Evangelio (Lc 3,10-18)
Las muchedumbres le preguntaban: - Entonces, ¿qué debemos hacer? Él les contestaba: - El que tiene dos túnicas, que le dé al que no tiene; y el que tiene alimentos, que haga lo mismo.
Llegaron también unos publicanos para bautizarse y le dijeron: - Maestro, ¿qué debemos hacer? Y él les contestó: - No exijáis más de lo que se os ha señalado.
Asimismo le preguntaban los soldados: - Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? Y les dijo: - No hagáis extorsión a nadie, ni denunciéis con falsedad, y contentaos con vuestras pagas.
Como el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior si acaso Juan no sería el Cristo, Juan salió al paso diciéndoles a todos: - Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la correa de las sandalias: él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. Él tiene el bieldo en su mano, para limpiar su era y recoger el trigo en su granero, y quemará la paja con un fuego que no se apaga.
Con estas y otras muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva.
Comentario
El evangelio de Lucas nos presenta después de los acontecimientos de la infancia de Jesús, la misión de Juan el Bautista. Este hombre de Dios, considerado el último de los profetas, punto de conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, recorría la región del Jordán predicando y bautizando.
Tal era su sabiduría que las muchedumbres se acercaban a él para preguntarle qué tenían que hacer, qué vida tenían que llevar para convertirse de verdad. En efecto los que se acercaban a Juan sabían que el bautismo no era sólo un símbolo sino la señal del principio de una vida nueva. En la historia de la salvación el agua siempre marca un cambio, como en el diluvio universal que limpia el mundo de todos los pecados, o el paso del Mar Rojo que abre un camino de libertad al pueblo de Israel.
Juan tiene una palabra para toda categoría de personas: publicanos, soldados y gente común. A cada uno enseña un camino de conversión que lleva a pensar en los demás, a servir a la sociedad, a practicar la justicia, a huir de la murmuración.
El Adviento es para todos los cristianos un camino de conversión que se manifiesta en actos de penitencia y oración pero requiere un cambio de vida. Y nosotros también le podemos preguntar al Señor qué es lo que quiere de cada uno: “¿Qué tenemos que hacer?”. No es indiferente nuestra conducta, como explica el Bautista en la conclusión del pasaje que hemos leído: el Señor “tiene el bieldo en su mano, para limpiar su era y recoger el trigo en su granero, y quemará la paja con un fuego que no se apaga”. Antes de que empiece la misión pública del Mesías, el Precursor nos recuerda la seriedad del pecado en nuestra vida, la seriedad del juicio, y nos invita a la conversión.
El “pueblo estaba expectante”, nos dice el evangelio. Nos encontramos en un tiempo de espera, como es el Adviento y toda la vida sobre la tierra. Estamos esperando al Salvador, estamos esperando el comienzo del Reino de Dios y la venida definitiva de Jesús. Pero la espera no puede ser algo pasivo, sino una actitud dinámica que requiere una continua y nueva conversión.
Esta es la invitación de la Iglesia en estos últimos días de espera: “¡permaneced así, queridísimos míos, firmes en el Señor! [...] El Señor está cerca.” (Fil 4,1.5).
PARA TU ORACION PERSONAL
– La alegría plena proviene de Jesús.
– Ser humildes es indispensable para recibir esa alegría.
– Pequeños actos de servicio para sembrar paz y alegría.
«ALEGRAOS SIEMPRE en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca» (Fil 4,4-5). En la liturgia de la Iglesia, el tercer domingo de Adviento es conocido como domingo «gaudete» o «de la alegría», y se nos invita a reflexionar sobre la causa de nuestro gozo. Todos, en lo más profundo de nuestra alma, ansiamos ser felices. Sin embargo, en ocasiones buscamos esa alegría solo en aspectos parciales de nuestra vida: en poseer ciertos bienes materiales, en el reconocimiento social que recibimos, en adquirir algún tipo de cualidad o en una serena vida familiar. Todo esto es bueno, sin duda, pero san Pablo nos recuerda que esas alegrías solo llegan a su plenitud cuando están enraizadas en la felicidad que nos regala Jesús: «Alegraos siempre en el Señor».
El profeta Sofonías, por su parte, invita con fuerza a su pueblo a vivir con alegría, a pesar de las asechanzas de sus enemigos o de las numerosas veces que se ha alejado de su Dios: «Alégrate, hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser» (So 3,14). También nosotros, incluso cuando se insinúan las tentaciones o cuando estamos cansados, podemos conservar esa alegría en el fondo de nuestros corazones. Y esta posibilidad, gracias a la cercanía de Cristo, es lo que celebramos en Navidad.
La alegría «es la respiración, el modo de expresarse del cristiano»1. Así como la respiración es la primera manifestación de la vida, la alegría sincera es una manifestación de que Jesús ofrece una respuesta auténtica a los anhelos profundos de nuestro corazón. «El Señor tu Dios está en medio de ti (...), te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3,17), sigue diciendo el profeta Sofonías en la primera lectura de hoy. Dios, de una manera sorprendente, manifiesta más alegría por la Navidad de la que tenemos nosotros mismos: así de grande es su anhelo por encontrar un espacio en nuestra vida.
JUAN EL BAUTISTA nos acompaña durante gran parte del tiempo de Adviento. Vemos encarnada en él una virtud indispensable para disfrutar de esa alegría perdurable: la humildad. Entre los discípulos que lo siguen se corre la voz de que podría tratarse del tan esperado Mesías. Muchos acuden a él con preguntas para orientar su propia vida: «¿Entonces, qué debemos hacer?» (Lc 3,10). Pero cuando el primo del Señor intuye los pensamientos de sus corazones, no duda en afirmar: «Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias» (Lc 3,16). A pesar de su éxito, a pesar del verdadero bien que realiza, Juan sabe que toda su actividad tiene pleno sentido solamente si está orientada hacia Cristo.
La humildad nos ayuda a orientar nuestra existencia hacia la grandeza de Dios. La soberbia, por su parte, «no cree posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros»2. En cambio, quien es humilde, sin negar los propios talentos ni perder la motivación para trabajar de la mejor manera posible, encuentra su alegría en inclinarse ante un niño, como lo hicieron los reyes de Oriente o los pastores.
«La paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos», nos dice san Pablo (Flp 4,7). La virtud de la humildad nos enseña que el único juicio importante es el de un Dios que se nos muestra en el rostro de un niño sonriente. Cada vez que nos acercamos, a través de la oración, al amor concreto de Jesús, nos liberamos de los juicios sobre nosotros mismos, que muchas veces no corresponden a la realidad y terminan por robarnos la paz. Descubrimos que Dios nos quiere no por lo que hacemos o por lo que dejamos de hacer, sino por lo que somos: sus hijos. Y también nos ayuda a no juzgar a los demás. En Belén podemos convertir nuestra mirada en una mirada más humilde, para después ser fuente de paz y de alegría en quienes nos rodean.
SAN JOSEMARÍA resumía las tareas de un apóstol en «sembrar la paz y la alegría»3. La humildad de sabernos sembradores de una gran noticia que viene de Dios nos llevará a no cansarnos de difundir el Evangelio. En muchas ocasiones bastará nuestra sonrisa ante una adversidad; en otras, la comprensión que manifestamos ante el problema de un ser querido... «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»4.
Nuestro testimonio cristiano no se dirige contra nada ni contra nadie, sino que es la manifestación de la humildad de un Dios que ha querido hacerse hombre para que todos pudieran encontrarlo. Como humildes discípulos suyos, queremos contribuir con aquel anuncio: cada uno de nuestros gestos de cariño puede ser fuente y renovación de la alegría del ambiente en el que nos encontramos; Jesús quiere nacer en los demás a través de nuestras pequeñas obras de amor.
Siempre nos ayuda contemplar la vida de María para sorprendernos ante su alegría, llena de humildad. Después de haber recibido la gran noticia de que iba a ser la madre de Dios, no se queda ensimismada ni pretende que todos la sirvan. Tampoco se retrasa reflexionando demasiado sobre la especial misión que ha recibido. Ante la grandeza de Dios, ella responde con un gesto aparentemente sencillo: corre gozosa a servir a su prima. De un Dios que se muestra siempre cercano, ella ha aprendido que la alegría genuina surge de concretos actos de amor. «Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a ella –a santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo».
1 Francisco, Homilía, 28-V-2018.
2 Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2010.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.
4 Francisco, Evangelii Gaudium, n. 1.