"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de septiembre de 2021

SAN MATEO, Dios nunca se cansa de perdonar

 


Evangelio (Mt 9, 9-13)


Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.


Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».


Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores».


Comentario


¡Qué tiene la mirada de Jesucristo que cambia radicalmente el corazón, lo transforma, lo sana!


Jesús atraviesa las callejuelas de Cafarnaúm y va decidido al lugar donde trabaja Leví, el publicano, el recaudador de impuestos para los romanos, el odiado por sus propios conciudadanos, el despreciado, el traidor.


Se detiene, no tiene prisa, y le mira.


Con esos ojos misericordiosos, como nadie le había mirado antes.


Y le abrió el corazón, lo hizo libre, lo sanó, lo llenó de esperanzas.


En esos ojos Leví vio la mirada de Dios que ve más allá de lo que ven nuestros ojos.


Más allá de las apariencias, de nuestros pecados, de nuestros fracasos, de nuestra indignidad.


En Leví, Jesús ve a Mateo.


Ve su historia de amor, de servicio, de entrega, de fidelidad, de felicidad.


También hoy, cada día, Jesús quiere fijar su mirada en nosotros.


“Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151).


Nosotros, que estamos también sentados en nuestro banco, buscando ser felices a nuestra manera, acumulando tiempo y bienes para nosotros mismos, incapaces de darnos a los demás, cansados de que pasen los días sin atrevernos a arriesgar.


El encuentro de Jesús con Mateo nos interpela y demanda nuestra confianza: si Jesús pudo transformar a un recaudador en un servidor, a un traidor en su amigo íntimo, también puede transformarnos a nosotros, pecadores, en hijos de Dios, en sus amigos íntimos.


Para ello debemos hacer como Mateo: sentirnos en peligro, enfermos, necesitados de esa mirada que infunde esperanza porque ve en cada uno, pecadores, al hombre soñado por Dios.


PARA TU ORACION


«Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo»[1]. La liturgia de la Iglesia nos hace considerar que la Omnipotencia Divina, además de mostrarse en la grandeza de la Creación y en los prodigios y milagros obrados por Cristo, se revela de forma especial en su infinita capacidad de perdonar: ninguna ofensa logra endurecer su Corazón siempre abierto a la misericordia. San Josemaría era bien consciente de esto: Un Dios que nos saca de la nada, que crea, es algo imponente. Y un Dios que se deja coser con hierros al madero de la cruz, por redimirnos, es todo Amor. Pero un Dios que perdona, es padre y madre cien veces, mil veces, infinitas veces[2].


Encontrarse con Jesucristo


Las páginas del Evangelio testimonian el afán constante de Jesús para manifestar su misericordia: el paralítico que unos amigos descuelgan del techo[3], la pecadora en casa del fariseo Simón[4], y la mujer sorprendida en adulterio[5] obtienen una comprensión y un perdón que supera cualquier expectativa. Estos personajes se encontraron con aquel a quien el Padre había enviado para reconciliar todos los seres consigo, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la cruz[6].


Esta misión de Jesús de reconciliar a los hombres con Dios se prolonga en la Iglesia. Nuestro Señor dice a los Apóstoles en el día del triunfo de su Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos[7].


La alegría de la misericordia


La misericordia de Dios desea alcanzar a todos los hombres y mujeres de la tierra. En el sacramento de la Penitencia somos destinatarios del perdón del Señor, así como lo fueron el paralítico de Cafarnaún y la mujer adúltera. De este modo, nos identificamos con los principales protagonistas de las parábolas más conmovedoras que nos trasmite el evangelista Lucas: el hijo pródigo y el viajero asaltado por maleantes y curado por el buen samaritano. Sí, en cada confesión Jesús limpia nuestras heridas -grandes o pequeñas-, nos alivia con el aceite de la esperanza, y corre con los gastos de nuestra recuperación.


La confesión frecuente es una práctica arraigada en la tradición de la Iglesia, que ha dado grandes frutos de santidad. Manifiesta los deseos de apartar todo lo que pueda enfriar el amor a Dios, y de beneficiarse del carácter terapéutico de este sacramento, de querer ser un apóstol más al que Jesús lava los pies. Independientemente de si los pies tienen manchas arraigadas o simple polvo del camino, es siempre Cristo el que nos lava. Por eso, ¡qué lógico es que el alma sienta necesidad de acudir con regularidad a este encuentro purificador! ¡Y qué pena sería soslayarlo por comodidad o desorden; en definitiva por falta de amor! En cambio, cada vez que acudimos al sacramento del perdón es como decir a Dios: «Señor me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores»[8].


EL PROBLEMA ES QUE NOSOTROS NOS CANSAMOS, NO QUEREMOS, NOS CANSAMOS DE PEDIR PERDÓN

Por esto la Iglesia recomienda vivamente la confesión habitual, porque «ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso»[9].


En este sentido, el Papa Francisco nos anima a acudir con frecuencia a este sacramento, sin que la experiencia constante de nuestra poquedad sea un motivo para el desaliento. En las conocidas palabras que pronunció antes del rezo de su primer Ángelus como Pontífice, en la plaza de san Pedro, recordaba que «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. (…) Él es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros»[10]. Cuando sabemos abrir el alma con sencillez y regularidad, mostrando también las faltas que cometemos repetidamente en nuestras vidas, percibimos la proximidad de Dios: el deseo de un Padre de estar siempre cerca de su hijo.


Fuerza para recomenzar


Es significativo que Benedicto XVI, hablando a unos niños que se preparaban para recibir la Primera Comunión, les haya dicho: «Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana. Resumiendo, dos cosas: sólo es necesario confesarse en caso de pecado grave, pero es muy útil confesarse regularmente para mantener la limpieza, la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida»[11].


La Confesión, por tanto, actúa como luz y como fuerza para combatir las inclinaciones que nos tiran para abajo: la gracia sacramental y la generosa satisfacción del penitente tienen carácter medicinal y sana, en parte, las reliquias que el pecado deja siempre en el alma. Acudid semanalmente (…) al sacramento del divino perdón. Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes, y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos[12].


Al mismo tiempo, sabemos que no estamos solos en la lucha por corresponder al amor de Dios. La decisión de una persona de convertirse o alejarse de Él incide en los demás miembros del Cuerpo de Cristo. En la parábola del hijo pródigo es fácil imaginarse, por ejemplo, cómo afectaría la repentina y dolorosa marcha del hijo: en los días posteriores probablemente habría caras largas, los jornaleros sentirían lástima al ver al Padre esperando cada día a su hijo, el trabajo se haría más costoso y quizá, con cierto desánimo, se cruzarían pocas palabras en su día a día.


Más adelante, cuenta san Lucas que, al volver el hijo a casa, se pusieron a celebrarlo[13]. La fiesta por la conversión del hijo se extendió a todo el hogar paterno. Los criados harían propia la alegría del Padre y ahora, quizá, les resultaría más fácil y llevadero realizar cualquier tarea doméstica. Ciertamente la vuelta repentina del hijo supondría trabajar con cierta prisa en la preparación de la fiesta. Sin embargo, nos imaginamos a los trabajadores accediendo con gusto a los requerimientos del Padre: Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado[14]. En efecto, la Iglesia nos enseña que, por la comunión de los santos, nuestra correspondencia a la gracia de Dios -también cuando consiste en volver a la casa del Padre- fortalece e impulsa a los demás fieles en su vida cristiana.


Una ayuda para llegar a puerto


¡A diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta![15]. La confesión frecuente constituye una forma de dirección y acompañamiento espiritual, sobre todo si se acude habitualmente -lo que es muy recomendable, en el marco de la plena libertad personal de cada fiel- al mismo ministro del sacramento. Ese confesor, al conocer poco a poco el alma del penitente, su carácter y circunstancias personales de familia, trabajo y salud, está en condiciones de dar el consejo oportuno, animar en la lucha y formar la conciencia. Además, la frecuencia del examen previo a la confesión va mejorando el juicio sobre la propia conducta, impulsa a buscar orientación, y acrecienta la humildad y el dolor de amor. Por eso, san Josemaría aconsejaba: Preparad vuestra confesión semanal, y hacedla con mucha delicadeza. A mí me da tanta alegría acudir a este medio de la gracia, porque sé que el Señor me perdona y me llena de fortaleza. Y estoy persuadido de que, con la práctica piadosa de la Confesión sacramental, se aprende a tener más dolor y, por tanto, más amor[16].


Conviene, por tanto, que el examen ayude a descender a la raíz de los pecados y faltas para detectar aquello que pueda ofender a Dios y alejarnos de Él, aunque se traten de pequeñas cosas. La práctica de realizar un breve examen de conciencia al final del día resulta muy útil: ahí, por ejemplo, ante una falta podemos pensar: “esto lo paso por la confesión”, y nos llenamos de esperanza al saber que la gracia sacramental nos ayudará para afrontar la lucha en ese campo donde habíamos tenido una derrota. El esfuerzo del examen, con la luz del Espíritu Santo, y la compunción abren inmediatamente el alma a la gracia, que ya inicia a sanar y fortalecer.


En este camino hacia la santidad, es en efecto el divino Paráclito quien se ocupa de formar progresivamente en nuestra vida los rasgos del rostro de Cristo y quien nos ayuda a recuperar la semejanza divina perdida con el pecado. Es Él quien nos sugiere e impulsa a realizar con regularidad la confesión de nuestros pecados, y nos hace experimentar en el sacramento la ternura del Padre, el amor del Hijo, y la fuerza del Espíritu más potente que todo pecado.


De la experiencia de nuestros límites y de un arrepentimiento sincero el Espíritu Santo, pastor de nuestras almas[17] nos obtiene una mayor humildad y el dolor de amor que nos hacen progresar en la vida cristiana: «cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz»[18]. Recibir con frecuencia el perdón divino conduce, además, de la mano de la Virgen, Mater misericordiae, a ser también misericordiosos con el prójimo, nos asemeja a Dios en aquello que más y mejor manifiesta su poder: la capacidad de perdón y de misericordia.