Evangelio (Mt 1,18-23)
La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros.
Comentario
La llegada al mundo de un nuevo ser humano es siempre señal de esperanza. Los padres –y, en general, toda la familia– suelen soñar sobre cómo se desarrollará la vida de su hijo, cuáles serán los talentos que Dios le dio, cómo se irá tejiendo su historia a lo largo de los años. Así, es fácil imaginar cómo el nacimiento de santa María también habría llenado de esperanza los corazones de san Joaquín y santa Ana, y cómo habrían hecho planes para el futuro de su hija. Sin embargo, en la vida de la Virgen se haría presente una novedad que va mucho más allá de lo que estos santos podrían entrever. Una novedad que sorprende a Nuestra Señora en el momento de la Anunciación (cfr. Lucas 1,29) y que causa asombro en san José, como vemos en el evangelio de la Misa de hoy.
La Virgen ha nacido para cumplir las promesas de Dios a su pueblo: «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros» (v. 23). Pero estas promesas se cumplen de un modo inesperado, porque Ella concibe conservando el don de la virginidad. El Espíritu Santo hace algo grandioso en la vida de santa María, la convierte en Madre de Dios, y así se vuelve en señal de esperanza no solo para el pueblo de Israel sino para todos los hombres.
La vida de la Virgen es un gran don para la humanidad. Nos habla de cómo el Señor responde a nuestros anhelos más profundos, y al mismo tiempo los sitúa en un horizonte nuevo. Grande sería la alegría de san José cuando el ángel le dijo que recibiera a Nuestra Señora: era algo que de seguro él deseaba con todo el corazón, pero a lo que estaba dispuesto a renunciar, porque pensaba que así se ajustaría más al plan de Dios (v. 18-19). Sin embargo, san José recibió algo aún más grande de lo que soñaba, porque su matrimonio con santa María entró a formar parte de los planes de la Salvación. Se embarcó en una aventura divina, en la que, junto con muchas alegrías, no faltaron los obstáculos: el nacimiento en un portal, la persecución de Herodes, el tener que recomenzar su trabajo en lugares distintos…
Como san José, también nosotros estamos llamados a dejar entrar a la Virgen en nuestras vidas, y a abrirnos a una nueva esperanza, que supera nuestros sueños y no defrauda.
PARA TU RATO DE ORACION
El 8 de septiembre, la Iglesia celebra la Natividad de Santa María. Sugerimos algunos textos de san Josemaría sobre el trato con la Virgen.
Los hijos, especialmente cuando son aún pequeños, tienden a preguntarse qué han de realizar por ellos sus padres, olvidando en cambio las obligaciones de piedad filial. Somos los hijos, de ordinario, muy interesados, aunque esa conducta —ya lo hemos hecho notar—, no parece importar mucho a las madres, porque tienen suficiente amor en sus corazones y quieren con el mejor cariño: el que se da sin esperar correspondencia. Así ocurre también con Santa María.
Amigos de Dios, 289
Lo que le gusta a mi madre
La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María.
¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas.
Es Cristo que pasa, 142
”Estarle cerca”
Volvemos de nuevo a la experiencia de cada día, al trato con nuestras madres en la tierra. Por encima de todo, ¿qué desean, de sus hijos, que son carne de su carne y sangre de su sangre? Su mayor ilusión es tenerlos cerca. Cuando los hijos crecen y no es posible que continúen a su lado, aguardan con impaciencia sus noticias, les emociona todo lo que les ocurre: desde una ligera enfermedad hasta los sucesos más importantes.
Amigos de Dios, 289
Un rato de conversación confiada
Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamientos, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús.
Es Cristo que pasa, 143
Rezar con más atención
En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana —precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad.
Hay muchas otras devociones marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano —crecer en vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones—, pero debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María.
Es Cristo que pasa, 142
¿Y si le pido un regalo?
Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo —prueba de su cariño por ti— de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús.
Forja, 161
Mejorar para servir mejor
No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales. María lleva a Jesús, y Jesús es primogenitus in multis fratribus, primogénito entre muchos hermanos. Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas.
De este modo, hasta esas facetas que podrían considerarse más privadas e íntimas —la preocupación por el propio mejoramiento interior— no son en realidad personales: puesto que la santificación forma una sola cosa con el apostolado. Nos hemos de esforzar, por tanto, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia, ya que no podríamos hacer el bien y dar a conocer a Cristo, si en nosotros no hubiera un empeño sincero por hacer realidad práctica las enseñanzas del Evangelio.
Impregnados de este espíritu, nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre.
Es Cristo que pasa, 145
Hacerle notar que es mi madre
Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila. Y, como poso, se irá grabando en nuestra alma ese compendio, para acudir sin vacilar a Ella, especialmente cuando no tengamos otro asidero. ¿No es esto interés personal, por nuestra parte? Ciertamente lo es. Pero ¿acaso las madres ignoran que los hijos somos de ordinario un poco interesados, y que a menudo nos dirigimos a ellas como al último remedio? Están convencidas y no les importa: por eso son madres, y su amor desinteresado percibe —en nuestro aparente egoísmo— nuestro afecto filial y nuestra confianza segura.
No pretendo —ni para mí, ni para vosotros— que nuestra devoción a Santa María se limite a estas llamadas apremiantes. Pienso —sin embargo— que no debe humillarnos, si nos ocurre eso en algún momento. Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de Nuestra Madre Santa María.
Amigos de Dios, 280
Yo mismo como regalo
Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... ¿No es esto —de alguna manera— un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? ¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran? ¿Cómo se comportan? Sacrifican cuanto son y cuanto poseen por la persona que aman.
Amigos de Dios, 296
Todos los días son marianos
En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad
Amigos de Dios, 291