Evangelio (Mt 17, 10-13)
Sus discípulos le preguntaron:
–¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero?
Él les respondió:
– Elías ciertamente vendrá y restablecerá todas las cosas. Pero yo os digo que Elías ya ha venido y no lo han reconocido, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del Hombre va a padecer en mano de ellos.
Entonces comprendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista.
Comentario
Una vez más, el Señor da algunas precisiones sobre el sentido auténtico de las profecías y de los anuncios de la Antigua Ley, como intérprete auténtico y autorizado de la Palabra de Dios. Por ello, debemos prestar atención a lo que dice, sobre todo si inicia la frase con la expresión “pero yo os digo”. Por ejemplo, en el Sermón de la Montaña lo hace seis veces en un solo capítulo (cf. Mateo 5, 22.28.32.34.39.44). Reconozcamos que es bastante impresionante.
Cuando leemos los Santos Evangelios, en una lectura personal o bien en nuestra oración, hay que tener siempre en cuenta la coherencia interna de los libros santos. Es decir, que es siempre útil pensar en otros pasajes más o menos paralelos. Así, como conclusión de las parábolas del Reino, en el capítulo 13, san Mateo recoge estas palabras del Señor: “¿Habéis entendido todo esto?” (Mateo 13, 51). O bien, justo después, con otra imagen que nos da luces, habla del escriba que “saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas” (v. 52).
No dudemos en dirigirnos a Él para que nos explique lo que no entendemos bien. San Josemaría nos animaba a hacerlo, como lo hicieron los apóstoles: “Domine, edissere nobis parabolam, Señor explícanos la parábola” (Es Cristo que pasa, n° 2). Explícanos lo que no entendamos bien en los textos que leemos o en las indicaciones que nos hacen los que tienen autoridad en la Iglesia. De esta manera podremos siempre responder, como nuestra Madre la Virgen María, “hágase en mí según tu palabra” (cf. Lucas 1, 38).
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS, para su predicación, se inspiraba en la vida ordinaria, ya que así facilitaba la comprensión de su mensaje. A los pescadores les hablaba de barcas y de redes; a los agricultores, de semillas y cosechas; a las amas de casa, de las tareas ordinarias del hogar. Eso sucede en el evangelio de la Misa de hoy. Después de la escasa acogida que brindaron las autoridades religiosas al Sermón de la montaña y al discurso apostólico, Jesús exclama con dolor: «¿Con quién voy a comparar esta generación? Se parece a unos niños que se sientan en las plazas y les reprochan a sus compañeros: “Hemos tocado para vosotros la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo”» (Mt 11,16-17).
El Maestro se sirve de aquel estribillo popular para quejarse por la respuesta que recibían sus palabras. Aquellas personas, representantes de la religiosidad judía del momento, tuvieron el privilegio de escuchar la buena nueva de labios del Hijo de Dios y, sin embargo, decidieron seguir igual, como si nada hubiese pasado. Por el contrario, sabemos que muchos sencillos y humildes lo acogieron con fe. Por ese motivo, Jesús elevará más adelante su oración al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Durante el tiempo del Adviento el Señor nos invita a prepararnos para la celebración del nacimiento de Jesús. Podemos aprovechar para mirar con detenimiento nuestra vida, concretamente la manera en la cual acogemos los dones de Dios: ¿lo hacemos como los pequeños y sencillos, que escucharon la palabra de Dios y la pusieron en práctica? ¿O como aquellas autoridades convencidas de su sabiduría y que rechazaron la llamada de Jesucristo? Podemos pedir a Dios la docilidad necesaria para recibir sus dones. «El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. “Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14)»[1].
«HA VENIDO Juan, que no come ni bebe, y dicen: “Tiene un demonio”. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Mirad un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores”» (Mt 11,18-19). Jesús hace notar a sus oyentes que muchos no atendieron ni la invitación a la penitencia del Bautista, ni su propio mensaje de alegría. Por eso les compara a los protagonistas de aquella canción infantil, que no bailaban en los cánticos de boda ni lloraban en los funerales.
En el fondo, aquellas personas no pudieron reconocer en Juan Bautista a Elías ni en Jesucristo al Mesías. Tal vez vivían demasiado aferrados a sus propias opiniones y prejuicios, y no se percataron de quién era el que les hablaba. «El único deseo de Dios es salvar la humanidad, pero el problema es que es a menudo el hombre el que quiere dictar las reglas de la salvación (...). También nosotros, cada uno, lleva ese drama dentro. Por eso, nos vendrá bien preguntarnos: ¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo?»[2].
Pidamos al Señor que nos conceda el don de atender a sus inspiraciones: que tengamos visión sobrenatural, que nos dejemos sorprender por Dios que está vivo en las personas y en los acontecimientos que nos rodean. Para no caer en la triste realidad de aquellos contemporáneos de Jesús que nos recuerda el Evangelio de hoy, es fundamental que cuidemos el trato frecuente con Dios que nos lleva a una vida contemplativa. Pero también es importante no aferrarnos a nuestros prejuicios sobre el actuar divino y estar abiertos a su creatividad. Solo así podremos leer, cumplidas, las promesas que dirige el profeta Isaías: «Sería tu paz como un río, y tu justicia como las olas del mar, tu descendencia sería como la arena, y los vástagos de tus entrañas, como sus granos; su nombre no perecería, ni se borraría de mi presencia» (Is 48,8-19).
LAS ORACIONES de la Misa de hoy aluden también a la parábola de las vírgenes prudentes, invitándonos a imitarlas en su disposición ante la llegada del Esposo: «El Señor llega, salid a su encuentro; él es el Príncipe de la paz»[3].
Jesús compara el reino de los cielos a «diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas» (Mt 25,1-13). La parábola es una invitación a estar siempre preparados para que, cuando llegue el momento definitivo del encuentro con el Esposo, del cual nadie conoce el día ni la hora, estemos llenos del amor de Dios y al prójimo. Se trata de tener la mirada puesta en los bienes más altos, discernir qué nos conviene elegir para ser felices y disponernos a llevar a cabo los propósitos para alcanzar esos bienes. Ese es el aceite que nos permitirá salir al encuentro del Esposo de la Iglesia, que nacerá en Belén.
Con el modelo de las vírgenes prudentes, el prefacio de la Misa señala que «el mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza»[4]. Somos prudentes cuando velamos en oración y procuramos que lo primero sea siempre el Señor: «Unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender»[5].
Pidamos la intercesión de nuestra Madre, la Virgen María, para que nos ayude a preparar la venida de su Hijo con docilidad y visión sobrenatural. Queremos sorprendernos nuevamente con el nacimiento de Jesús, y por eso pedimos en la Misa de hoy: «Dios todopoderoso, concede a tu pueblo esperar vigilante la venida de tu Unigénito, para que nos apresuremos a salir a su encuentro con las lámparas encendidas, como nos enseñó nuestro Salvador»[6].