanza agradable a Dios Padre[2].



"PARA MÍ, LA PRIMERA DEVOCIÓN MARIANA –ME GUSTA VERLO ASÍ– ES LA SANTA MISA (...). EN ESE INSONDABLE MISTERIO, SE ADVIERTE, COMO ENTRE VELOS, EL ROSTRO PURÍSIMO DE MARÍA" (SAN JOSEMARÍA)


La primera devoción mariana


Esta imagen ayuda a entender la posición única de María en la vida y en la liturgia de la Iglesia. Como le gustaba considerar a san Josemaría, Ella es ante todo la Madre de Dios, la Theotokos: aquí se encuentra «la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan»[3]. Por eso una de las oraciones marianas más antiguas la llama audazmente Dei genetrix, aquella que ha engendrado a Dios[4]; y también por eso el culto litúrgico a María se desarrollará sobre todo a partir del concilio de Éfeso (siglo V), cuando la Iglesia define el dogma de su Maternidad divina.


En otras representaciones, Santa María aparece sosteniendo el velo del cáliz eucarístico, o en una posición corporal de “Virgen orante y oferente”. Se expresa así cómo la participación en el misterio Pascual del Señor es el centro y la raíz de su vida. Ese modo único en que María se une como Madre a la acción redentora de Jesús es el fundamento del culto mariano: la Iglesia venera a la Virgen confesando el lugar que solo a Ella corresponde. Por eso ya en las más antiguas profesiones de fe bautismales y en las primeras plegarias eucarísticas se encuentran alusiones a la Madre de Dios. Esta presencia especial de María explica, además, que el modo más natural de honrarla sea celebrar el misterio de su Hijo, sobre todo en la Eucaristía.


«Para mí, la primera devoción mariana –me gusta verlo así– es la Santa Misa (…). En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María»[5]. Celebrando el misterio de Cristo, la Iglesia encuentra a María y, contemplándola, descubre cómo vivir los divinos misterios: con Ella escuchamos y meditamos la Palabra de Dios, y nos asociamos a su voz que bendice, da gracias y alaba al Señor; con Ella nos sentimos asociados a la Pasión de su Hijo y a la alegría de su Resurrección; con Ella imploramos incesantemente el don del Espíritu Santo[6].


Los orígenes del culto a Santa María


La última reforma de la liturgia romana ha querido resaltar la centralidad del misterio de Cristo, y por eso ha integrado la memoria de la Madre de Dios dentro del ciclo anual de los misterios de su Hijo. Aparte de dos celebraciones en las que María aparece indisolublemente unida a Cristo –la Anunciación (25 de marzo) y la Presentación del Señor (2 de febrero)– las fiestas marianas del actual Calendario romano general incluyen tres solemnidades[7], dos fiestas[8], cinco memorias obligatorias[9] y seis memorias libres[10]. Por otro lado, algunos tiempos litúrgicos como el Adviento y la Navidad han incorporado más referencias marianas. La posibilidad, en fin, de celebrar la memoria libre de Santa María los sábados, junto con algunos elementos de la Liturgia de las Horas, constituyen la base semanal y diaria del culto litúrgico mariano. Conocer algunos detalles sobre el origen y el desarrollo de este culto nos pueden ayudar a ser mejores hijos de nuestra Madre del Cielo.


LA IGLESIA, COMO MARÍA, NO TIENE UN CORAZÓN DESENRAIZADO, SINO QUE HACE MEMORIA DE SU PROPIO ORIGEN RECORDANDO PAISAJES Y ROSTROS CONCRETOS

La íntima conexión entre el culto mariano y las fiestas del Señor hace que algunas de estas solemnidades y fiestas hayan sido comentadas en editoriales anteriores. Es el caso, por ejemplo, de la solemnidad de la Maternidad divina de María, que el rito romano celebra en la octava de Navidad, el primer día del año. Esta constituía la gran conmemoración mariana antes de la llegada, a finales del siglo VII, de cuatro fiestas de origen oriental: la Presentación del Señor, la Anunciación, la Dormición (que ahora se celebra como la Asunción) y el Nacimiento de María.


La acogida de cristianos provenientes de Palestina, Siria y Asia menor, consecuencia de las invasiones árabes del siglo VII, enriqueció la liturgia romana con la asimilación de diversas tradiciones litúrgicas. Entre ellas se encuentran estas cuatro fiestas, ligadas a la memoria de algunos eventos de la vida de la Virgen allí donde, según la Tradición, habían sucedido. La construcción de templos en esos lugares llevó durante los siglos IV-VI a un primer desarrollo del culto litúrgico mariano. Algunos ejemplos son la basílica en el Valle Cedrón, ligada al dies natalis de María, que en el siglo VI pasará a denominarse fiesta de la Dormición; la basílica de Nazaret, mandada construir por la emperatriz Helena en memoria de la Anunciación; la basílica edificada sobre la piscina de Bethesda, que quedará ligada al recuerdo de la concepción y nacimiento de la Virgen; o la basílica de Santa María la Nueva, levantada a inicios del siglo VI en las proximidades del antiguo Templo de Jerusalén, para recordar la presentación de María.


Todas estas fiestas nos introducen en la memoria histórica de la gran familia del Pueblo de Dios, que sabe que «la historia no está sometida a fuerzas ciegas ni es el resultado del acaso, sino que es la manifestación de las misericordias de Dios Padre»[11]. La Iglesia, como María, no tiene un corazón desenraizado, sino que hace memoria de su propio origen recordando paisajes y rostros concretos. La progresiva recepción de estas conmemoraciones de la Virgen en otras regiones del mundo es un reconocimiento de esta lógica de Dios.


De la periferia a Roma y de Roma a la periferia


Al mismo tiempo, puesto que la Iglesia es una Madre que acoge en su seno todas las culturas, la veneración de María se desarrollará de acuerdo con la particular sensibilidad humana, teológica y espiritual de cada pueblo. Así por ejemplo, la tradición bizantino-constantinopolitana conoció una primera fase bastante sobria del culto mariano, pero con el tiempo generó ricas composiciones poéticas en honor de la Theotokos. El himno Akáthistos es una de las más amadas y difundidas: «Salve, por ti resplandece la dicha; Salve, por ti se eclipsa la pena. Salve, levantas a Adán, el caído; Salve, rescatas el llanto de Eva». Por su parte, la tradición etiópica manifestará su profunda piedad mariana en las plegarias eucarísticas y en la institución del mayor número de fiestas marianas conocido en una tradición litúrgica, más de 30 a largo del año.


SALVE, POR TI RESPLANDECE LA DICHA; SALVE, POR TI SE ECLIPSA LA PENA. SALVE, LEVANTAS A ADÁN, EL CAÍDO; SALVE, RESCATAS EL LLANTO DE EVA (HIMNO AKATHISTOS)

El rito romano tiene también su propia historia. A finales del siglo VII, el papa Sergio I enriquece aquellas cuatro fiestas recién llegadas del Oriente con un elemento que marcará la devoción popular romana: las procesiones litánicas por la ciudad. Más adelante se compondrán los textos de la Misa y del Oficio de Sancta Maria in Sabbato, se extenderá por Europa la costumbre de dedicar el sábado a la Virgen, y aparecerán nuevas antífonas para la liturgia de las Horas. Algunas de ellas son hoy la última oración que, antes de dormir, sale confiada de labios de la Iglesia: Alma Redemptoris mater, Salve Regina, Ave Regina caelorum, Regina coeli laetare, compuestas todas ellas en los siglos XI-XIII. Más tarde se desarrollarán igualmente fiestas marianas como la Visitación, promovida al inicio por los franciscanos y extendida después a toda la iglesia latina en el siglo XIV.


Tras el concilio de Trento se amplían a todo el rito romano otras fiestas celebradas hasta entonces solo en algunas regiones. Por ejemplo, San Pío V extendió a toda la iglesia latina la fiesta romana de la Dedicación de Santa María ad Nives (5 de agosto). En los siglos XVII y XVIII, diversas conmemoraciones ligadas a la piedad mariana de algunas órdenes religiosas pasarán, por diversos caminos, al Calendario general: Nuestra Señora del Carmen (carmelitanos), Nuestra Señora del Rosario (dominicos), Nuestra Señora de los Dolores (siervos de María), Nuestra Señora de la Merced (mercedarios), etc.


Estos movimientos que van desde la periferia a Roma, y desde Roma a la periferia[12] reflejan la sabiduría maternal de la Iglesia, que promueve todo aquello que crea unidad y al mismo tiempo se adapta para tratar a sus hijos «de modo distinto –con una justicia desigual–, ya que cada uno es diverso de los otros»[13]. Este respeto por las tradiciones locales perdura en el calendario actual, que reconoce la existencia de fiestas marianas particulares, ligadas a la historia y devoción de los diversos miembros del Pueblo de Dios. Eso explica la presencia, en el calendario de la Prelatura, de la fiesta de Nuestra Señora del Amor Hermoso, que se celebra el 14 de febrero.


Un momento particularmente álgido del culto litúrgico mariano ha sido el pasado siglo XX, que conoció cuatro nuevas fiestas marianas: Virgen de Lourdes (Pío X, en 1907), la Maternidad de la Virgen María (Pío XI, en 1931), el Corazón Inmaculado de María (Pío XII, en 1944), y Santa María Reina (Pío XII, en 1954). Además de la memoria del Santísimo Nombre de María (12 septiembre), la última edición del Misal romano ha incorporado las memorias libres de Nuestra Señora de Fátima (13 de mayo) y Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre). La extensión a todo el rito latino de celebraciones ligadas a intervenciones particulares de la Virgen manifiesta la amorosa vigilancia de la Iglesia, que recuerda a sus hijos la presencia discreta pero firme de María: junto a San José, Ella peregrina con nosotros a través de la historia.



MUCHOS PÓRTICOS DE IGLESIAS MEDIEVALES PRESENTAN A LA MADRE DE DIOS QUE ACOGE Y DESPIDE A LOS PEREGRINOS CON SU MIRADA Y SU SONRISA

Con la bendición de la Madre


Muchos pórticos de iglesias medievales presentan una imagen característica de Occidente: la Madre de Dios sostiene en sus brazos al Niño, y con su mirada y su sonrisa acoge y despide a los peregrinos. Esta imagen, situada en el espacio público que se abre a la ciudad, nos habla del estilo acogedor y misionero de María, que da forma a la vida de la Iglesia a través de la liturgia.


Su presencia nos recuerda que Ella nos espera cuando acudimos a una iglesia u oratorio para ayudarnos a tratar a su Hijo. Saber de esta espera de María nos lleva a recogernos, a prepararnos bien para las distintas acciones litúrgicas: una delicadeza de hijos que se concreta en detalles como llegar con antelación, sin prisa, y disponer cuanto sea necesario (ornato del altar, velas, libros) con aquella atención y cariño que nuestra Madre, «mujer eucarística»[14], pondría al prepararse para la «fracción del pan» de la primitiva Iglesia[15].


La alegría de la Toda Hermosa está en «reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito»[16]. En la escuela de santa María, «la Iglesia aprende a ser cada día “sierva del Señor”, a estar lista para ir al encuentro de las situaciones de mayor necesidad, a estar atenta con los pequeños y excluidos»[17]. Por eso, tras invitarnos a entrar para ser transformados por Él, nuestra Madre vuelve a saludarnos y desde el pórtico nos envía a esa «hermosísima guerra de paz»[18], codo con codo con nuestros hermanos los hombres.