Evangelio (Mt 4, 18-22)
En aquel tiempo, paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:
-Seguidme y os haré pescadores de hombres.
Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan, su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.
Comentario
El día había comenzado como uno cualquiera. Andrés, junto con su hermano y otros colegas pescadores, estaban inmersos en la agotadora faena que traía el sustento a sus familias. Estaban, como siempre, echando las redes al mar, a la espera de que los peces entraran en la red. Sin embargo, esta vez la historia, que había comenzado igual que todos los días, terminaría de un modo muy diferente.
Ahí, en su trabajo, en pleno mar de Galilea, Andrés recibió una llamada atractiva, pero incierta: Jesús pasó y lo invitó a ser pescador de hombres. Sin más detalles, sin más especificaciones. No le dijo ni cómo sería su vida, ni cómo sería su muerte. El Señor le pidió que estuviera a su lado, y poco a poco, al calor del amor de su Corazón, lo fue forjando para que fuera capaz también de compartir su destino.
Así terminó la historia: san Andrés abrazando con deseo ardiente la misma Cruz de su Maestro. Nada cercano a lo que años antes, en el mar de Galilea, el joven pescador habría podido calcular.
Considerar así, en perspectiva, la vida de san Andrés, desde su llamada hasta su muerte en la cruz, puede ayudarnos a profundizar en la conciencia de que los planes de Dios están perfectamente alineados con nuestro deseo de felicidad. Seguramente, si ese día de pesca Jesús le hubiera anunciado a Andrés que iba a morir en una cruz, aquel hombre habría desfallecido. Sin embargo, a la vuelta de los años nos lo encontramos audaz y enamorado, deseoso de abrazar esa fuente de dolor, que para él era fuente de felicidad, como refleja el maravilloso testimonio que nos quedó con su himno ante la cruz.
Los planes de Dios están perfectamente alineados con nuestro deseo de felicidad, decíamos. Sin embargo, la experiencia de los apóstoles nos enseña que para que esa felicidad se realice necesitamos abandonarnos de verdad en el Señor y dejar de forzarlo a escribir la historia como a nosotros nos parece. La vida de san Andrés no fue como él la esperaba, como él la preveía: fue mucho más feliz.
Eso mismo podría sucedernos a nosotros, si nos decidimos a seguir al Señor hasta el fondo, sin querer controlarlo todo y sin decidir nosotros el final. Si seguimos a Jesús, nuestra vida no será como la vislumbramos: será mucho mejor. Incluso aunque sucedan cosas que nos parecen impensables, aunque el Señor nos pida cosas que ahora mismo nos parecen descabelladas.
Dios siempre cumple sus promesas, y a nosotros nos ha prometido que haremos obras cuyo alcance no podemos imaginar, porque incluso podremos hacer obras mayores que Él. Pero eso requiere de nuestra parte, como hizo Andrés, dejar atrás la seguridad de lo conocido para ir en pos de Aquel que nos ama.
PARA TU RATO DE ORACION
GUIADOS por las enseñanzas y el ejemplo de san Josemaría, hemos aprendido a amar apasionadamente el mundo. Disfrutamos de todas las realidades nobles y buenas de la creación porque sabemos que son un don de Dios. Al mismo tiempo, no somos indiferentes ante el mal en el mundo, que disminuye su belleza y lo aleja de su plan amoroso.
Aunque las causas de estas situaciones son múltiples, entre ellas podemos identificar una que tiene especial relevancia: el desconocimiento que tienen muchas personas de la bondad de nuestro Creador. «Bien pudiera decirse que el mayor enemigo de Dios –porque se ama a Dios después de conocerlo– es la ignorancia: origen de tantos males y obstáculo grande para la salvación de las almas»[1]. Por el contrario, cuando conocemos su amor por nosotros, cuando descubrimos que Dios sueña con que seamos felices, es lógico quererle sobre todas las cosas, acercarnos a quien es el origen de todo bien. «Nadie hará mal ni causará daño en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor» (Is 11,9).
Dios se sirvió de algunos hombres y mujeres de diversas épocas para darse a conocer y así dar la oportunidad al hombre de ser más libre. «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Ga 4,4), para llevar esta tarea hasta el fin. Es tan grande el deseo que tiene Dios de que le conozcamos que vino Él mismo, en persona, para indicarnos los proyectos de su amor.
Llenos de reconocimiento y gratitud, podemos unirnos a la oración de alabanza que, como recoge el evangelio de la Misa de hoy, Jesús elevó un día al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21).
«MIRAD, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos»[2]. Aquella promesa de sabiduría para los hombres se cumplió con la venida al mundo de Jesús, sobre quien reposó «el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 1,2). Él sigue dispuesto a dialogar personalmente con cada uno de nosotros para instruirnos, para guiarnos, para alentarnos. Con frecuencia, Dios nos habla a través de personas y situaciones, convirtiendo toda la realidad de nuestra vida en un lugar de encuentro con Él. Si procuramos tener una vida contemplativa, en todos los acontecimientos del día a día podremos descubrir la voz de Dios que nos busca.
En ese diálogo, el Señor espera que nos dirijamos a Él con confianza para iluminar lo que no comprendemos. Por esto, con sencillez, nos ponemos en su presencia y le planteamos nuestras dudas de corazón a corazón, recordando que Dios se revela a los pequeños. En cambio, para los sabios según la carne, las palabras del Señor pueden sonar como frases inconexas. Por eso necesitamos poner de nuestra parte para permanecer abiertos a escuchar su palabra, aunque solo la entendamos parcialmente. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»[3].
Si nos acercamos al Señor con un atrevimiento de niños, entonces nos revelará su sabiduría y nos dará a conocer sus designios. También nos colmará de paz, de alegría, y nos concederá la fortaleza para sobrellevar las dificultades que la vida nos presenta.
EN JESUCRISTO se contiene la plenitud de la revelación. «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc 10,22). «Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios»[4]. Dios se hizo carne en Cristo para que pudiéramos verlo, entrar en relación directa con Él y para darnos a conocer los planes de su sabiduría. A la hora de buscar respuestas a los interrogantes de nuestra vida, haremos muy bien en acudir a Jesús. En nuestro diálogo con Cristo no existen inquietudes superfluas ni dudas inoportunas. Toda la sabiduría está contenida en el misterio del Verbo hecho hombre: Jesús es la Palabra de Dios.
Es fácil imaginarse a los apóstoles preguntando a Jesús el significado más profundo de alguna parábola que no habían comprendido, o acercándose a pedirle una explicación sobre un suceso determinado que conocían todos. Nosotros tenemos esa misma facilidad para entablar una conversación con el Señor. El trato personal y diario con Él nos lleva a conocerle cada vez mejor, a adquirir una connaturalidad con su manera de reaccionar frente a las diversas circunstancias de la vida. Por eso nos sirve pedirle al Espíritu Santo que nuestro diálogo con Jesús sea luz para nosotros y para los demás.
A lo largo de la vida aprendemos muchas cosas. Algunas de ellas son constitutivas de nuestro modo de pensar, de ser y de actuar. Es probable que varias de esas enseñanzas fundamentales las hayamos recibido de los labios o del ejemplo de nuestras madres. La vida de María constituye para nosotros una enseñanza maravillosa de diálogo con el Señor. ¡Ojalá aprendamos de la Virgen aquella confianza para mirar y escuchar a Jesús!
[1] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 47.
[2] Misal romano, Martes de la I semana de Adviento, Antífona al evangelio.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.
[4] Benedicto XVI, Audiencia, 16-I-2013.