"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de octubre de 2021

DEBILIDAD FRAGILIDAD


 Evangelio
(Mc 10, 2-16)


Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es lícito al marido repudiar a la mujer.


Él les respondió: —¿Qué os mandó Moisés?

Moisés permitió escribir el libelo de repudio y despedirla —dijeron ellos.


Pero Jesús les dijo: —Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.

Y les dijo: —Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.

Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían.

Al verlo Jesús se enfadó y les dijo: —Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.

Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.


Comentario


En este evangelio, Jesucristo aprovecha una pregunta capciosa de los fariseos para hablar del estatuto íntimo de toda relación: el amor que se entrega, que se dona, que da vida.


Le preguntan si, tal y como está dicho en la Escritura, un hombre puede repudiar a su mujer. Jesucristo les mostrará otro camino, otra lógica. El camino y la lógica de las cosas divinas.


El punto de partida es una pregunta sobre la licitud: ¿es lícito o no lo es? Ahora bien, esa pregunta, en el ámbito del amor, es una pregunta mediocre. La lógica de lo lícito o ilícito es la lógica de lo que se puede hacer o no, la lógica de los derechos y deberes, la lógica de los límites de la acción de uno y de la acción del otro, la lógica, en el fondo, de la propia afirmación personal. Y esa lógica llena de tristeza el corazón, lo endurece. Podemos hacer cientos de actos lícitos y, sin embargo, que estén vacíos de amor.


La lógica divina es otra. Está más allá de la lógica humana de los fariseos. Porque el amor va más allá de lo debido.


Nadie que se enamora le dice a la otra persona: “contigo podré cumplir lo que es lícito y evitar lo que es ilícito”. Ese amor muere. Porque el amor requiere el encuentro, compartir la intimidad, abrazar las debilidades y fragilidades del otro, perdonarse, descubrir la belleza de la persona amada, ser fecundos, soñar juntos, …


Cuando uno se queda en la lógica de esto se puede hacer, esto no; cuando nos cerramos a la novedad, nos cerramos al amor. Ya no hay relación de amor, sino relación de interés.


Jesucristo propone una nueva perspectiva: nos habla del principio de la creación, del proyecto de Dios. Hay un diseño de vida y belleza para nuestras vidas.


Si uno vive la vida, la relación con Dios y con los demás, reducido a lo que es lícito o ilícito, la vive de modo frío y estático. Si, en cambio, la vive sabiendo que Dios la está mirando con admiración, uno se dará cuenta de que Dios forma parte de la propia historia, de que quiere vivir la vida de cada uno desde el amor.


Si uno sabe que Dios le está mirando con admiración, se dará cuenta de que los defectos del otro (marido, mujer, hijos, hermanos, amigos, …) forman parte de la propia aventura para aprender el arte de amar, el arte de asemejarse a Jesús.


¿Cuándo hay que amar al otro? ¿Sólo cuando es perfecto, sin defectos, simpático, puntual, útil; o más bien, cuando es débil, frágil, pobre y se equivoca?


Todos estamos llamados a relaciones de fidelidad, relaciones donde tendremos siempre millones de excusas para repudiar al otro (marido, mujer, hijos, hermanos, familiares, amigos, compañeros, …).


Pero, si el otro solamente tiene derecho al amor cuando se lo merece, entonces uno no sabe amar, tiene un corazón de piedra, endurecido. En ese corazón no está la imagen esplendorosa de Dios. Está ofuscada, escondida.


Y para entender esto es preciso aprender el arte de la pequeñez y de la debilidad, el arte de ser como niños. La segunda parte del evangelio no está ahí por casualidad.


Amar de verdad, requiere estar en la vida como los niños, como quienes tienen siempre algo nuevo que aprender. Aprender de las dificultades, de las tribulaciones, de las desilusiones.


Si el otro está en función de nuestra propia realización, de lo que debe, de lo que sirve; el otro siempre será insuficiente. Por el contrario, si uno percibe esa mirada de Dios sobre uno y sobre los demás, querrá aprender de esa mirada cada día: como un niño aprende de la mirada amorosa de sus padres.


El secreto de esta vida no es que seamos perfectos, fuertes, simpáticos, sin defectos. El secreto de la vida es llegar a ser amados en nuestra debilidad y fragilidad y amar al otro en su debilidad y fragilidad. Es poder decir: soy fiel a la persona a la que amo.


Y Jesucristo siempre viene en ayuda de nuestra debilidad. No hay ninguna relación que no esté llamada a experimentar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo: la capacidad de perderse a sí mismo para ganar al otro, para dar vida al otro, para darse al otro en todas las situaciones. Nuestra grandeza inicia cuando, en Jesucristo, nos perdemos por amor, cuando nos atrevemos a entrar en su lógica de la eternidad, de la donación, de la entrega.


PARA NUESTRO RATO DE ORACION


En el evangelio al pricipo leemos la larga cadena de generaciones que han esperado al Mesías: de Abraham a David y hasta san José. Nosotros hemos nacido mucho después pero somos herederos de la misma promesa. No es fácil imaginar los sentimientos de tantas generaciones del pueblo judío que esperaban al Mesías prometido. La liturgia nos ofrece una pista, al mirar la magnitud del alegre estallido ante la inminente llegada de Jesús: «Exulta, cielo; alégrate, tierra» (Is 49,13).

Abraham es el comienzo de esta larga cadena, el primero de una familia que durará para siempre. Se fio del Señor y su promesa se ha cumplido: «Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas» (Gn 15,5). Dios se ha servido de su fidelidad y de la de tantos otros para enviarnos a su Hijo y hacer posible de nuevo la intimidad de Dios con los hombres. Nuestra dignidad fue restaurada y elevada a un grado impensable: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2,9). El alma se nos llena del gozo profundo de sabernos salvados, rescatados y curados: «Por eso, con los ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria»[2].

Puede que nuestro canto no suene siempre afinado, pero el Espíritu Santo nos envuelve con sus «gemidos inenarrables» (cfr. Rm 8,26). Comprobamos día tras día cuánto nos gustaría poder responder con la misma medida de Dios. No cabe en palabras el deseo divino de encontrarse con nosotros ni su insistencia: catorce generaciones de Abraham a David, catorce hasta la deportación a Babilonia y otras catorce hasta Cristo (cfr. Mt 1,17). Enseguida viene el grito divino en nuestro socorro: «No temas». Es el mismo Dios quien se alegrará y dará gracias en nosotros.


TODOS tenemos nuestro árbol genealógico. Jesucristo ha querido tener el suyo. Y en María, su madre, Dios mismo se cruza en el camino de los hombres, uniéndose para siempre a nosotros. Asume la necesidad de esperanza de toda la humanidad, de todas las épocas. Con la encarnación, Dios no rechaza nada de lo humano, carga con el relato de cada persona para ofrecer a todos un lugar en la vida eterna. El Creador del cielo y de la tierra ha querido pertenecer a la familia humana.

«En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra»[3]. Cuántas veces nos parece que Dios no puede estar donde hay debilidad, fragilidad o mediocridad. Si no nos conformamos con el pecado, sino que nos ilusionamos por abrazar los verdaderos bienes de la vida, entonces la humildad de Dios no rechaza el establo de nuestro corazón; trae el cielo a nuestra vida ordinaria, a nuestra casa, a cada instante.

Esa lista larga de nombres experimentó, durante muchas generaciones, un ansia que solo llenaría Jesús. Algunos, probablemente, no comprendieron bien lo que esperaban. Otros, en su confusión, buscaron ídolos aparentemente más cercanos y accesibles. Esa misma ansia de salvación sigue latiendo hoy en todas las personas, muchas veces sin que los protagonistas puedan ponerla en palabras o consigan comprenderla con claridad. Nosotros tenemos la suerte de conocer esa buena noticia que se da en Navidad, esperamos a Jesús, y nos encantaría que llegase hasta el corazón más necesitado del último rincón de la tierra.


«TE BENDECIMOS, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil»[4]. Algunas veces suele suceder que nosotros hacemos justo lo contrario a ese movimiento divino: nos consideramos grandes y poderosos. Bien lo sabía san Agustín: «Tú, hombre, quisiste ser Dios y pereciste. Él, Dios, quiso ser hombre y te salvó. ¡Tanto pudo la soberbia humana que necesitó de la humildad divina para curarse!»[5].

Es Cristo quien nos eleva en sus hombros hasta el cielo. La soberbia concede una gloria muy efímera; dura escasos minutos y enseguida cobra su precio. Rápidamente desasosiega e inquieta. Necesita constantemente nuevos motivos para destacar sobre los demás. Nunca da paz ni sacia. San Josemaría era consciente de esta debilidad nuestra: «Conozco un borrico de tan mala condición que, si hubiera estado en Belén junto al buey, en lugar de adorar, sumiso, al Creador, se hubiera comido la paja del pesebre…»[6].

El amor de Dios, por el contrario, es capaz de llenar nuestro corazón como nadie lo ha hecho nunca. Al hablar de su cariño, siempre vamos a quedarnos cortos. Es mucho más lo que no sabemos de su inmenso amor que lo que alcanzamos a comprender sobre él. Santa María que, como dice el prefacio de la Misa de hoy, «lo esperó con inefable amor de Madre», nos contará en la intimidad de la oración esos secretos que conoce de primera mano. Una madre siempre sabe, con un gesto, con una caricia, explicar lo que no cabe en palabras.