"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de noviembre de 2021

¿Qué le digo después de comulgar?

 



Evangelio (Mc 12, 38-44)


Y en su enseñanza, decía:


—Cuidado con los escribas, a los que les gusta pasear vestidos con largas túnicas y que los saluden en las plazas; los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Devoran las casas de las viudas y fingen largas oraciones. Éstos recibirán una condena más severa.


Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as. Llamando a sus discípulos, les dijo:


—En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento.


Comentario


A la entrada del Templo de Jerusalén se encontraba el gazofilacio, palabra de origen griego que significa guarda del tesoro. Este lugar o caja estaba destinado a recibir las limosnas de la gente pudiente y también las del pueblo, para ayudar a sustentar los gastos del culto. Mezclada entre los que aquel día echaban mucho dinero, apareció una mujer que no pasaría desapercibida para la mirada omnisciente y amorosa del Señor.


La situación de las viudas en la antigüedad podía llegar a ser dramática, sobre todo si el difunto marido no había dejado dinero o posesiones. Las mujeres dependían en gran medida del trabajo de los hombres para su propio sustento. De modo que perder al cabeza de familia sumía a muchas de ellas en una pobreza extrema. Y por eso la Escritura exhorta en numerosos lugares a cuidarlas con esmero. Esta mujer del evangelio era precisamente viuda y pobre.


Así se explica la especial alegría de Jesús, “que conoce lo que hay en todos los corazones” (cfr. Jn 2,25), cuando vio cómo ofrecía para los gastos del Templo todo lo que tenía para sobrevivir, aunque fuera muy poco, tan solo dos monedillas de poco valor. Aquella mujer consideró que era más importante el culto rendido a Dios que su propia seguridad o sustento. Por eso es un ejemplo excelso de generosidad que el propio Jesús nos señala.


Junto a la oración y el ayuno, la limosna es una de las acciones más gratas a Dios, cuando se realiza con rectitud de intención y espíritu generoso y desprendido, cuando realmente nos cuesta, porque se trata de algo propio que damos desinteresadamente. “¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —consideraba san Josemaría— Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco o en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des”[1].


Jesús nos invita a fijarnos en el hermoso ejemplo de la viuda pobre, porque esto nos llevará a vivir la lógica del don y no la lógica del egoísmo. Nos llevará, en definitiva, a ser magnánimos con Dios y los demás, como lo fue aquella mujer.


Como decía san Josemaría, magnanimidad significa “ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”[2].


El Señor merece siempre lo mejor de nuestro amor y afecto, de nuestro tiempo y de nuestros intereses. Cuando una persona o una familia saben dar a Dios con generosidad y alegría, como hizo el justo Abel, entonces reciben de parte del Señor el ciento por uno y numerosas bendiciones.


“En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos” (v. 43). El convencimiento de que el Señor ve y aprecia cada detalle de cariño y entrega, aunque sean muy pequeños y escondidos, nos llevará a ser muy generosos con él y los demás.


PARA TU ORACION PERSONAL


El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a El, cómo hablarle, cómo comportarse?


Rey, Médico, Maestro, Amigo


El Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo.


Es Cristo que pasa, 92


Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir.


Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése entrará.


Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.


Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece: El entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos, hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas.


Jesús espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que tenga sed, venga a mi y beba. Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir —¿recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del maestro?—, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.


Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos. Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida.


Es Cristo que pasa, 93


Acertar con la propia vida: dar con lo esencial, apreciar lo que vale, ver venir lo malo, dejar pasar lo irrelevante. «Si la riqueza es un bien deseable en la vida, ¿hay mayor riqueza que la sabiduría, que lo realiza todo?» (Sb 8,5). La sabiduría no tiene precio: todos la querrían para sí. Es un saber que no tiene que ver con las letras, sino con el sabor, con la capacidad de percibir cómo sabe el bien. Lo expresa de modo certero el término sapientia, traducción del griego sophia en los libros sapienciales. En su significado originario, sapientia denota buen gusto, buen olfato. El sabio tiene un paladar para saborear lo bueno. Da nobis recta sapere, le pedimos a Dios, con una antigua oración[1]: haz que saboreemos lo bueno.


La Escritura presenta esta sabiduría como un conocimiento natural, que brota con facilidad: «la ven con facilidad los que la aman y quienes la buscan la encuentran. Se adelanta en manifestarse a los que la desean. Quien madruga por ella no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta» (Sb 6,12-14).Sin embargo, para adquirir esta connaturalidad es necesario buscarla, desearla, madrugar por ella. Con paciencia, con la insistencia del salmo: «Oh, Dios, Tú eres mi Dios, al alba te busco, / mi alma tiene sed de Ti; / por Ti mi carne desfallece, / en tierra desierta y seca, sin agua» (Sal 63,2). Y esta búsqueda es la tarea de una vida. Por eso, la sabiduría va llegando también con los años. La sabiduría, lo ha dicho el Papa tantas veces, haciéndose eco del Sirácide (cfr. Si 8,9), es lo más propio de los ancianos: ellos son «la reserva de sabiduría de nuestro pueblo»[2]. Es cierto que la edad también puede traer consigo inconvenientes como el arraigo de algunos defectos del carácter, cierta resistencia a aceptar las propias limitaciones, o dificultades para comprender a los jóvenes. Pero, por encima de todo eso, suele brillar la capacidad de apreciar, de saborear, lo verdaderamente importante. Y eso es, a fin de cuentas, la verdadera sabiduría.

A este saber se refería san Josemaría en una ocasión, hablando a un grupo de fieles de la Obra: «Cuando pasen treinta años, echaréis la mirada atrás y os pasmaréis. Y no tendréis más que acabar la vida agradeciendo, agradeciendo…»[3] A la vuelta de los años quedan, sobre todo, motivos de agradecimiento. Se desdibujan los contornos afilados de problemas y dificultades que quizá en su momento nos agitaron fuertemente, y se pasa a verlos con otros ojos, incluso con cierto humor. Se adquiere la perspectiva para ver cómo Dios le ha ido llevando a uno, cómo ha ido dando la vuelta a sus errores, cómo se ha servido de sus esfuerzos… Quienes convivían con el beato Álvaro recuerdan la frecuencia y la sencillez con que decía: «gracias a Dios». Esa convicción de que uno no tiene más que agradecer recoge, pues, un elemento esencial de la verdadera sabiduría. La que Dios va haciendo crecer en el alma de quienes le buscan, y que pueden decir, incluso antes de llegar a la vejez: «Tengo más discernimiento que los ancianos, porque guardo tus mandatos» (Sal 119,100).


Todo es bueno


Desde las estrecheces y angustias de su escondrijo en la Legación de Honduras, san Josemaría escribía en 1937 a los fieles de la Obra que estaban desperdigados por Madrid: «Mucho ánimo, ¿eh? Procurad que todos estén contentos: todo es para bien: todo es bueno»[4]. La misma tónica tiene otra carta, escrita al cabo de un mes, a los que estaban en Valencia: «Que os animéis. Que os alegréis, si, naturalmente, os habéis entristecido. Todo es para bien»[5].


Todo es bueno, todo es para bien. En estas palabras se transparentan dos textos de la Escritura. De un lado, el crescendo de alegría de Dios durante la creación, que desemboca en la conclusión de que «todo lo que había hecho (…) era muy bueno» (Gn 1,31). Del otro, aquella máxima de san Pablo ―«todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28)― que san Josemaría condensaba en una exclamación: «omnia in bonum!» Años antes, en la Navidad de 1931, esas dos fibras de la Escritura se entretejían en una anotación que daría lugar más tarde a un punto de Camino. Todo es bueno, todo es para bien. El reconocimiento por las cosas buenas y la esperanza de que Dios sabrá sacar un bien de lo que parece malo:


Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. ―Porque te da esto y lo otro. ―Porque te han despreciado. ―Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.


Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. ―Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. ―Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...


Dale gracias por todo, porque todo es bueno[6].


Como se puede observar a simple vista, la secuencia de los motivos de agradecimiento no sigue un orden particular: si todo es bueno, lo es la primera cosa que se nos presenta, y la siguiente, y la otra… todas son motivos de agradecimiento. «Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta». Mira adonde quieras, parece decirnos san Josemaría: no encontrarás más que motivos de agradecimiento. Se refleja en estas líneas, en fin, una admiración que se desborda ante la bondad de Dios; un asombro que recuerda el cántico de las criaturas de san Francisco, en el que también todo es motivo de agradecimiento: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas (...). Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento y por el aire, y la nube y el cielo sereno, y todo tiempo, por todos ellos a tus criaturas das sustento (...). Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor»[7].


«Porque te da esto y lo otro». Cuántas cosas nos da Dios, y qué fácilmente nos acostumbramos a ellas. La salud, a la que se ha llamado «el silencio de los órganos», es quizá un ejemplo paradigmático: suele suceder que la damos por descontado hasta que el cuerpo empieza a hacerse notar; y quizá solo entonces valoramos, por su ausencia, lo que teníamos. El agradecimiento consiste aquí, en parte, en adelantarse; en afinar el oído para percibir el silencio, la discreción con la que Dios nos da tantas cosas. «Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar solo la fatiga diaria (…). Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente qué bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes»[8].


Sería empequeñecer este agradecimiento pensar que se trata simplemente de la respuesta a una deuda de gratitud. Es mucho más: precisamente porque consiste en saborear lo bueno, agradecer a Dios es disfrutar con Él de las cosas buenas que nos da, porque en compañía de las personas queridas siempre se disfruta más. Hasta lo más prosaico puede ser entonces motivo para pasarlo bien; para no tomarse demasiado en serio; para descubrir la alegría de vivir «en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien (…) No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!»[9]



Todo es para bien


Acordarse de agradecer las cosas buenas que Dios nos da es ya en sí mismo un reto. ¿Qué decir de las cosas menos agradables? «Porque te han despreciado»: porque te han tratado con frialdad, con indiferencia; porque te han humillado; porque no han valorado tus esfuerzos... «Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes». Es cuando menos sorprendente la tranquilidad con la que tener y no tener aparecen aquí bajo el mismo signo. ¿Realmente es posible agradecer a Dios la falta de salud, trabajo, tranquilidad? Dar gracias porque te falta tiempo ―cuántas veces eso nos hace sufrir―; porque te faltan los ánimos, las fuerzas, las ideas; porque esto o aquello te ha salido mal… Pues sí: también entonces, nos dice san Josemaría, dale gracias a Dios.


Esta actitud nos devuelve a las contradicciones que san Josemaría atravesaba cuando escribía esas cartas desde la legación de Honduras, y al contexto de sufrimiento del que surgió la anotación que está en el origen de este punto de Camino[10]. La invitación a agradecer lo malo, que aparece de un modo más explícito páginas adelante, tiene su origen en una anotación de cinco días antes: «Paradojas de un alma pequeña. ―Cuando Jesús te envíe sucesos que el mundo llama buenos, llora en tu corazón, considerando la bondad de Él y la malicia tuya: cuando Jesús te envíe sucesos que la gente califica de malos, alégrate en tu corazón, porque Él te da siempre lo que conviene y entonces es la hermosa hora de querer la Cruz»[11].


A pesar de su cercanía en el tiempo, esta consideración se sitúa en el marco de otro capítulo de Camino, uno de los dos que versan sobre la infancia espiritual. Sale así a la luz una clave desde la que se puede comprender el clima espiritual de esa disposición a dar gracias a Dios «por todo, porque todo es bueno». Si el agradecimiento es un signo de la sabiduría que acompaña a la edad y a la cercanía con Dios, solo surge donde hay una actitud de «abandono esperanzado»[12] en las manos de Dios; una actitud que san Josemaría descubrió por la vía de la infancia espiritual: «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? —Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: «¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...»[13]


Agradecer lo malo no es, desde luego, algo que surja espontáneamente. De hecho, al principio puede parecer incluso algo teatral o incluso ingenuo: como si negáramos la realidad, como si buscáramos consolación en… un cuento para niños. Sin embargo, agradecer en esas situaciones no es dejar de ver, sino ver más allá. Nos resistimos a agradecer porque percibimos la pérdida, la contrariedad, el desgarro. Nuestra mirada está todavía muy pegada a la tierra, como sucede al niño a quien le parece que se hunde el mundo porque se le ha roto un juguete, porque se ha tropezado, o porque querría seguir jugando. En el momento es un pequeño drama, pero al rato seguramente se le pasa. «En la vida interior, nos conviene a todos ser (…) como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta ―cuando resulta preciso― el consuelo de sus padres»[14].


AGRADECER LO MALO NO ES DEJAR DE VER, SINO VER MÁS ALLÁ

El agradecimiento del que nos habla san Josemaría no es una especie de manto que cubre lo desagradable, como por arte de magia, sino un gesto por el que levantamos la mirada a nuestro Padre Dios, que nos sonríe. Se abre paso así a la confianza, un abandono que pone en un segundo plano la contrariedad, aunque nos siga pesando. Agradecer cuando algo nos duele significa aceptar: «La mejor manera de expresar gratitud a Dios y a las personas es aceptarlo todo con alegría»[15]. Seguramente lo primero que sale no es un grito de alegría; quizá todo lo contrario. Aun así, aunque el alma se rebele, agradecer: «Señor, no es posible… no puede ser… pero gracias»; aceptar: «yo querría tener más tiempo, más fuerzas… yo querría que esta persona me tratara mejor… yo querría no tener esta dificultad, este defecto. Pero Tú sabes más». Pediremos a Dios que arregle las cosas como nos parece que deberían ser, pero desde la serenidad de que Él sabe lo que hace, y de que saca bienes de donde quizá solo vemos males.


Agradecer lo malo, siempre con palabras de la misma temporada del «gracias por todo», supone «creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños»[16]. Más allá de la forma particular que tome ese abandono en la vida interior de cada uno, esta actitud delinea la convicción de que ante Dios somos muy pequeños, y que así son nuestras cosas. Y, a pesar de eso, a Dios le importan, y más que a nadie en el mundo. De ahí surge en realidad el agradecimiento de saberse querido: gracias por estar aquí a mi lado; gracias porque esto te importa. En medio de la aparente lejanía de Dios, percibimos entonces su cercanía: le contemplamos en medio de la vida ordinaria, porque los problemas forman parte de la vida ordinaria. Bajo las cuerdas de la adversidad, surge así el motivo más profundo por el que agradecemos lo bueno y lo malo: gracias, porque encuentro el Amor por todas partes. El verdadero motivo de acción de gracias, la raíz misma de la acción de gracias, es que Dios me quiere, y que todo en mi vida son ocasiones de amar y de saberme amado.


En el sufrimiento por lo que nos falta, por la frialdad, las carencias, las consecuencias de nuestros errores… se esconden, pues, oportunidades para recordar, para despertarnos al Amor de Dios. Caemos en la cuenta de que, aunque nos cueste renunciar a algo, aunque nos cueste aceptar el dolor o la limitación, ¿qué es lo que nos quita eso, después de todo, si tenemos el Amor de Dios? «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?» (Rm 8,35).


«LA MEJOR MANERA DE EXPRESAR GRATITUD A DIOS Y A LAS PERSONAS ES ACEPTARLO TODO CON ALEGRÍA» (SANTA TERESA DE CALCUTA)

Resulta posible, así, dar «gracias por todo, porque todo es bueno». La locura cristiana de agradecerlo todo tiene su origen en la filiación divina. Quien se ha dado cuenta de que tiene un Padre que le quiere no necesita, en realidad, nada más. A un Padre bueno, sobre todo, se le agradece. Así es el amor de Jesús por su Padre: Jesús es todo Él agradecimiento, porque lo ha recibido todo de su Padre. Y ser cristiano es entrar en ese amor, en ese agradecimiento: Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas (cfr. Jn 11,41-42).



No te olvides de agradecer


«Bendice, alma mía, al Señor, no olvides ninguno de sus beneficios» (Sal 103,2). En la Escritura, Dios nos invita con frecuencia a recordar, porque sabe que vivimos habitualmente en el olvido, como los niños que andan con sus juegos y no se acuerdan de su padre. Dios lo sabe, y lo comprende. Pero nos atrae suavemente a sus brazos, y nos susurra de mil modos: recuerda. Agradecer es también, pues, una cuestión de memoria. Por eso el Papa habla con frecuencia de «memoria agradecida»[17].


La disposición a agradecer lo que nos contraría, asombrosa como pueda ser, facilita de hecho acordarse de dar gracias a Dios ante las cosas agradables. Por lo demás, la vida de cada día nos brinda muchas ocasiones para hacer memoria: detenerse un instante a bendecir la mesa, a agradecer que Dios nos da algo que llevarnos a la boca; dedicar un tiempo de la acción de gracias de la Misa o de nuestra oración personal a darle gracias por las cosas ordinarias de la vida, para descubrir lo que tienen de extraordinario: un trabajo, un techo, personas que nos quieren; agradecer las alegrías de los demás; ver un don de Dios, y otro, y otro, en las personas que nos prestan un servicio... También hay momentos en que la vida nos sale al encuentro con una chispa de belleza: la luz de un atardecer, una atención inesperada hacia nosotros, una sorpresa agradable… Son ocasiones para ver, entre las fibras a veces un poco grises de la vida diaria, el color del Amor de Dios.


Desde muy antiguo, las culturas del mundo han visto en el avance del día hacia la noche una imagen de la vida. La vida es como un día, y un día es como la vida. Por eso, si el agradecimiento es propio de la sabiduría de quien ha vivido mucho, qué bueno es acabar el día agradeciendo. Al detenerse en la presencia de Dios a sopesar la jornada, Dios agradecerá que le agradezcamos tantas cosas, «etiam ignotis»[18]: también las que desconocemos; e incluso que le pidamos perdón, con confianza de hijos, por no haber agradecido suficiente.