Evangelio (Lc 21, 20-28)
Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación. Entonces los que estén en Judea huyan a los montes, y quiénes estén dentro de la ciudad que se marchen, y quiénes estén en los campos que no entren en ella: estos son días de castigo para que se cumpla todo lo escrito. ¡Ay de las que estén en cinta y las que están criando esos días! Porque habrá una gran calamidad sobre la tierra y habrá ira contra este pueblo. Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles.
Habrá señales en el sol en la Luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las gentes, consternados por el estruendo del mar y de las olas: y los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán al mundo. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.
Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención.
Comentario
El evangelio de hoy nos lleva a considerar algo que nos anuncia la fe y confirma la ciencia; que este mundo es pasajero. El universo conocido terminará en la fecha decretada por la sabiduría de Dios, y su final será anunciado, para que el mundo pueda arrepentirse y prepararse para la parusía, para la venida gloriosa del Señor.
Con todo ello, los cristianos estamos llamados a amar el mundo apasionadamente, como tituló una de sus más célebres homilías San Josemaría, porque ha salido de las manos de Dios y ha sido purificado por la Sangre preciosa del Redentor, pero sabiendo que no tenemos aquí morada permanente y que Dios ha previsto, para aquellos que le aman un nuevo Cielo y una nueva Tierra.
Es importante que sepamos advertir las señales de Dios. No se trata de vivir angustiados, pero sí de pedir al Espíritu Santo que nos ayude a entender los signos de los tiempos. Sería algo triste vivir tan distraídos, tan ensimismados en las cosas de la tierra, que no advirtiéramos las providencias de Dios y nos olvidáramos de lo único necesario: darle gloria del modo que Él quiere que se la demos.
Le damos gloria, cuando procuramos el bien de los demás, porque Dios es amor y al amar como Él quiere que amemos, contribuimos a que irrumpa la claridad de su amor, de su Ser, en el mundo.
En el evangelio el Señor nos habla de la ira de Dios. La justicia santa, la ira santa de Dios, es compatible con su Bondad y su infinito amor; no son realidades incompatibles, antes bien manifiestan el amor divino, porque el amor divino es puro, perfecto: Dios no puede unir el desamor a su Ser.
El amor de Dios no se impone a los seres libres, pero si alguien rechaza la misericordia divina, encuentra el desamor, la desolación, la muerte eterna, el infierno.
PARA TU RATO DE ORACION
PENSAR EN LA BREVEDAD de la vida y considerar que nuestro paso por la tierra tiene un final puede producirnos temor. «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación (...). Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas» (Lc 21,20-25), dice hoy Jesús en el discurso escatológico que la Iglesia nos presenta en la liturgia. De hecho, pocos años después, al ver que los ejércitos rodeaban la ciudad, algunos cristianos que recordaban las palabras del Señor efectivamente huyeron a Transjordania1.
Sin embargo, los apóstoles habían vivido una ocasión parecida a la que describe Jesús, con un mar agitado y grandes olas. Lo tenían bien guardado en su memoria. Aquella vez estuvieron sobre una barca y todo parecía indicar que morirían ahogados en la tempestad. Entonces, el Señor se había levantado, había calmado las aguas y serenado sus ánimos. «“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes, solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros necesitaban las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»2.
San Josemaría miraba con mucha seguridad las realidades últimas que la Iglesia nos propone considerar estos días. A algunas personas «la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio»3.
EN MUCHOS SARCÓFAGOS antiguos se representa la figura de Cristo mediante la imagen del buen pastor. En el arte romano, «el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. El verdadero pastor es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva esperanza que brotaba en la vida de los creyentes»4.
Llegará el momento, cuando Dios quiera y como Dios quiera, en el que el Señor nos llamará a su presencia. La Iglesia pone en labios del sacerdote que asiste a un moribundo unas palabras especiales para esos instantes: «Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios (…), con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…). Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra»5. Considerar que saldremos de este mundo sin nada, nos puede ayudar a vivir con mayor ligereza para movernos al ritmo de Dios. ¿Qué es realmente lo importante? ¿Qué he de custodiar en el corazón para que, cuando llegue el momento, atraviese el umbral de la vida terrena hacia la eternidad sin congojas? Sabemos bien que solo el amor está destinado a durar para siempre. Nos hacemos eternos al entregarnos cada día, en cada cosa que hacemos.
SABER QUE NUESTRO TIEMPO es limitado aviva el sentido de misión que tiene nuestra vida de bautizados. Nos impulsa a aprovechar cada día como si fuese el último. ¿Qué aspiración es más grande que llevar la felicidad eterna a quienes nos rodean? Lo haremos gradualmente, uno a uno, pensando en las circunstancias de cada persona concreta, tratando de discernir qué pasos quiere dar Dios en sus corazones… pero con esa prisa de saber que cada momento es único, que el tiempo se nos escapa de entre las manos. «Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios!»6.
«La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: “¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!”. Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad»7.
Identificarse con los sentimientos del Señor, sin miedo a la muerte porque nos lleva al cielo, y con la inquietud de llevar hacia esa felicidad a las personas que queremos, podría ser un buen resumen de la vida cristiana en esta tierra. Queremos llegar a la presencia de Dios rodeados de nuestros familiares y amigos, para compartir la vida con Jesús y María durante toda la eternidad.