Evangelio (Lc 12, 39-48)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».
Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»
El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».
Comentario
El evangelio de hoy, en continuidad con el de ayer, recoge las otras dos parábolas exhortando a la vigilancia. Jesús se dirige a sus discípulos enseñándoles a cuidar al pueblo de Dios a ellos encomendado. Los invita a vivir desde la lógica del amor, de la atención, de la ternura, de la vigilancia.
Todo cristiano es administrador de los misterios de Dios: de la vida que nos ha dado, del amor intratrinitario en el que vivimos -hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo-, de los talentos y capacidades con los que nos ha adornado, de las personas que nos ha confiado. Y nadie nos puede sustituir en esa tarea.
Cuando nos olvidamos de que todos esos bienes nos han sido confiados, cuando pensamos que los merecemos y no nos damos cuenta de por qué los tenemos, acabamos encerrados en nosotros mismos, llenos de nuestras soberbias, de nuestras envidias, de nuestros rencores, de nuestros juicios críticos. Y, entonces, no solo no cuidamos, sino que acabamos maltratando a los demás, incapaces de mirarlos con la mirada de Cristo.
Como señala Benedicto XVI, esta vigilancia significa “de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe”[1].
Jesús quiere que nuestra existencia sea fecunda, que no bajemos la guardia, para recibir con gratitud y maravillados todos los tesoros de su corazón. Quiere que estemos vigilantes para poner al servicio de los demás nuestros talentos y capacidades, nuestra sonrisa, nuestro perdón, nuestro trabajo diario, nuestra vida de fe, esperanza y amor.
Cristo nos presenta la vida como una misión: estar «al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida». Nuestra vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, o más bien, para alguien: para nuestras familias, nuestras amistades, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos. De nuestro cuidado depende, en gran medida, la felicidad eterna de esas personas.
PARA TU ORACION PERSONAL
Agradecer, ante lo bueno y ante lo malo, es saberse siempre querido por Dios: gracias por estar aquí a mi lado; gracias porque esto te importa.
Acertar con la propia vida: dar con lo esencial, apreciar lo que vale, ver venir lo malo, dejar pasar lo irrelevante. «Si la riqueza es un bien deseable en la vida, ¿hay mayor riqueza que la sabiduría, que lo realiza todo?» (Sb 8,5). La sabiduría no tiene precio: todos la querrían para sí. Es un saber que no tiene que ver con las letras, sino con el sabor, con la capacidad de percibir cómo sabe el bien. Lo expresa de modo certero el término sapientia, traducción del griego sophia en los libros sapienciales. En su significado originario, sapientia denota buen gusto, buen olfato. El sabio tiene un paladar para saborear lo bueno. Da nobis recta sapere, le pedimos a Dios, con una antigua oración[1]: haz que saboreemos lo bueno.
«CUANDO PASEN TREINTA AÑOS, ECHARÉIS LA MIRADA ATRÁS Y OS PASMARÉIS. Y NO TENDRÉIS MÁS QUE ACABAR LA VIDA AGRADECIENDO, AGRADECIENDO…»
(SAN JOSEMARÍA)
La Escritura presenta esta sabiduría como un conocimiento natural, que brota con facilidad: «la ven con facilidad los que la aman y quienes la buscan la encuentran. Se adelanta en manifestarse a los que la desean. Quien madruga por ella no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta» (Sb 6,12-14).Sin embargo, para adquirir esta connaturalidad es necesario buscarla, desearla, madrugar por ella. Con paciencia, con la insistencia del salmo: «Oh, Dios, Tú eres mi Dios, al alba te busco, / mi alma tiene sed de Ti; / por Ti mi carne desfallece, / en tierra desierta y seca, sin agua» (Sal 63,2). Y esta búsqueda es la tarea de una vida. Por eso, la sabiduría va llegando también con los años. La sabiduría, lo ha dicho el Papa tantas veces, haciéndose eco del Sirácide (cfr. Si 8,9), es lo más propio de los ancianos: ellos son «la reserva de sabiduría de nuestro pueblo»[2]. Es cierto que la edad también puede traer consigo inconvenientes como el arraigo de algunos defectos del carácter, cierta resistencia a aceptar las propias limitaciones, o dificultades para comprender a los jóvenes. Pero, por encima de todo eso, suele brillar la capacidad de apreciar, de saborear, lo verdaderamente importante. Y eso es, a fin de cuentas, la verdadera sabiduría.
A este saber se refería san Josemaría en una ocasión, hablando a un grupo de fieles de la Obra: «Cuando pasen treinta años, echaréis la mirada atrás y os pasmaréis. Y no tendréis más que acabar la vida agradeciendo, agradeciendo…»[3] A la vuelta de los años quedan, sobre todo, motivos de agradecimiento. Se desdibujan los contornos afilados de problemas y dificultades que quizá en su momento nos agitaron fuertemente, y se pasa a verlos con otros ojos, incluso con cierto humor. Se adquiere la perspectiva para ver cómo Dios le ha ido llevando a uno, cómo ha ido dando la vuelta a sus errores, cómo se ha servido de sus esfuerzos… Quienes convivían con el beato Álvaro recuerdan la frecuencia y la sencillez con que decía: «gracias a Dios». Esa convicción de que uno no tiene más que agradecer recoge, pues, un elemento esencial de la verdadera sabiduría. La que Dios va haciendo crecer en el alma de quienes le buscan, y que pueden decir, incluso antes de llegar a la vejez: «Tengo más discernimiento que los ancianos, porque guardo tus mandatos» (Sal 119,100).
Todo es bueno
Desde las estrecheces y angustias de su escondrijo en la Legación de Honduras, san Josemaría escribía en 1937 a los fieles de la Obra que estaban desperdigados por Madrid: «Mucho ánimo, ¿eh? Procurad que todos estén contentos: todo es para bien: todo es bueno»[4]. La misma tónica tiene otra carta, escrita al cabo de un mes, a los que estaban en Valencia: «Que os animéis. Que os alegréis, si, naturalmente, os habéis entristecido. Todo es para bien»[5].
«LAS MISERICORDIAS DE DIOS NOS ACOMPAÑAN DÍA A DÍA. BASTA TENER EL CORAZÓN VIGILANTE PARA PODERLAS PERCIBIR»
(BENEDICTO XVI)
Todo es bueno, todo es para bien. En estas palabras se transparentan dos textos de la Escritura. De un lado, el crescendo de alegría de Dios durante la creación, que desemboca en la conclusión de que «todo lo que había hecho (…) era muy bueno» (Gn 1,31). Del otro, aquella máxima de san Pablo ―«todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28)― que san Josemaría condensaba en una exclamación: «omnia in bonum!» Años antes, en la Navidad de 1931, esas dos fibras de la Escritura se entretejían en una anotación que daría lugar más tarde a un punto de Camino. Todo es bueno, todo es para bien. El reconocimiento por las cosas buenas y la esperanza de que Dios sabrá sacar un bien de lo que parece malo:
Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. ―Porque te da esto y lo otro. ―Porque te han despreciado. ―Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. ―Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. ―Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno[6].
Como se puede observar a simple vista, la secuencia de los motivos de agradecimiento no sigue un orden particular: si todo es bueno, lo es la primera cosa que se nos presenta, y la siguiente, y la otra… todas son motivos de agradecimiento. «Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta». Mira adonde quieras, parece decirnos san Josemaría: no encontrarás más que motivos de agradecimiento. Se refleja en estas líneas, en fin, una admiración que se desborda ante la bondad de Dios; un asombro que recuerda el cántico de las criaturas de san Francisco, en el que también todo es motivo de agradecimiento: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas (...). Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento y por el aire, y la nube y el cielo sereno, y todo tiempo, por todos ellos a tus criaturas das sustento (...). Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor»[7].
«Porque te da esto y lo otro». Cuántas cosas nos da Dios, y qué fácilmente nos acostumbramos a ellas. La salud, a la que se ha llamado «el silencio de los órganos», es quizá un ejemplo paradigmático: suele suceder que la damos por descontado hasta que el cuerpo empieza a hacerse notar; y quizá solo entonces valoramos, por su ausencia, lo que teníamos. El agradecimiento consiste aquí, en parte, en adelantarse; en afinar el oído para percibir el silencio, la discreción con la que Dios nos da tantas cosas. «Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar solo la fatiga diaria (…). Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente qué bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes»[8].
AGRADECER A DIOS ES DISFRUTAR CON ÉL DE LAS COSAS BUENAS QUE NOS DA, PORQUE EN COMPAÑÍA DE LAS PERSONAS QUERIDAS SIEMPRE SE DISFRUTA MÁS
Sería empequeñecer este agradecimiento pensar que se trata simplemente de la respuesta a una deuda de gratitud. Es mucho más: precisamente porque consiste en saborear lo bueno, agradecer a Dios es disfrutar con Él de las cosas buenas que nos da, porque en compañía de las personas queridas siempre se disfruta más. Hasta lo más prosaico puede ser entonces motivo para pasarlo bien; para no tomarse demasiado en serio; para descubrir la alegría de vivir «en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien (…) No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!»[9]
Todo es para bien
Acordarse de agradecer las cosas buenas que Dios nos da es ya en sí mismo un reto. ¿Qué decir de las cosas menos agradables? «Porque te han despreciado»: porque te han tratado con frialdad, con indiferencia; porque te han humillado; porque no han valorado tus esfuerzos... «Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes». Es cuando menos sorprendente la tranquilidad con la que tener y no tener aparecen aquí bajo el mismo signo. ¿Realmente es posible agradecer a Dios la falta de salud, trabajo, tranquilidad? Dar gracias porque te falta tiempo ―cuántas veces eso nos hace sufrir―; porque te faltan los ánimos, las fuerzas, las ideas; porque esto o aquello te ha salido mal… Pues sí: también entonces, nos dice san Josemaría, dale gracias a Dios.
Esta actitud nos devuelve a las contradicciones que san Josemaría atravesaba cuando escribía esas cartas desde la legación de Honduras, y al contexto de sufrimiento del que surgió la anotación que está en el origen de este punto de Camino[10]. La invitación a agradecer lo malo, que aparece de un modo más explícito páginas adelante, tiene su origen en una anotación de cinco días antes: «Paradojas de un alma pequeña. ―Cuando Jesús te envíe sucesos que el mundo llama buenos, llora en tu corazón, considerando la bondad de Él y la malicia tuya: cuando Jesús te envíe sucesos que la gente califica de malos, alégrate en tu corazón, porque Él te da siempre lo que conviene y entonces es la hermosa hora de querer la Cruz»[11].
A pesar de su cercanía en el tiempo, esta consideración se sitúa en el marco de otro capítulo de Camino, uno de los dos que versan sobre la infancia espiritual. Sale así a la luz una clave desde la que se puede comprender el clima espiritual de esa disposición a dar gracias a Dios «por todo, porque todo es bueno». Si el agradecimiento es un signo de la sabiduría que acompaña a la edad y a la cercanía con Dios, solo surge donde hay una actitud de «abandono esperanzado»[12] en las manos de Dios; una actitud que san Josemaría descubrió por la vía de la infancia espiritual: «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? —Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: «¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...»[13]
Agradecer lo malo no es, desde luego, algo que surja espontáneamente. De hecho, al principio puede parecer incluso algo teatral o incluso ingenuo: como si negáramos la realidad, como si buscáramos consolación en… un cuento para niños. Sin embargo, agradecer en esas situaciones no es dejar de ver, sino ver más allá. Nos resistimos a agradecer porque percibimos la pérdida, la contrariedad, el desgarro. Nuestra mirada está todavía muy pegada a la tierra, como sucede al niño a quien le parece que se hunde el mundo porque se le ha roto un juguete, porque se ha tropezado, o porque querría seguir jugando. En el momento es un pequeño drama, pero al rato seguramente se le pasa. «En la vida interior, nos conviene a todos ser (…) como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta ―cuando resulta preciso― el consuelo de sus padres»[14].
AGRADECER LO MALO NO ES DEJAR DE VER, SINO VER MÁS ALLÁ
El agradecimiento del que nos habla san Josemaría no es una especie de manto que cubre lo desagradable, como por arte de magia, sino un gesto por el que levantamos la mirada a nuestro Padre Dios, que nos sonríe. Se abre paso así a la confianza, un abandono que pone en un segundo plano la contrariedad, aunque nos siga pesando. Agradecer cuando algo nos duele significa aceptar: «La mejor manera de expresar gratitud a Dios y a las personas es aceptarlo todo con alegría»[15]. Seguramente lo primero que sale no es un grito de alegría; quizá todo lo contrario. Aun así, aunque el alma se rebele, agradecer: «Señor, no es posible… no puede ser… pero gracias»; aceptar: «yo querría tener más tiempo, más fuerzas… yo querría que esta persona me tratara mejor… yo querría no tener esta dificultad, este defecto. Pero Tú sabes más». Pediremos a Dios que arregle las cosas como nos parece que deberían ser, pero desde la serenidad de que Él sabe lo que hace, y de que saca bienes de donde quizá solo vemos males.
Agradecer lo malo, siempre con palabras de la misma temporada del «gracias por todo», supone «creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños»[16]. Más allá de la forma particular que tome ese abandono en la vida interior de cada uno, esta actitud delinea la convicción de que ante Dios somos muy pequeños, y que así son nuestras cosas. Y, a pesar de eso, a Dios le importan, y más que a nadie en el mundo. De ahí surge en realidad el agradecimiento de saberse querido: gracias por estar aquí a mi lado; gracias porque esto te importa. En medio de la aparente lejanía de Dios, percibimos entonces su cercanía: le contemplamos en medio de la vida ordinaria, porque los problemas forman parte de la vida ordinaria. Bajo las cuerdas de la adversidad, surge así el motivo más profundo por el que agradecemos lo bueno y lo malo: gracias, porque encuentro el Amor por todas partes. El verdadero motivo de acción de gracias, la raíz misma de la acción de gracias, es que Dios me quiere, y que todo en mi vida son ocasiones de amar y de saberme amado.
En el sufrimiento por lo que nos falta, por la frialdad, las carencias, las consecuencias de nuestros errores… se esconden, pues, oportunidades para recordar, para despertarnos al Amor de Dios. Caemos en la cuenta de que, aunque nos cueste renunciar a algo, aunque nos cueste aceptar el dolor o la limitación, ¿qué es lo que nos quita eso, después de todo, si tenemos el Amor de Dios? «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?» (Rm 8,35).
«LA MEJOR MANERA DE EXPRESAR GRATITUD A DIOS Y A LAS PERSONAS ES ACEPTARLO TODO CON ALEGRÍA»
(SANTA TERESA DE CALCUTA)
Resulta posible, así, dar «gracias por todo, porque todo es bueno». La locura cristiana de agradecerlo todo tiene su origen en la filiación divina. Quien se ha dado cuenta de que tiene un Padre que le quiere no necesita, en realidad, nada más. A un Padre bueno, sobre todo, se le agradece. Así es el amor de Jesús por su Padre: Jesús es todo Él agradecimiento, porque lo ha recibido todo de su Padre. Y ser cristiano es entrar en ese amor, en ese agradecimiento: Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas (cfr. Jn 11,41-42).
No te olvides de agradecer
«Bendice, alma mía, al Señor, no olvides ninguno de sus beneficios» (Sal 103,2). En la Escritura, Dios nos invita con frecuencia a recordar, porque sabe que vivimos habitualmente en el olvido, como los niños que andan con sus juegos y no se acuerdan de su padre. Dios lo sabe, y lo comprende. Pero nos atrae suavemente a sus brazos, y nos susurra de mil modos: recuerda. Agradecer es también, pues, una cuestión de memoria. Por eso el Papa habla con frecuencia de «memoria agradecida»[17].
La disposición a agradecer lo que nos contraría, asombrosa como pueda ser, facilita de hecho acordarse de dar gracias a Dios ante las cosas agradables. Por lo demás, la vida de cada día nos brinda muchas ocasiones para hacer memoria: detenerse un instante a bendecir la mesa, a agradecer que Dios nos da algo que llevarnos a la boca; dedicar un tiempo de la acción de gracias de la Misa o de nuestra oración personal a darle gracias por las cosas ordinarias de la vida, para descubrir lo que tienen de extraordinario: un trabajo, un techo, personas que nos quieren; agradecer las alegrías de los demás; ver un don de Dios, y otro, y otro, en las personas que nos prestan un servicio... También hay momentos en que la vida nos sale al encuentro con una chispa de belleza: la luz de un atardecer, una atención inesperada hacia nosotros, una sorpresa agradable… Son ocasiones para ver, entre las fibras a veces un poco grises de la vida diaria, el color del Amor de Dios.
Desde muy antiguo, las culturas del mundo han visto en el avance del día hacia la noche una imagen de la vida. La vida es como un día, y un día es como la vida. Por eso, si el agradecimiento es propio de la sabiduría de quien ha vivido mucho, qué bueno es acabar el día agradeciendo. Al detenerse en la presencia de Dios a sopesar la jornada, Dios agradecerá que le agradezcamos tantas cosas, «etiam ignotis»[18]: también las que desconocemos; e incluso que le pidamos perdón, con confianza de hijos, por no haber agradecido suficiente.