"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de noviembre de 2021

NEGARSE A SI MISMO TOMAR LA CRUZ Y SEGUIR A JESUS

 


Evangelio (Lc 14,25-33)


Iba con él mucha gente, y se volvió hacia ellos y les dijo:


- Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo.


Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? No sea que después de poner los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, y digan: “Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar”. O qué rey, que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando todavía está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.


Comentario


Jesús se ve acompañado por mucha gente, y sabe que algunos de los que le siguen no lo hacen con buenas disposiciones. Junto a aquellos que le acompañan con una recta intención, otros lo hacen para poder vivir algo extraordinario, presenciar algún milagro; otros por curiosidad e incluso algunos para poder descalificarlo. Tú y yo podemos preguntarnos cómo seguimos a Cristo, qué nos impulsa a seguirle, si nos dejamos llevar por la rutina en las normas u obligaciones que ya hemos incorporado a nuestro horario o si por el contrario, secundando la gracia, procuramos identificarnos con Él.


La única respuesta válida para seguir Cristo es por una razón de amor, de correspondencia al amor que nos tiene. El evangelio de hoy no es sino una manifestación del primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mt 12,30). Un mandamiento de amor que el Señor dirige a todos, válido para todas las personas y para todos los tiempos. Todo debe posponerse a ese amor. Algo que ocurre, cuando el amor de Dios llena el corazón de una persona. “Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”, como decía Santa Teresa.


Un amor así no es fruto de profundas meditaciones ni siquiera de continuos actos de voluntad. Es un don, una gracia que Dios nos da, para poder amarle con un amor absoluto e incondicional, que se hace eterno tras la muerte. Cuando respondamos con todo nuestro ser a Dios que se nos entrega, podremos amar a las personas y a las cosas como Dios las ama, pero antes tenemos que dar ese paso, la desposesión radical de uno mismo, que nos enseña Jesús en el evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (Mt 16,24).

PARA TU ORACION PERSONAL


Recordando la Carta del prelado de la Obra Javier Echevarría 


La Iglesia —y, como una parte viva de la Iglesia, la Obra— está llamada a reflejar la luz que recibe constantemente de Cristo y a difundirla sobre el mundo. Jesucristo lo enseñó a todos los cristianos: vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 14-16).

«Al escuchar estas palabras de Jesús —comenta Benedicto XVI—, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 1).

»¿Cómo sucederá eso?, nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia» (Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2006).

Condición esencial para llevar la doctrina y la vida de Cristo a los demás —y en estos tiempos urge que se haga— es que nosotros mismos nos empeñemos con mayor ahínco en conocer, tratar y amar más cada día a Nuestro Señor. Las normas de piedad cristiana, tradicionales en la Iglesia, que practicamos en el Opus Dei, tienen precisamente esa finalidad. Hemos de cumplirlas del mejor modo posible, como fruto de una elección de amor, aunque el corazón a veces esté seco o no responda.

Cuando una persona se acerca a la Prelatura, movida por el deseo de conocer mejor a Dios, procuramos facilitarle una adecuada formación doctrinal, espiritual y apostólica, de modo que las enseñanzas de Cristo constituyan, desde el principio, no sólo claridad para su inteligencia, sino luz y fuerza que dirijan sus pasos en el seguimiento de Jesús. Ayudamos a la gente a apreciar y a frecuentar los sacramentos —la Eucaristía, la Confesión—, a cuidar la oración personal, a tratar a Dios como Padre y a la Santísima Virgen como Madre, a ofrecer el trabajo al Señor, a preocuparse de las necesidades espirituales y materiales de los demás, a acercar a Dios a quienes se relacionan más de cerca con ella o con él.

Procuremos, pues, acrecentar en cada jornada el trato personal con Dios Padre, con Jesucristo, con el Espíritu Santo, con la Virgen Santísima. Quienes nos alimentamos del espíritu del Opus Dei, queremos poner en esa vida de piedad un colorido particular, que muchas otras personas también hacen propio: el que proviene del sentido de la filiación divina. Nos esforzamos por imitar a Cristo, con particular atención en sus años de trabajo y de vida ordinaria en Nazaret; fomentamos la devoción al Espíritu Santo, huésped íntimo del alma, que nos empuja a la identificación con Cristo y al amor de Dios Padre; veneramos a la Santísima Virgen como Madre de Dios y Madre nuestra, con una piedad de hijos pequeños que todo lo esperan de su maternal bondad; buscamos el trato personal con los Ángeles Custodios, a quienes consideramos aliados en todas nuestras tareas apostólicas, y acudimos con entera confianza a San Josemaría, nuestro Padre queridísimo, en quien vemos perfectamente realizado el espíritu que Dios ha querido para el Opus Dei.

Además, hemos de esforzarnos siempre por servir con obras y de verdad (1 Jn 3, 18), no sólo con palabras, a la Iglesia santa. Recemos y hagamos rezar por el Papa y por sus intenciones, tirando del carro en la dirección que señala el Santo Padre y, en cada lugar, los Obispos en comunión con el Romano Pontífice. Realizando con fidelidad la misión propia del Opus Dei, colaboramos directísimamente a que se lleve a cabo la gran misión que el Maestro ha confiado a la Iglesia, para que se cumpla el querer de Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4).

Hemos de dar una decidida carga apostólica a todo lo que nos ocupa, en las situaciones y en los momentos más diversos. De este modo, todos, incluso los que excepcionalmente no se encuentren en condiciones de atender un apostolado personal inmediato, desarrollaremos una labor muy fecunda. Pero este camino requiere —lo repito de intento— cuidar el trato con Dios en las prácticas de piedad cristiana; esmerarse en la realización de un trabajo bien terminado, presentándolo a Dios cada día en la Santa Misa; dar importancia a las pequeñas mortificaciones, que Él espera que se alcen en nuestra conducta con un ritmo constante, «como el latir del corazón» (San Josemaría, Forja, n. 518).

La unión con Cristo en la Cruz es imprescindible para ejecutar fielmente y con optimismo este programa apostólico. No se puede seguir a Jesús sin negarse a sí mismo (cfr. Lc 9, 23), sin cultivar el espíritu de mortificación, sin la componente habitual de obras concretas de penitencia. Lo señalaba el Santo Padre, meses atrás, al anunciar la celebración de un año dedicado a San Pablo en el bimilenario de su nacimiento. Puntualizaba que los frutos del Apóstol de los gentiles «no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni persecuciones: "Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos—, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 38-39).

»De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende» (Benedicto XVI, Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros, 28-VI-2007).

Estas consideraciones nos ayudan a prepararnos para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el próximo día 14. San Josemaría nos señaló la gran meta de poner la Cruz de Cristo en la cima de todas las actividades humanas —con nuestro trabajo santificado y santificante— para que Jesús atraiga a todos hacia sí (cfr. Jn 12, 32). Contemplemos la urgencia de esta tarea, porque «¡cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En Él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Éste es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor» (Benedicto XVI, Homilía, 26-III-2006).

Una parte importante de ese mostrar a Cristo en nuestra vida, se resume —no lo demos por sabido— en la práctica gozosa, habitual, de la mortificación y de la penitencia: renunciar voluntariamente a comodidades y placeres que, sin ser malos en sí mismos, podrían entibiar o dificultar la unión con Dios. El uso templado de los bienes materiales, sin dejarse apresar en sus lazos, reviste una importancia fundamental en ese estar con Cristo y en el apostolado.

Hace ya muchos años, nuestro Fundador escribió que «los hombres esperan de nosotros, los hijos de Dios en su Obra, ese bonus odor Christi, que —apoyado en nuestra templanza— les encienda y les arrastre» (San Josemaría, Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 65). En cambio, si no rechazamos el contagio de lo mundano, si pensásemos que es imposible llevar con nosotros el ambiente exigente de Cristo, si no supiéramos ir contra corriente, no podríamos ayudar a los otros a encontrar la gran dicha de la amistad con Jesucristo. Lo mundano, desgraciadamente, abunda en la mayor parte de los ambientes. Es preciso invitar a los demás —primero con el ejemplo— a respirar el aire limpio de la cercanía de Dios. Y, para esto, es indispensable la templanza del corazón y de los sentidos: bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5, 8); con la persuasión de que sólo así se ama apasionadamente este mundo nuestro.

¡Qué grande es la responsabilidad de los cristianos! Meditemos una vez más las palabras que San Josemaría escribió en Camino: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, n. 755).

Seguid rezando por la persona y las intenciones del Santo Padre. Pedid al Señor que haga muy fecundo su servicio a la Iglesia: que todos los católicos —pastores y fieles— acojan de corazón sus enseñanzas y las pongan en práctica. Y uníos también a mis intenciones: perdonad tanta insistencia, pero necesito de verdad de vosotros, de cada una y de cada uno. Repetía nuestro Padre: «está todo hecho, y está todo por hacer»; por eso busco vuestra colaboración total, para que yo no detenga ese reto de apostolado, de anunciar a la humanidad que Jesucristo nos llama a cada una, a cada uno.

Con todo cariño, os bendice

                               vuestro Padre

                                  + Javier

Pamplona, 1 de septiembre de 2007