"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de octubre de 2021

Un susurro en el alma: "el silencio de Dios"

 



Evangelio (Lc 11, 15-26)


(Estaba expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada;)


Pero algunos de ellos dijeron:


- Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios.


Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo.


Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó: -Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.


Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín.


El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.


Cuando el espíritu impuro ha salido de un hombre, vaga por lugares áridos en busca de descanso, pero al no encontrarlo dice: 'Me volveré a mi casa, de donde salí'. Y al llegar la encuentra bien barrida y en orden. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, y entrando se instalan allí, con lo que la situación última de aquel hombre resulta peor que la primera.


Comentario


El evangelio de la liturgia de hoy nos presenta al Maestro en medio de la multitud después de haberles enseñado con el Padre Nuestro como deben orar los Hijos e Hijas de Dios. Estas palabras del Señor, llenas de verdades sobrenaturales y aparentemente tan simples no caen siempre en un terreno propicio, que las haga fructificar.


Hoy vemos como los opositores de Jesús no saben o no quieren abrirse a su enseñanza, lo malinterpretan y buscan ponerlo en aprietos. Haciendo esto, caen curiosamente en una actitud totalmente contraria a la que Jesús invitó a vivir. El Señor había enseñado a rezar pidiendo por el Reino de Dios (11,2), pero ellos piensan por el contrario que representa al reino de Satán. Los hijos e hijas de Dios deben pedir humildemente ser librados de la tentación (11,4), ellos en cambio no dejan de poner a Jesús en tentación, siguiendo a Satanás, el tentador. Jesús enseñó a pedir a Dios el perdón de los pecados (11,4), mientras que sus opositores lo acusan con insistencia del pecado de servir a Beelzebul. El Señor invitó a pedir el Espíritu Santo al Padre (11,13), pero ellos no dejan de pedir una señal del cielo, aunque no saben reconocerla teniéndola delante de los ojos.


Para poder reconocer al Señor, que gusta de presentarse sin espectáculo, es necesario tener los ojos del corazón limpios. Para esto tenemos que pedir humildemente la ayuda de Dios, ya que nadie está exento de la ceguera y la incapacidad de reconocer las cosas de Dios, como vemos en el evangelio de hoy. El reino de Satán es el reino del hombre fuerte, que tiene a los hombres y mujeres atrapados en esta dureza del corazón que impide reconocer los mensajes que el Señor nos dirige.


El Papa Francisco, citando al santo de Hipona decía: “Me vuelve a la mente la frase de san Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13), «tengo miedo de que el Señor pase» y no le reconozca, que el Señor pase delante de mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta de que es Jesús. ¡Tengo miedo de que el Señor pase y no le reconozca! Me he preguntado por qué san Agustín dijo que temiéramos el paso de Jesús. La respuesta, desgraciadamente, está en nuestros comportamientos: porque a menudo estamos distraídos, indiferentes, y cuando el Señor nos pasa cerca perdemos la ocasión del encuentro con Él” (Papa Francisco, Audiencia general, miércoles 12 octubre 2016).


La última parte de las enseñanzas de hoy nos señalan algo que nos puede servir para evitar la dureza y ceguera del corazón. Se trata de llenar nuestra vida con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, luchando por permanecer cerca suyo, escuchando sus mociones, compartiendo afectos, dialogando, rezando. La amorosa presencia Divina en el alma es el camino que nos ayudará a vencer al hombre fuerte y a lograr tener el corazón siempre abierto y dispuesto a reconocer al Señor donde se nos presente.


PARA TU RATO DE ORACION;

Un susurro en el alma: el silencio de Dios

El silencio es a menudo el «lugar» en el que Dios nos espera: para que logremos escucharle a Él, en vez de escuchar el ruido de nuestra propia voz.


El libro del Éxodo cuenta cómo Dios se apareció a Moisés en el Sinaí en el resplandor de su gloria: la montaña entera se sacudía violentamente, Moisés hablaba y Dios le respondía entre los truenos y rayos (Ex 19,16-22). Todo el pueblo escuchaba impresionado por el poder y la majestad de Dios. Aunque hay otras teofanías semejantes que marcan la historia de Israel[1], la mayor parte de las veces Dios se manifestaba de otro modo a su Pueblo: no en el resplandor de la luz, sino en el silencio, en la oscuridad.


Unos siglos después de Moisés, el profeta Elías, huyendo de la persecución de Jezabel, emprende una vez más el camino hacia el monte santo, impulsado por Dios. Escondido en una cueva, el profeta ve los mismos signos de la teofanía del Éxodo: el terremoto, el huracán, el fuego. Pero Dios no estaba allí. Después del fuego, dice el escritor sagrado, hubo «un ruido como el de una brisa suave». Elías se cubrió el rostro con el manto y salió al encuentro de Dios. Y fue entonces cuando Dios le habló (cfr. 1 R 19,9-18). El texto hebreo dice literalmente que Elías oyó «el ruido o la voz de un silencio (demama) suave».


La versión griega de los Setenta y la Vulgata han traducido «una brisa suave», probablemente para evitar la aparente contradicción entre ruido o voz, de una parte, y silencio, de otra. Pero lo que significa la palabra demama es precisamente el silencio. Con esta paradoja el autor sagrado sugiere, pues, que el silencio no está vacío, sino lleno de la presencia divina. «El silencio custodia el misterio»[2], el misterio de Dios. Y la Escritura nos invita a entrar en este silencio si queremos encontrarle.


Qué débil susurro escuchamos de Él


Este modo de hablar de Dios nos resulta, sin embargo, difícil. Los salmos lo manifiestan con elocuencia: «¡Dios mío! No estés callado, no guardes silencio, no te quedes quieto, ¡Dios mío!» (Sal 83,2). «¿Por qué escondes tu rostro?» (Sal 44,25) «¿Por qué han de decir las naciones: “Dónde está su Dios”?» (Sal 115,2). A través del texto sagrado, Dios mismo pone estas preguntas en nuestros labios y en nuestro corazón: quiere que se las digamos, que las meditemos en la forja de la oración. Son preguntas importantes. Por un lado, porque apuntan directamente al modo en que Él se revela habitualmente, a su lógica: nos ayudan a entender cómo buscar su Rostro, cómo escuchar su voz. Por otro, porque muestran que la dificultad para captar la cercanía de Dios, especialmente en las situaciones difíciles de la vida, es una experiencia común a creyentes y a no creyentes, aunque adquiera formas diversas en unos y otros. La fe y la vida de la gracia no hacen evidente a Dios; también el creyente puede experimentar la aparente ausencia de Dios.


¿Por qué Dios calla? A menudo, las Escrituras nos presentan su silencio, su lejanía, como una consecuencia de la infidelidad del hombre. Así se explica, por ejemplo, en el Deuteronomio: «Este pueblo se va a prostituir yendo en pos de dioses extranjeros de la tierra en que va a entrar. Me abandonará y quebrantará la alianza que pacté con él (…). Pero yo en ese día ocultaré irremisiblemente mi rostro por toda la maldad que habrá hecho al haberse vuelto en pos de dioses extranjeros» (Dt 31,16-18). El pecado, la idolatría, es como una cortina que hace opaco a Dios, que impide verle; es como un ruido que le hace inaudible. Y Dios espera entonces con paciencia, detrás de esa pantalla que ponemos entre nosotros y Él, a la espera de un momento oportuno, para volver a nuestro encuentro. «No apartaré de vosotros mi rostro, porque soy misericordioso» (Jr 3,12).


Más que callarse Dios, pues, sucede con frecuencia que no le dejamos hablar, que no le escuchamos, porque hay demasiado ruido en nuestra vida. «No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de Él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con Él o a Él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general»[3].


Sin embargo, a veces no se trata de que el hombre esté sordo para Dios: parece más bien que Él no escucha, que permanece pasivo. El libro de Job, por ejemplo, muestra cómo también las oraciones del justo en la adversidad pueden quedarse, por un tiempo, sin obtener respuesta de Dios. «¡Qué débil susurro escuchamos de Él!» (Jb 26,14). La experiencia diaria de cada hombre muestra también en qué medida la necesidad de recibir de Dios una palabra o ayuda queda a veces como tendida en el vacío. La misericordia de Dios, de la que tanto hablan las Escrituras y la catequesis cristiana, puede hacerse a veces difícil de percibir a quien pasa por situaciones dolorosas, marcadas por la enfermedad o la injusticia, en las que aun rezando no parece obtenerse una respuesta. ¿Por qué Dios no escucha? ¿Por qué, si es un Padre, no viene en mi ayuda, ya que puede hacerlo? «La lejanía de Dios, la oscuridad y problemática sobre Él, son hoy más intensas que nunca; incluso nosotros, que nos esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia la sensación de que la realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. ¿No nos preguntamos a menudo si Él sigue sumergido en el inmenso silencio de este mundo? ¿No tenemos a veces la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos quedan palabras, mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que nunca?»[4].


En el corazón de la Revelación, más que en cualquiera de nuestras experiencias, es la historia de Jesús mismo la que nos introduce con mayor profundidad en el misterio del silencio de Dios. A Jesús, que es el verdadero justo, el siervo fiel, el Hijo amado, no se le ahorran los tormentos de la pasión y de la Cruz. Su oración en Getsemaní recibe como respuesta el envío de un ángel para consolarlo, pero no la liberación de la tortura inminente. Tampoco deja de asombrar que Jesús rece en la Cruz con estas palabras del salmo 22: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Lejos estás de mi salvación, de mis palabras suplicantes» (Sal 22,2). El hecho de que quien no conoció pecado (2 Cor 5,21) haya experimentado de este modo el sufrimiento pone de manifiesto cómo los dolores que marcan a veces de manera dramática la vida de los hombres no pueden ser interpretados como signos de reprobación por parte de Dios, ni su silencio como ausencia o lejanía.



A Dios se le conoce en su silencio


Al pasar junto a un ciego de nacimiento, los apóstoles hacen una pregunta que pone de manifiesto un modo frecuente de pensar entonces: «¿Quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?» (Jn 9,1). Aunque hoy resultaría extraño oír algo así, en realidad la pregunta no se encuentra tan lejos como parece de una mentalidad frecuente, por la que el sufrimiento, del tipo que sea, es visto como una especie de destino ciego ante el que no cabe más que la resignación, una vez han fracasado los intentos de quitarlo. Jesús corrige a los apóstoles: «Ni pecó este ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Jn 9,3). Dios permanece a veces en silencio, aparentemente inactivo e indiferente a nuestra suerte, porque quiere abrirse camino en nuestra alma. Solo así se entiende, por ejemplo, que permitiera el sufrimiento de san José, en la incertidumbre acerca de la maternidad inesperada de Santa María (cfr. Mt 1,18-20), pudiendo haber «programado» las cosas de otro modo. Dios estaba preparando a José para algo grande. Él «no perturba nunca la alegría de sus hijos, si no es para prepararles un gozo más seguro y grande»[5].


Escribía san Ignacio de Antioquía que «quien ha comprendido las palabras del Señor, comprende su silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio»[6]. El silencio de Dios es a menudo para el hombre el «lugar», la posibilidad y la premisa para escuchar a Dios, en vez de escucharse solo a sí mismo. Sin la voz silenciosa de Dios en la oración, «el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del yo, de forma que el coloquio interior se transforma en un monólogo, dando pie a mil autojustificaciones»[7]. Pensándolo bien, si Dios hablara e interviniera continuamente en nuestra vida para resolver problemas, ¿no debemos admitir que fácilmente trivializaríamos su presencia? ¿No acabaríamos, como los dos hijos de la parábola (cfr. Lc 15,11-32), prefiriendo nuestros beneficios a la alegría de vivir con Él?


«El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a Él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[8]. Con la búsqueda, con la oración confiada ante las dificultades, el hombre se libera de su autosuficiencia; pone en movimiento sus recursos interiores; ve cómo se fortalecen las relaciones de comunión con los demás. El silencio de Dios, el hecho de que no intervenga siempre de un modo inmediato para resolver las cosas del modo en que querríamos, despierta el dinamismo de la libertad humana; llama al hombre a hacerse cargo de su propia vida o de la de los demás, y de sus necesidades concretas. La fe es por eso «la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe (...). Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el “grito” del alma, que implora perdón y salvación»[9].


En la enseñanza de Jesús, la oración aparece como un diálogo entre el hombre como hijo y el Padre del Cielo, en el que la petición ocupa un lugar muy importante (cfr. Lc 11,5-11; Mt 7,7-11). El niño sabe que su Padre siempre le escucha, pero que lo que le está asegurado no es tanto una especie de salida del sufrimiento o la enfermedad, como el don del Espíritu Santo (Lc 11,13). La respuesta con la que Dios siempre viene en ayuda del hombre es el Don del Espíritu-Amor. Esto nos puede saber a poco, pero es un regalo mucho más precioso y fundamental que cualquier solución terrena a los problemas. Es un regalo que debe ser aceptado en la fe filial y que no elimina la necesidad del esfuerzo humano para enfrentarse a las dificultades. Con Dios, los «valles oscuros» que a veces tenemos que cruzar no se iluminan automáticamente; seguimos caminando, con miedo quizá, pero un miedo confiado: «No temo ningún mal, porque Tú estás conmigo» (Sal 23,4).


Este modo de hacer de Dios, que despierta la decisión y la confianza del hombre, se puede reconocer en la forma en que Dios ha realizado su Revelación en la historia. Podemos pensar en la historia de Abraham, que deja su país y se pone en camino hacia una tierra desconocida, fiándose de la promesa divina, sin saber adónde Dios le lleva (cfr. Gn 12,1-4); o en la confianza del Pueblo de Israel en la salvación de Dios, incluso cuando todas las esperanzas humanas parecen haberse hundido (cfr. Est 4,17a-17kk); o en la huida serena de la Sagrada Familia a Egipto (cfr. Mt 2,13-15) cuando Dios parece someterse a los caprichos de un monarca provinciano... En ese sentido, pensar que la fe resultaba más sencilla a los testigos de la vida de Jesús no se corresponde con la realidad, porque ni siquiera a esos testigos se les ahorró la seriedad de la decisión de creer o no en Él, de reconocer en Él la presencia y la acción de Dios[10]. Hay numerosos pasajes del Nuevo Testamento en los que se ve con claridad cómo esta decisión no era obvia[11].


Ayer como hoy, a pesar de que la Revelación de Dios ofrece auténticos signos de credibilidad, el velo de la inaccesibilidad de Dios no se elimina por completo; sus silencios continúan desafiando al hombre. «La existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión»[12]. Esto no es solo una expresión del hecho de que Dios es siempre más grande que nuestra inteligencia, sino también de la lógica de apelación y respuesta, de don y tarea, con la que quiere conducir nuestra historia: la de todos y la personal de cada uno. A fin de cuentas, pues, están en relación mutua la forma de revelarse de Dios y la libertad que tenemos por ser imagen suya. La Revelación de Dios permanece en un claroscuro que permite la libertad de elegir abrirnos a Él o permanecer cerrados en nuestra autosuficiencia. Dios es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[13].



La nube del silencio


Con su oración en la Cruz ―«Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46)― Jesús «hace suyo ese grito de la humanidad que sufre por la aparente ausencia de Dios y lleva este grito al corazón del Padre. Al orar así en esta última soledad, junto con toda la humanidad, nos abre el corazón de Dios»[14]. En efecto, el salmo con el que Jesús clama al Padre da paso, tras los lamentos, a un gran horizonte de esperanza (cfr. Sal 22,20-32)[15]; un horizonte que Él tiene ante la mirada, aun en medio de su agonía. «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,44), dice al Padre antes de expirar. Jesús sabe que la entrega de su vida no cae en el vacío, que cambia la historia para siempre, aunque parezca que el mal y la muerte son la última palabra. Su silencio en la Cruz puede más que los gritos de quienes le condenan. «Mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).


«La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la historia (…), que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá»[16]. Con sus silencios, Dios hace crecer la fe y la esperanza de los suyos: les hace nuevos, y hace con ellos «nuevas todas las cosas». A cada uno y cada una toca responder al silencio suave de Dios con un silencio atento, un silencio que escucha, para descubrir «cómo obra misteriosamente el Señor» en nuestro corazón, «y cuál es la nube, (…) el estilo del Espíritu Santo para cubrir nuestro misterio. Esta nube en nosotros, en nuestra vida, se llama silencio. El silencio es precisamente la nube que cubre el misterio de nuestra relación con el Señor, de nuestra santidad y nuestros pecados»[17].