Evangelio (Lc 9,18-21)
Estaba haciendo oración y se encontraban con él los discípulos. Y les preguntó:
—¿Quién dicen las gentes que soy yo?
Ellos respondieron:
—Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas.
Pero él les dijo:
—Y vosotros ¿quién decís que soy yo?
Respondió Pedro:
—El Cristo de Dios.
Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie.
Comentario
Cuenta el evangelio de hoy que en una ocasión se encontraba Jesús a solas con sus discípulos. Como era su costumbre, Jesús estaba orando. Aquellos ratos de oración con el Maestro debieron imprimirse con fuerza en la memoria de los apóstoles. Muchos de esos episodios sucederían a cielo abierto. Jesús hablaba sin ruido de palabras con su Padre. Quizás de vez en cuando alzaría la mirada a lo alto.
El silencio sería magnífico. Se percibía con nitidez el susurro del viento, cortado por las afiladas hojas de los pinos; o el balar lejano de una oveja que pastaba en la ladera; incluso el revolotear de los pájaros vibraría en el aire, con ráfagas fugaces.
Mientras tanto, los discípulos observarían a su Maestro con gran atención, tratando de imitar su disposición recogida y serena y acompañar su plegaria interior. Judas quizá piensa en sus pequeños afanes y espera inquieto a que aquel rato de oración termine, mientras el joven Juan mira de hito en hito a su Señor. Pedro está sentado también cerca de Jesús y medita quizá en la responsabilidad que va depositando en él el Maestro.
De pronto, la voz hermosa de Jesús quiebra gentilmente el silencio y se descuelga con una pregunta incisiva y dirigida a sus discípulos, sobre el gran misterio de su identidad, ese que todos deberíamos desvelar en esta vida: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”
La pregunta saca a todos de su recogimiento y les deja pensativos. Entonces unos y otros comienzan a narrarle al Maestro lo que han oído sobre Él y sobre su identidad.
Cuando han terminado de ofrecer las distintas versiones de Jesús que se ha forjado la gente, con un contraste muy elocuente, les interroga: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Vosotros, que oráis junto a mí y por eso recibís dones que otros no tienen, “¿quién decís que soy yo?”
La voz resuelta de Pedro interviene entonces atajando toda tentativa: “El Cristo de Dios”.
La amistad con Jesús pide de nuestra parte una respuesta similar y resuelta, llena de fe, como la de Pedro: “Tú eres el Cristo de Dios”. Qué útil resulta la sugerencia de san Josemaría: “Enciende tu fe. —No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: "Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!" —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!” (San Josemaría, Camino, n. 584). Esta convicción confiada y forjada en la oración será tan fuerte que cambiará nuestras palabras, nuestras obras y nuestros hábitos.
UN RATO DE ORACION Texto del Papa Francisco
En estas tres Lecturas veo algo en común: el movimiento. En la Primera Lectura el movimiento es el camino; en la segunda Lectura, el movimiento está en la edificación de la Iglesia; en la tercera, en el Evangelio, el movimiento está en la confesión. Caminar, edificar, confesar.
Caminar. Casa de Jacob: “Vengan, caminemos en la luz del Señor”. Esta es la primera cosa que Dios dijo a Abraham : “Camina en mi presencia y sé irreprensible”. Caminar: nuestra vida es un camino. Cuando nos detenemos, la cosa no funciona. Caminar siempre, en presencia al Señor, a la luz del Señor, tratando de vivir con aquel carácter irreprensible que Dios pide a Abraham, en su promesa.
Edificar. Edificar la Iglesia, se habla de piedras: las piedras tienen consistencia; las piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. Edificar la Iglesia, la esposa de Cristo, sobre aquella piedra angular que el mismo Señor, y con otro movimiento de nuestra vida, edificar.
Tercero, confesar. Podemos caminar todo lo que queramos, podemos edificar tantas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiríamos en una ONG (Organización No Gubernamental) de piedad, pero no en la Iglesia, esposa del Señor.
Cuando no caminamos, nos detenemos. Cuando no se construye sobre la piedra ¿qué cosa sucede? Pasa aquello que sucede a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena, todo se desmorona, no tiene consistencia.
Cuando no se confesa a Jesucristo, me viene la frase de León Bloy “Quien no reza al Señor, reza al diablo”. Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio.
Caminar, edificar-construir, confesar. Pero la cosa no es así de fácil, porque en el caminar, en el construir, en el confesar a veces hay sacudidas, hay movimiento que no es justamente del camino: es movimiento que nos echa para atrás.
Este Evangelio continua con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Yo te sigo, pero no hablemos de Cruz. Esto no cuenta”. “Te sigo con otras posibilidades, sin la Cruz”. Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz y cuando confesamos un Cristo sin Cruz, no somos Discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor.
Quisiera que todos, luego de estos días de gracia, tengamos el coraje - precisamente el coraje - de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, que ha sido derramada sobre la Cruz; y de confesar la única gloria, Cristo Crucificado. Y así la Iglesia irá adelante.
Deseo que el Espíritu Santo, la oración de la Virgen, nuestra Madre, conceda a todos nosotros esta gracia: caminar, edificar, confesar Jesucristo. Así sea.