En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
— ¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?
Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:
— En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.
Comentario
Nos cuenta el evangelio de hoy que en una ocasión, cuando Jesús estaba con sus discípulos, “llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (vv. 2-4). Cuando Jesús habla de hacerse como niños no está diciendo una ingenuidad, ni hablando en un lenguaje meramente figurado, sino que está desvelando una realidad profunda que ayuda al hombre a penetrar en su propio misterio, que le hace caer en la cuenta de la importancia de los valores que cada ser humano trae consigo al mundo y que se expresan espontáneamente en su infancia. La pérdida de la sencillez, la sinceridad, el amor candoroso, la capacidad de admirarse ante la grandeza o la belleza de las cosas, la confianza y tantos otros valores que son propios de la condición infantil no supone un logro de la madurez, sino una limitación que conviene restaurar.
Jesús, cuando hablaba del amor de Dios Padre por los niños y por los que se hacen como niños, señaló: “Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos” (v. 10). “Fundada en éste y en otros textos inspirados –recordaba Mons. Javier Echevarría-, la Iglesia enseña que ‘desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión’[1]. Y hace suya una afirmación frecuente en los escritos de los Padres de la Iglesia: ‘Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida’[2]. De entre los espíritus celestiales, los ángeles custodios han sido colocados por Dios al lado de cada hombre y de cada mujer. Son nuestros cercanos amigos y aliados en la pelea que nos enfrenta –como afirma la Escritura– a las insidias del diablo”[3]. Por eso San Josemaría recomienda: “acude a tu Custodio, a la hora de la prueba, y te amparará contra el demonio y te traerá santas inspiraciones”[4].
En un día como hoy, el dos de octubre de 1928, día de los ángeles custodios, nació el Opus Dei. Quiso Dios poner en el corazón bien dispuesto de san Josemaría, la inquietud divina de hacer llegar a todo el mundo una llamada universal a buscar la santidad en su vida ordinaria, santificando las realidades profesionales y familiares de la vida cotidiana.
Cada año, en esta fecha, su corazón se alzaba con sencillez infantil al Señor en acción de gracias y acudía a su ángel custodio para que le ayudara a tratar a Dios con plena intimidad, con toda su mente y todo su corazón. “Esta mañana –escribía el 2 de octubre de 1931, tres años después- me metí más con mi Ángel. Le eché piropos y le dije que me enseñe a amar a Jesús, siquiera, siquiera, como le ama él”[5]. Y su oración discurrió por un cauce profundo y sereno: “¡Qué cosas más pueriles le dije a mi Señor! Con la confiada confianza de un niño que habla al Amigo Grande, de cuyo amor está seguro: Que yo viva sólo para tu Obra –le pedí–, que yo viva sólo para tu Gloria, que yo viva sólo para tu Amor [...]. Recordé y reconocí lealmente que todo lo hago mal: eso, Jesús mío, no puede llamarte la atención: es imposible que yo haga nada a derechas. Ayúdame Tú, hazlo Tú por mí y verás qué bien sale. Luego, audazmente y sin apartarme de la verdad, te digo: empápame, emborráchame de tu Espíritu y así haré tu Voluntad. Quiero hacerla. Si no la hago es... que no me ayudas. Y hubo afectos de amor para mi Madre y mi Señora, y me siento ahora mismo muy hijo de mi Padre-Dios”[6].
PARA TU RATO DE ORACION:
La biografía “El Fundador del Opus Dei” recoge algunos textos de los Apuntes íntimos desan Josemaría. Con motivo del 80 aniversario de la Fundación de la Obra, ofrecemos una selección de escritos del santo sobre aquel 2 de octubre.
Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática- di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles .
Una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que -se puede decir- casi ni siquiera existe ..., todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo.
Hemos de estar siempre de cara a la muchedumbre, porque no hay criatura humana que no amemos, que no tratemos de ayudar y de comprender. Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth V, 48); sed perfectos, como lo es vuestro Padrecelestial.
Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa -homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo.
Lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre,pasando por alto -también con elegancia humana- las cosas que molestan, que fastidian: sergenerosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.
El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria. En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio -como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida-, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas las virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia...Estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!
Desde aquel día el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra. Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva -sin darnos cuenta - a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada.
Quería Jesús, indudablemente, que clamara yo desde mis tinieblas,como el ciego del Evangelio. Y clamé durante años, sin saber lo que pedía. Y grité muchas veces la oración ut sit!, que parece pedir un nuevo ser... Y el Señor dio luz a los ojos del ciego -a pesar de él mismo (del ciego)- y anuncia la venida de un ser con entraña divina, que dará a Dios toda la gloria y afirmará su Reino para siempre.
Nos ha elegido el mismo Jesucristo, para que en medio del mundo -en el que nos puso y del que no ha querido segregarnos- busquemos cada uno la santificación en el propio estado y - enseñando, con el testimonio de la vida y de la palabra, que la llamada a la santidad es universal promovamos entre personas de todas las condiciones sociales, y especialmente entre los intelectuales, la perfección cristiana en la misma entraña de la vida civil.
Jesús es el Modelo: ¡imitémosle! Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas.Christum regnare volumus, Deo omnis gloria, Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam. Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas.
Pidamos a Dios una voluntad de hierro, que, unida a la gracia divina, nos lleve a terminar para toda la gloria de Dios, su Obra, a fin de que Cristo-Jesús efectivamente reine, porque todos con Pedro irán a El, por el único camino, ¡María!
HISTORIA: Trascendencia de un acontecimiento: 2 de octubre de 1928. Datos para la comprensión histórico-espiritual de una fecha.
Prescribía el Código de Derecho Canónico que los sacerdotes seculares se retirasen, al menos cada tres años, para unos Ejercicios Espirituales. La praxis iba, en la España de los años veinte, más allá de la ley, y bastantes sacerdotes solían hacerlos anualmente. Para facilitar esa práctica, en la diócesis de Madrid se organizaban diversas tandas, algunas de ellas en la Residencia de los Misioneros de San Vicente de Paúl. Era esta Residencia un amplio caserón, con fachada de ladrillo visto, construido a fines del siglo XIX, según el estilo y la disposición corrientes en muchos edificios religiosos de aquel tiempo: de planta rectangular y cuatro pisos de altura, la edificación se estructuraba en torno a un gran patio central; en el interior, amplios y largos pasillos daban acceso a las habitaciones, sencillas y austeras.
Allí se dirigió Josemaría Escrivá de Balaguer el 30 de septiembre de 1928 para participar en una tanda de Ejercicios destinada a durar hasta el 6 de octubre. El segundo día de ese retiro espiritual, el martes 2 de octubre, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, después de haber celebrado la Santa Misa, revivió, recogido en su habitación, los afanes que, desde hace once años, Dios ha sembrado en su alma. A lo largo de todo ese tiempo, el Señor le había ido sugiriendo horizontes y concediendo luces que estaban como grabadas a fuego en su corazón y en su mente.
Para garantizar el recuerdo, había adoptado además la precaución de tomar algunas fichas. Esa mañana sacó una vez más esas fichas y se dispuso a ordenarlas para releerlas y meditarlas(62). De pronto las anotaciones que tiene ante sus ojos se desvanecen. Una vez más, y ahora con particular plenitud, Dios se mete en su vida y le hace ver, como iluminados por un foco de potentísima luz, los presentimientos y atisbos anteriores, a la par que los completa y los proyecta hacia el futuro. Las diversas inspiraciones y llamadas, su esfuerzo personal por ser fiel a los dones divinos, las ilusiones
y afanes que las anteriores intervenciones de Dios habían suscitado en su alma, todas esas realidades, que eran hasta entonces como piezas sueltas de un mosaico aún sin componer, adquieren de repente sentido preciso bajo la luz superior que Dios ahora le comunica y que lo sitúa ante un proyecto divino claro y decisivo.
En meses y años posteriores nuevas iluminaciones divinas irán completado el mosaico, pero ya desde ahora, desde ese 2 de octubre de 1928, conoce el camino que Dios le traza, lo que Dios quiere, el porqué de los vericuetos a través de los cuales el Señor le ha ido llevando, lo que debe ser su vida en lo sucesivo, lo que serán —como fruto de cuanto Dios ahora le manifiesta— las vidas de miles y miles de personas, en todo el mundo, a lo largo de los siglos.
Con la conmoción propia de quien es objeto de una intervención extraordinaria de Dios, el Beato Josemaría Escrivá, en la tranquilidad de aquella mañana del 2 de octubre de 1928, percibió con luz especialísima la universalidad de la llamada de Dios, y ante su vista se abrió un panorama amplísimo, ilimitado, de cristianos de las más diversas condiciones y latitudes santificándose en medio de las ocupaciones profesionales y de los quehaceres más diversos: artesanos y obreros, campesinos y hombres de negocios, profesores universitarios y personas de poca cultura, casados y solteros..., todos, sin excepción, llamados por Dios a la intimidad con Él; todos, allá donde estén, en el taller, en la fábrica, en la sencillez del propio hogar, en la quietud de los campos o en el ajetreo de la vida ciudadana, pueden y deben realizar con plenitud su condición de cristianos, amando el mundo como lugar del encuentro con Cristo y de la manifestación de su gracia.
Para eso lo quiere Dios, para eso sembró hace ya años la inquietud en su alma: para que dedique su vida entera a propagar entre los hombres la llamada divina a la santificación, promoviendo una obra —a la que más adelante designará con el nombre de Opus Dei— cuyo fin sea precisamente difundir la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado en medio del mundo, entre personas entregadas a las más variadas tareas civiles y seculares. «Padre, ¿y aquel 2 de octubre de 1928...?», rememorará años más tarde, el 2 de octubre de 1964. «Aquel día —prosiguió diciendo— el Señor, en su Providencia, quiso que en el seno de la Iglesia Santa, de la Iglesia Católica, que por ser romana es universal, naciera esta pequeña simiente que hoy está produciendo frutos en tantos miles de corazones de todas las razas, de tantos países»(63).
Y mientras eso ocurría, mientras la luz de Dios invadía su alma, las campanas de una iglesia cercana, la de Nuestra Señora de los Ángeles, repicaban festejando a su patrona. Su sonido, atravesando la distancia, llega claro y distinto hasta el lugar en que se encuentra, constituyendo como el contrapunto de su honda vivencia interior. «Nunca han dejado de sonar en mis oídos esas campanas», dirá después, muchas veces(64).
A lo largo de su vida, el Fundador de la Obra tuvo que referirse en bastantes ocasiones a lo ocurrido el 2 de octubre de 1928: no podía por menos de hacerlo, como es obvio, tratándose de la fecha fundacional de la Obra. Fue siempre muy sobrio, más aún, escueto(65). De ordinario, se limitó a decir que en ese día vio — empleó siempre esta palabra— la Obra. Su resistencia a descender a detalles nacía de su humildad —siempre rehuyó todo lo que de una forma u otra, condujera a hablar de su persona—, pero también, y quizá sobre todo, de su preocupación por apartar a quienes le escuchaban de «actitudes milagreras», para conducir la atención hacia lo fundamental: la santificación de la vida ordinaria(66). «El fundamento de la Obra —decía en 1968— no son los milagros, ni las manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario, que las ha habido porque Dios ha querido, sino la filiación divina, el trabajo constante de cada día, siempre con optimismo y buena cara»(67).
Pero si fue parco en el descender a detalles, subrayó siempre con plena nitidez el punto central: la iniciativa divina. «Carísimos: en mis conversaciones con vosotros repetidas veces he puesto de manifiesto —notemos que este texto data del 19 de marzo de 1934— que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios ». A continuación, y haciendo referencia a algunos rasgos de la situación del momento, prosigue de forma aún más explícita: « La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931». «Hace muchos años —añade, completando la idea—, que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho (...). No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo »(68).
La fuerza de estas frases escritas en 1934 hace innecesarias otras citas. Insistamos sólo en un punto. La luz que el Fundador del Opus Dei recibió el 2 de octubre de 1928 no fue una inspiración genérica, sino una iluminación precisa y determinada. Ciertamente, con los años, el Señor le comunicó luces nuevas y la experiencia vivida le ayudó a profundizar en la inspiración entonces recibida, percibiendo nuevas facetas y alcanzando formas de expresión que contribuyeron a perfilar cada vez con más nitidez el espíritu y el apostolado del Opus Dei. Pero todos esos desarrollos se retrotraen al 2 de octubre de 1928 y encuentran en él su encaje(69).
Fue en ese día cuando, por reiterar su propia expresión, vio el Opus Dei.
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