Evangelio (Lc 19, 45-48)
En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».
Todos los días enseñaba en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él, pero no sabían qué hacer, porque todo el pueblo estaba pendiente de él, escuchándolo.
Comentario
En el Evangelio de ayer veíamos cómo el Señor se emocionaba al contemplar la ciudad de Jerusalén, hasta el punto de llorar por ella. San Lucas nos narra cómo después de entrar en la ciudad, se dirigió hasta el Templo, entró y se puso a echar a los mercaderes y cambistas.
Lo que hacían los vendedores y cambistas no era algo malo en sí mismo. Los peregrinos llegaban a Jerusalén desde todo el mundo y necesitaban comprar los corderos o las parejas de tórtolas o palomas que se necesitaban para el sacrificio.
Además, la moneda para hacer la contribución al Templo o pagar el rescate por los hijos primogénitos debía hacerse en moneda judía. Por tanto, era necesario que hubiese vendedores de animales y cambistas en algún lugar, pero mejor el lugar para ello no era en el interior del Templo.
Los mercaderes, ansiosos por colocar su puesto en un lugar mejor o ampliar el negocio, habían ido ocupando otros lugares, hasta el punto de que habían traspasado las puertas del Templo.
Ellos, que debían servir a la alabanza y acción de gracias del pueblo de Israel, estaban sirviéndose del Templo para su propio provecho, dejando la alabanza y la acción de gracias en un segundo plano.
En esta escena podemos vernos cada uno de nosotros. Jesús quiere entrar en el Templo de nuestro corazón, de nuestra alma, de nuestra vida -somos hijos de Dios, templos del Espíritu Santo-, como entró en el Templo de Jerusalén. Viene con la misma ilusión, la misma emoción, el mismo empeño: hacer de nuestra vida una casa de oración, un lugar donde vivir en intimidad con nosotros.
El problema es que a veces, a pesar de tanta gracia, nos acostumbramos, perdemos la capacidad de asombro. Podemos perder el sentido de nuestra vida y dejamos a Dios en un rincón.
Acabamos dando más importancia a nuestro trabajo, a nuestro descanso, a nuestras diversiones, a nuestro modo de ver la vida que a Dios. Todo eso son cosas buenas en sí mismas, pero si nos descuidamos, si no hacemos de nuestra alma una casa de oración, Dios acaba en un segundo plano.
PARA TU RATO DE ORACION
La raíz de la eficacia sobrenatural, lo sabemos bien, se robustece con una intensa y profunda vida interior, fruto de la acción del Espíritu Santo en las almas. Por eso, ¡qué importante es que acudamos cada día con más intimidad a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad!
Hacemos nuestra la tradición del rezo en la Iglesia del Trisagio Angélico, con el buen deseo de unirnos a la alabanza y a la acción de gracias que la humanidad entera tiene el deber de dirigir a nuestro Dios, tres veces Santo, que nos ha creado y redimido, y que está empeñado en llevar a término la tarea de nuestra santificación. Esforcémonos en aprovechar con mucha intensidad estos días; empeñémonos con todas nuestras fuerzas en convertir las veinticuatro horas de la jornada en un canto de gloria a la Trinidad Beatísima. Repitamos a menudo, con la boca o con el corazón, las palabras de la liturgia: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua! (Misal Romano, Ordinario de la Misa); Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
La meditación del misterio de la Santísima Trinidad debería ser alimento habitual de las almas cristianas. San Agustín afirma que «éste es nuestro gozo cumplido y no hay otro mayor: gozar de la Trinidad de Dios, a cuya imagen hemos sido hechos» (Sobre la Trinidad, I, 18). Como expone gráficamente la Sagrada Escritura, los que procuran conducirse en sus pensamientos y acciones según Dios, son como un árbol plantado al borde de las aguas, que da fruto a su tiempo, y no se marchitan sus hojas (Sal 1, 3). Con una referencia clara y constante al Dios Uno y Trino, fin último de nuestra vida, todo lo que cumplamos en la tierra —por poco importante que aparezca a los ojos humanos— adquiere un gran valor. Al Señor le interesa todo lo nuestro, nos sigue con la infinita delicadeza de su Amor y de su Misericordia.
San Josemaría, especialmente durante los últimos años de su vida terrena, aludía con mucha frecuencia a este punto de la fe cristiana. «Si estamos en gracia —decía, por ejemplo, en 1972—, el Espíritu Santo está en medio de nuestra alma, dando carácter sobrenatural a todas nuestras acciones. Y, con el Espíritu Santo, están el Padre y el Hijo: la Trinidad Beatísima, que es un solo Dios. Somos templo de la Trinidad, y podemos hablar con Dios sencillamente, sin hacer ninguna rareza, poniéndonos sobre nosotros mismos, pisándonos a nosotros mismos, como se pisa la uva en el lagar, porque no somos nada. Nos metemos allí, en el fondo de nuestra alma, para contarle lo que nos pasa: pidiendo, adorando, desagraviando, amando» (Apuntes de la predicación oral, 12-X-1972).
Acudamos con íntima y fuerte devoción a la Santísima Trinidad en los próximos días. Esta disposición nos ayudará también a prepararnos para saborear con fruto sabroso las otras grandes solemnidades litúrgicas de este mes: la del Corpus Christi y la del Sagrado Corazón de Jesús. Crecer en piedad eucarística significa ahondar en el misterio de la Santísima Trinidad, pues —como recuerda el Papa en su reciente exhortación apostólica sobre la Sagrada Eucaristía— «la primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario (...). En la Eucaristía, Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 7).
¡Cómo se pasmaba San Josemaría, diariamente, al contemplar la presencia y la acción de Dios Trino en los textos de la Misa! Nos lo escribió en una de sus homilías, y nos señaló que «esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía (...). La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar» (Es Cristo que pasa, n. 85). Amaba detenerse, de modo especial, en la actuación del Gran Desconocido, anhelando que dejara de serlo para los cristianos. Animaba a todos a dirigirse más y con mayor continuidad a cada Persona divina, distinguiéndolas sin separarlas, porque «toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. Aprendamos a tratar a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» (Ibid., n. 86).
Benedicto XVI nos insiste en que «es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo (...) en la profundización de los divinos misterios» (Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 12). Y puntualiza el Santo Padre: «Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen conciencia más claramente de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras pronunciadas por Cristo en la última Cena, contiene la epíclesis, como invocación al Padre para que haga descender el don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y para que "toda la comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo". El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y del vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles "en un solo cuerpo", haciendo de ellos una ofrenda espiritual agradable al Padre» (Ibid., n. 13).
¿Cómo podemos apropiarnos de esa Vida divina que desciende del cielo a la tierra en la Santa Misa, y que se nos entrega a cada uno en la Comunión sacramental? Preparándonos lo mejor posible para recibir al Señor y cuidando con esmero la acción de gracias después de la Misa. Pensad que, en esos pocos minutos en los que Jesucristo se encuentra sacramentalmente presente dentro de nosotros, se realiza la unión más íntima que cabe imaginar entre el Creador y la criatura. Y esa unión se prolonga luego durante la jornada, gracias a la acción del Espíritu Santo. ¿Son tus genuflexiones un acto de rendida adoración? ¿Salen de tu alma actos de fe, de esperanza, de caridad? Pidamos como Dimas, el buen ladrón, que Jesús se acuerde de nosotros y que nosotros le tengamos muy presente. La Eucaristía es manifestación de la infinita misericordia de Dios; no sólo no nos rechaza, sino que, al entregársenos como alimento, nos identifica con Él: deseemos que sea éste nuestro vivir.
«Cuando hayáis comulgado, y el corazón se os vaya a dar gracias a Dios —enseñaba San Josemaría—, considerad que habéis recibido la Humanidad Santísima de Jesucristo —su Cuerpo, su Sangre, su Alma— y su Divinidad; y, con Jesucristo, toda la Trinidad, porque el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son inseparables. Pensad que, al destruirse las especies sacramentales, desaparece la presencia real, pero queda en nuestras almas y en nuestros cuerpos —que son su templo (cfr. 1 Cor 3, 16)— Dios Espíritu Santo.
»Ya veis: no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno» (Apuntes de la predicación oral, 8-XII-1971).
Estos consejos de nuestro Padre nos ayudarán a prepararnos para su fiesta, el próximo día 26. Pedid su intercesión para que cada una, cada uno, demos un decidido paso adelante en nuestra vida espiritual, que se resume en conocer, tratar y amar a la Trinidad en la tierra, para gozar luego de Dios por toda la eternidad.
En otro orden de cosas, como sabéis, el 14 de este mes cumpliré, si Dios quiere, setenta y cinco años. El mejor regalo que podéis ofrecerme es una oración más intensa. Pedid al Señor que me perdone por las veces que no le he dado el amor que Él esperaba, que siga enviándome su gracia, que trate con mayor intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, y a Santa María, Madre nuestra.
Grande ha sido mi alegría la semana pasada, en la ordenación presbiteral de treinta y ocho diáconos de la Prelatura. Ahora hemos de apoyarles aún más, para que sean santos sacerdotes de Jesucristo. He tenido muy presentes a los tres primeros sacerdotes, y les he rogado que, como respondieron ellos, así queramos —todas y todos— dar mayor consistencia al contenido de nuestra alma sacerdotal; es decir, mayor trato con el Maestro, más afán de almas y una perseverancia que nada haga desfallecer (cfr. Camino, n. 934).
Seguid rezando por mis intenciones; por la Iglesia y por el Romano Pontífice, por la santidad de los sacerdotes y de todos los fieles, por la extensión de la Iglesia en el mundo entero.
Resumen de una carta del prelado Javier Echeverria