"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de octubre de 2021

«He venido a traer fuego»



Evangelio (Lc 12,49-53)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.


Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.


Comentario


Jesús se dirige a sus discípulos desvelándoles los deseos más profundos de su corazón: sus ansias incontenibles de dar la vida por amor a todos los hombres, amor que está simbolizado en la imagen del fuego. Jesús es luz del mundo (cf. Juan 8,12), y es también fuego y calor. Dios se presentó bajo la imagen de una zarza que ardía sin consumirse ante la admiración de Moisés (cf. Éxodo 3,2-3), manifestando así sus ansias de liberar a su pueblo de la opresión del poder del faraón. Moisés fue portador de ese fuego divino, fuego que siguió ardiendo a lo largo de toda la historia de la salvación, hasta el momento culminante en que Jesús, en el Calvario, recibió “un bautismo”, aquel que tanto ansiaba recibir, cuando murió en la Cruz, para liberar a todos de la opresión del pecado.


Cincuenta días después de aquella nueva pascua que tuvo lugar en el monte Calvario, durante la fiesta de Pentecostés, vino el Espíritu Santo sobre los discípulos bajo la forma de lenguas de fuego. Los apóstoles, llenos del Espíritu de Dios, anunciaron a Jesús, y aquel día fueron bautizados unas tres mil almas (cf. Hechos de los Apostóles, 2). Era un nuevo bautismo, por el que aquellos peregrinos y todos los cristianos hemos recibido el fruto de la redención que nos ganó Jesús en la Cruz.


Pero Jesús sabía que ese fuego de amor salvífico iba a encontrar obstáculos, provocando división incluso dentro de una misma familia. Ya el anciano Simeón, ante Jesús niño, después de proclamarlo como salvador de todos los pueblos, anunció a María que sería también “signo de contradicción” (Lucas 2,34). Pero esa división no prevalecerá: el fuego y la luz son más intensos que el frío y las tinieblas. Los cristianos, por el bautismo, somos portadores de ese mismo fuego de Jesucristo, apóstoles, por vocación divina. Como nos dice san Josemaría: “Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón” (San Josemaría, Camino, n. 1.)


PARA TU ORACION PERSONAL 

«He venido a traer fuego»: san Josemaría y los jóvenes

“Encender el fuego de Cristo… Esto sí, esto lo siento yo: para esto, tengo vocación”. 

Hace cinco años, la noche del sábado 27 de julio, se congregaron casi tres millones de personas en Copacabana. A través de las pantallas gigantes distribuidas a lo largo de la playa, se veía al papa Francisco indicando con el dedo a cada uno de sus oyentes: A vos, a vos, a vos…[1] Todos llamados a ser santos. También los jóvenes. Aquellos días se estaba llevando a cabo la Jornada Mundial de la Juventud, pero esta inquietud del Papa ha sido algo constante: apenas se presenta la oportunidad, les anima a arriesgarse y a dejar entrar a Jesús en su corazón, a ir contracorriente, a soñar sin miedo; a dejar el sofá, la comodidad que puede ofrecer una pantalla o las falsas ilusiones de felicidad; a ponerse los zapatos y ser callejeros de la fe[2].

Ya en uno de sus primeros documentos señalaba que los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual[3]. La juventud siempre porta consigo cosas nuevas. Y, con ello, esperanza. Estas palabras –novedad, esperanza– traen a la mente algunos detalles de las actividades de san Josemaría cuando era un joven sacerdote. No llegaba siquiera a los treinta años, pero ya había recibido una luz de Dios que le impulsaba a hacer el Opus Dei. No tenía nada. Solo un fuego que le quemaba interiormente, que buscaba expandirse en quienes le rodeaban. Y tenía también la convicción de que para ello no le faltaría la ayuda de Dios. Ignem veni mittere in terram (Lc. 12, 49), repetía continuamente durante aquellos años: He venido a traer fuego[4].

El color de la esperanza

Los años treinta eran tiempos difíciles en Madrid. Eran tiempos de persecución religiosa. No era infrecuente el insulto en la calle a los sacerdotes ni los intentos por eliminar cualquier manifestación pública del catolicismo. San Josemaría veía que, entonces, una de sus prioridades era encender la luz de Cristo en gente joven; en personas que pudieran ser el futuro de la Iglesia y también de la institución que Dios le había llamado a fundar. Estaba dando vueltas a cómo organizar un grupo con universitarios, bajo qué nombre reunirse, qué tipo de asociación se podría formar. De manera simbólica, se le venía una imagen a la mente: una cruz verde. Lo explicaba don Álvaro al leer los apuntes de nuestro Padre de aquella época: Cruz, porque se le ocurrió el día de la Santa Cruz, y también porque pensaba en la cruz de San Pedro; y verde, el color de la esperanza, porque la juventud es la esperanza de la Iglesia, de la Obra[5].

DECIDIÓ PEDIR AYUDA A NUESTRA SEÑORA DE LA ESPERANZA

No existía todavía ningún grupo de jóvenes, estaba solo la ilusión de mover a mucha gente para que se dejase encontrar por Jesús, pero san Josemaría ya rezaba por ellos. Y desde el principio decidió pedir ayuda para esta tarea a la Virgen María, bajo una advocación concreta: la de Nuestra Señora de la Esperanza[6].


Transcurrieron cerca de seis meses, hasta que el sábado 21 de enero de 1933 tuvieron una primera reunión, en un asilo en el que san Josemaría habitualmente enseñaba el catecismo y confesaba a niños abandonados. Ese día acudieron solo tres universitarios, pero en ellos nuestro Padre vio el germen de los tantos miles de jóvenes que hoy acuden a los medios de formación cristiana que ofrece el Opus Dei en todo el mundo. Aquel año lectivo, hasta que finalizó en mayo, se reunieron casi todos los miércoles. El grupo creció hasta girar alrededor de nueve asistentes. Su último encuentro fue el 17 de mayo[7]. Ese día –con la idea de que mantuvieran su trato con Dios también durante el verano– san Josemaría regaló, a cada uno, una estampa de Cristo crucificado, apoyado sobre la bola del mundo; el compromiso era que rezaran todos los días lo que el joven sacerdote había dejado escrito al reverso. Lo cuenta él mismo: Al despedir a los de San Rafael, les regalé una estampa del Amor Misericordioso, en la que escribí las siguientes invocaciones que los muchachos se comprometieron a recitar cada día: Santa María, Esperanza nuestra, Asiento de la sabiduría, ruega por nosotros. San Rafael, ruega por nosotros. San Juan, ruega por nosotros[8].

Láminas y caminatas

Dos días antes, el 15 de mayo de 1933, un pequeño grupo de niños, a quienes nuestro Padre preparó los meses previos, había recibido la primera Comunión[9]. Nunca, desde sus años de seminarista en Zaragoza, había abandonado la tarea de comunicar la doctrina cristiana a los más pequeños: en barrios pobres, en escuelas, en instituciones religiosas e incluso –como este caso– en casas particulares. Y animaba a todos los jóvenes que conocía –incluso durante tiempos políticamente complicados– a que hicieran lo mismo, ya que transmitir lo esencial de la fe cristiana siempre ha requerido un esfuerzo tanto por comprenderla cada vez mejor, como por conocer a fondo la situación de las otras personas. Por ejemplo, a la casa de los Sevilla González, san Josemaría procuraba llevar láminas que explicasen el sentido de los mandamientos o el origen de los sacramentos, contaba relatos sobre la vida de Jesús, echaba mano de sucesos de su propia vida, etc[10]. No se limitaba a la exposición sistemática de un conjunto de ideas, sino que partía de los intereses y dudas de quienes le escuchaban.


Lo mismo cuentan quienes habían sido sus alumnos en la Academia Cicuéndez durante aquellos primeros años que vivió san Josemaría en Madrid. Allí, para ganar algo de dinero, impartía clases de derecho canónico y de derecho romano durante las tardes. Asistían alrededor de diez personas por curso. Al terminar la jornada, el joven sacerdote se quedaba, a propósito, más tiempo en el aula, lo que daba lugar a que se generasen animadas tertulias con sus alumnos[11]. Cada uno iba exponiendo sus incertidumbres, no solo sobre lo aprendido en clase, sino sobre la vida en general. Algunos recuerdan que, mientras caía la tarde, frecuentemente acompañaban a san Josemaría hasta su casa, en largas caminatas en las que los jóvenes eran quienes escogían el tema de conversación.

"Santa María, esperanza nuestra, asiento de la Sabiduría, ruega por nosotros. San Rafael, ruega por nosotros. San Juan, ruega por nosotros. Mayo de 1933.

¡Esto sí!

El 2 de diciembre de 1931, san Josemaría hace una anotación en sus apuntes personales con referencia a aquellas clases que impartía. Concluye que, aunque tiene que hacerlo por necesidad económica, no se siente satisfecho solo con dar las lecciones. Siente la necesidad de mirar más allá: de ser santo mientras las imparte. Y, sobre todo, siente el impulso de invitar a los demás para que también lo sean. Nuestro padre tenía veintinueve años. Sus alumnos, unos pocos menos. Dice así: Enseñar de todo: desde derecho hasta… ¡álgebra!, porque, si no, no se come… Esto, que ha sido, a veces, la realidad de mi vida: no lo siento yo: no tengo para esto vocación. Ahora: enseñar una, dos… tres ramas del Derecho a jóvenes que quieren aprender, y a quienes se puede encender, de paso, el fuego de Cristo… Esto sí: esto lo siento yo: para esto, tengo vocación[12].


San Josemaría, aquel entonces, tenía solo sueños. Incluso, cuando tenía poco más de veinte años, algunos que veían sus ilusiones grandes le llamaban el soñador[13]. Pero tuvo la fuerza de ponerse a disposición del Señor para llevarlos a cabo. Lo mismo a lo que el papa Francisco invitaba a unos 70 mil jóvenes italianos el pasado mes de agosto. La cita era en el Coliseo Romano, hasta donde habían llegado desde muchas diócesis, dos meses antes del Sínodo sobre los jóvenes. Decía: Este es el trabajo que ustedes deben hacer: transformar los sueños de hoy en la realidad del futuro; para esto deben tener coraje[14]. Terminaba diciendo: Los sueños de los jóvenes son los más importantes de todos. Un joven que no sabe soñar es un joven anestesiado; no podrá entender la fuerza de la vida. Los sueños te despiertan, te llevan más allá, son las estrellas más luminosas, aquellas que indican un camino distinto para la humanidad.