Evangelio (Lc 6, 39-42)
Les dijo también una parábola:
— ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.
Comentario
Seguir a Cristo:-.decía san Josemaría- éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos.[1]
No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro. El discípulo de Cristo aspira, como ideal que engloba todos los afanes de su vida, a ser como su Maestro. Así lo han vivido y enseñado los santos y esa es también nuestra experiencia cotidiana: cuando en la oración el Espíritu Santo nos hace vislumbrar un rasgo de la vida de Jesús o una actitud suya que podemos incorporar a nuestras luchas diarias, nos llenamos de alegría y de deseo de identificarnos con Él. Por eso es tan importante que el discípulo se deje instruir por el maestro, para llegar a ser como Él. Para ello, resulta necesario que el cristiano cuide de su formación, tenga verdadera ansia de conocer profundamente la doctrina: la Palabra del Señor y de su Iglesia. El tiempo empleado en la propia formación, es tiempo fructifica en amor a Dios y al prójimo.
Conocerla, para gozarla en la contemplación, y para vivirla. Jesús nos sigue instruyendo en el trato con nuestro prójimo: todo cristiano está llamado a ser guía y, de algún modo también maestro, en la medida que se identifica con Cristo. El primer paso lo damos asistidos por la luz del Espíritu Santo: conocernos, purificar nuestra mirada, limpiar el alma en la contrición y la gracia del Señor. La humildad que se deriva de vernos a nosotros mismos con la mirada amorosa del Señor nos habilita para conducir a otros por el camino de la imitación de Cristo. Solo desde la verdad sobre uno mismo, se puede corregir con autenticidad.
Jesús abomina de los hipócritas, de los que juzgan sin amor y sin comprensión, de los que buscan ser bien considerados por los demás, sin preocuparse realmente de afrontar sus defectos. Esa es la viga, enorme, en el ojo del hipócrita. Dios nos libre de ese tremendo reproche.
PARA TU ORACION PERSONAL
Más que en "dar", la caridad está en "comprender". —Por eso busca una excusa para tu prójimo —las hay siempre—, si tienes el deber de juzgar.
La lógica del diálogo
Más que en "dar", la caridad está en "comprender". —Por eso busca una excusa para tu prójimo —las hay siempre—, si tienes el deber de juzgar.
Camino, 463
El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos —con su trato— la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos.
Es Cristo que pasa, 124
El amor a las almas, por Dios, nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar...
-Debemos tener un amor que cubra la multitud de las deficiencias de las miserias humanas. Debemos tener una caridad maravillosa, veritatem facientes in caritate, defendiendo la verdad, sin herir.
Forja, 559
Diferencias que unen
Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.
Conversaciones, n. 108
Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.
Conversaciones, n. 108
¿Tendré yo toda la razón?
Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas (...) si no son frecuentes —y hay que procurar que no lo sean—, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.
Conversaciones, n. 108
La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse —¡siempre!— como instrumentos de unidad.
Amigos de Dios, 233
Un toque de buen humor
A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa.
Conversaciones, n. 108
Cariño sincero
No poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor.
Amigos de Dios, 229
Amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género.
Amigos de Dios, 231
Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te rodean, con mucha comprensión, con mucho cariño, junto —claro está— con toda la energía necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y en egoísmo.
Surco, 803
Caridad y verdad
Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar —insisto— la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo.
Amigos de Dios, 230
La parte positiva
Sólo serás bueno, si sabes ver las cosas buenas y las virtudes de los demás.
—Por eso, cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas.
Forja, 455
Murmurar, dicen, es muy humano. —He replicado: nosotros hemos de vivir a lo divino.
La palabra malvada o ligera de un solo hombre puede formar una opinión, y aun poner de moda que se hable mal de alguien... Luego, esa murmuración sube de abajo, llega a la altura, y quizá se condensa en negras nubes.
Surco, 909
Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor, también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.
Amigos de Dios, 9
La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la “morada de la caridad”.
LA HIMILDAD FUENTE DE ALEGRIA
A Dios nadie le ha visto jamás [1], afirma la Sagrada Escritura. Mientras vivimos en esta tierra, no tenemos un conocimiento inmediato de la esencia divina; entre Dios y el hombre hay una distancia infinita, y sólo Él, adecuándose a la condición del ser humano, ha podido franquearla por medio de su revelación. Dios se ha manifestado a los hombres en la creación, en la historia de Israel, en las palabras que dirige a través de los profetas, y, finalmente, en su propio Hijo, que es la revelación última, completa y definitiva; la epifanía misma de Dios: el que me ha visto a mí ha visto al Padre [2].
¡Un Dios que se hace hombre! Es para sorprenderse. Un Dios que, en Cristo, ve y se deja ver, oye y se deja oír, toca y se deja tocar; que se abaja a la condición humana y se vale de los sentidos para hacernos entender la llamada a la intimidad de su amor, a la santidad. El asombro ante la Encarnación del Verbo mueve a contemplar con veneración las acciones, gestos y palabras de Jesús. Cuando así se hace, se descubre que todo en la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta la muerte en la Cruz, está empapado de humildad, pues siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz [3].
La humildad, morada de la caridad
El mensaje de amor de Dios nos ha llegado a través del abajamiento del Hijo. La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la morada de la caridad. San Agustín afirma: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[4]. En la humildad del Verbo encarnado, además de mostrarse la hondura del amor de Dios por nosotros, se nos enseña el camino real que conduce a la plenitud de ese amor.
La vida cristiana consiste en la identificación con Cristo: sólo en la medida en que nos unimos a Él somos introducidos en la comunión con el Dios viviente, fuente de toda caridad, y nos hacemos capaces de amar a los demás hombres con su mismo amor [5]. Ser humilde como lo fue Cristo significa servir a todos, muriendo al hombre viejo, a las tendencias que el pecado original desordenó en nuestra naturaleza. Por eso, el cristiano entiende que "las humillaciones, llevadas por amor, son sabrosas y dulces, son una bendición de Dios" [6]. Quien así las recibe, se abre a toda la riqueza de la vida sobrenatural y puede exclamar con San Pablo: perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él [7].
Las causas del desasosiego
En contraste con el profundo gozo interior que proviene de la humildad, la soberbia no produce sino inquietud e insatisfacción. La soberbia lleva a orientar las cosas hacia el propio yo, y a analizar cuanto sucede desde una perspectiva exclusivamente subjetiva: si una cosa agrada o no, si supone una ventaja o requiere esfuerzo...; y no considera si se trata de algo bueno en sí mismo o para los demás. Ese egocentrismo lleva a juzgar que los otros actúan y piensan según las categorías que uno tiene, y a moverse con la pretensión, más o menos explícita, de que deben comportarse como se desea. Así se explica que un hombre soberbio sea víctima de frecuentes enfados cuando considera que no se le tiene suficientemente en cuenta, o que se entristezca al advertir los propios errores o las mejores cualidades de los demás.
Cuando uno se deja llevar por la soberbia, aunque trate de buscar su propia complacencia, siempre alberga un punto de desasosiego. ¿Qué le falta para ser feliz? Nada, porque lo tiene todo; y todo, porque ha perdido de vista lo fundamental: su capacidad para darse al otro. Su comportamiento ha forjado un modo de ser que le dificulta hallar la verdadera felicidad. Así lo advertía el fundador del Opus Dei: "si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos (...). Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida" [8].
La soberbia es siempre un eco de aquella primera rebelión con la que el hombre trató de suplantar a Dios, y cuya consecuencia fue la pérdida de la amistad con el Creador y de la armonía consigo mismo. El individuo orgulloso confía tanto en sus potencialidades, que llega a olvidar su naturaleza necesitada de redención. Por eso, no sólo la enfermedad física, sino incluso la inevitable experiencia de los límites, defectos y miserias, le desconcierta e incluso le puede llegar a desesperar. Vive apegado de tal modo a sus propios gustos y opiniones, que no consigue apreciar ni valorar positivamente una visión distinta a la suya. Por eso, no logra resolver sus conflictos interiores y está sujeto a reiteradas discrepancias con los demás. Esta dificultad de someterse a otras voluntades le conduce a no aceptar tampoco el querer de Dios: fácilmente se convencerá de que no es posible que Dios le pida aquello que él no desea, y puede suceder que hasta la misma conciencia de ser una criatura dependiente de Dios se convierta para él en objeto de resentimiento.
La fuerza de atracción de la humildad
Para la persona humilde, en cambio, confrontarse con la gloria de Dios es causa de alegría, más aún, el único motivo de verdadero júbilo. Es cierto que, al ponerse delante de Él, descubre su finitud y su pequeñez; pero su condición de criatura, lejos de ser ocasión de tristeza o desesperanza, es fuente de íntimo gozo. La humildad es una luz que hace descubrir al hombre la grandeza de su propia identidad, como ser personal capaz de dialogar con el Creador, y aceptar su dependencia de Él con completa libertad.
El alma de la persona humilde experimenta la mayor plenitud interior cuando advierte que el Ser absoluto es un Dios personal de magnificencia infinita, que nos ha creado, nos mantiene en la existencia y se nos revela con un rostro humano en Jesucristo. Conocer la generosidad divina, su condescendencia para con sus criaturas, lleva a quien es humilde a disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que descubre un reflejo del amor de Dios; y le mueve al deseo de compartir con los demás ese permanente deslumbramiento.
Las reacciones del soberbio y del humilde son también muy distintas ante la llamada de Dios. El soberbio se esconde en una actitud de falsa modestia, alegando que tiene pocos méritos, porque no desea renunciar al mundo que ha construido para sí; la persona humilde, en cambio, no se detiene a juzgar si es demasiado poca cosa para alcanzar la santidad. Le basta percibir la invitación a entrar en comunión con Dios para aceptarla con alegría, por mucho que le desconcierte.
Quienes –como es el caso de los santos– luchan por ser verdaderamente humildes, adquieren una personalidad que atrae a los demás. Con su comportamiento habitual consiguen crear en torno a sí un remanso de paz y de alegría, porque reconocen el valor de los otros. Los aprecian verdaderamente y, por eso, en su conversación, en la vida en familia o en el trato con colegas y amigos, saben comprender y disculpar; les mueve el interés de ayudar y convivir con todos: son capaces de reconocer lo que deben a quienes les rodean, sin pretender ni reclamar derechos. A su lado, en definitiva, se palpa el amor de Dios que anima sus vidas: uno se encuentra en confianza, no se siente juzgado, sino querido.
Recomenzar a aprender a ser humildes
Con frecuencia la causa del agobio o del pesimismo, que a veces nos invaden, no está en la pequeñez humana o en el esfuerzo que debemos realizar ante una determinada tarea, sino en ver las cosas con una perspectiva demasiado centrada en el yo. "¿Por qué nos entristecemos los hombres?", preguntaba San Josemaría. Y respondía: "porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos" [9].
Se puede probar cierta sensación de tristeza ante las dificultades propias o ajenas; ante algunos defectos que se perciben con más rigor que en el pasado o que se creían superados; ante la imposibilidad de alcanzar objetivos profesionales o apostólicos, perseguidos con ilusión y esfuerzo durante mucho tiempo. También se puede experimentar la rebeldía de no querer aceptar algunos acontecimientos o circunstancias que contrarían y hacen sufrir. Siempre, pero especialmente en tales momentos, resulta necesario, como aconsejaba don Álvaro en una de sus cartas, que renovemos el propósito de recomenzar a aprender a ser humildes [10]: pidiendo al Señor la humildad, su humildad, y acudiendo a la Virgen para que nos enseñe y nos dé fuerza. Este es el sentido de las palabras del Señor: venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera [11]. Por eso cada día el alma enamorada aprende a ser humilde en la oración: “La oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo" [12]. Sólo se recupera la paz cuando, en lugar de razonar y reflexionar en nuestro interior sobre lo que nos pasa, procuramos dejar de lado esas preocupaciones y volvemos a Cristo.
"Alma, calma" [13]. Estas palabras, que tanto gustaban al Fundador, sintetizan todo un programa de vida por el que el alma, contando con la gracia divina, se enfrenta con ardor y prudencia a cualquier dificultad. Cuando se vive así, se cumple lo que enseñaba San Josemaría: "todas aquellas contradicciones que tantas veces nos han hecho sufrir, no han sido causa de que perdiésemos en ningún momento la alegría ni la paz, porque hemos podido experimentar cómo el Señor saca dulzura –miel sabrosa– de las rocas áridas de la dificultad: de petra, melle saturavit eos (Ps 80, 17)" [14].
Nuestra Madre Santa María nos hace presente la necesidad de ser humildes, para vivir cerca de Dios. Ella es modelo de alegría, precisamente porque también lo es de humildad: proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava [15].