"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de enero de 2022

AMISTAD ES PERDON




 Evangelio (Mc 2,1-12)


Al cabo de unos días, entró de nuevo en Cafarnaún. Se supo que estaba en casa y se juntaron tantos, que ni siquiera ante la puerta había ya sitio. Y les predicaba la palabra. Entonces vinieron trayéndole un paralítico, llevado entre cuatro. Y como no podían acercarlo el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico:


— Hijo, tus pecados te son perdonados.


Estaban allí sentados algunos de los escribas, y pensaban en sus corazones: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?»


Y enseguida, conociendo Jesús en su espíritu que pensaban para sus adentros de este modo, les dijo:


— ¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o decirle: «Levántate, toma tu camilla y anda»?


Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados — se dirigió al paralítico —, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.


Y se levantó, y al instante tomó la camilla y salió en presencia de todos, de manera que todos quedaron admirados y glorificaron a Dios diciendo:


— Nunca hemos visto nada parecido.


Comentario


En la escena que se nos presenta hoy, un paralítico copa la atención de Jesús. Se trata de una persona dependiente, pues necesita de hasta cuatro personas para que le acerquen al Maestro y pedirle la curación. De hecho, las primeras palabras del Señor “Tus pecados te son perdonados” (v. 5) las pronuncia el Señor viendo la fe de esas personas que cargan con el inválido.


Más allá del gran milagro de sanación que realiza el Señor sobre el alma y el cuerpo del enfermo y de la tremenda dureza de corazón de los escribas que observan el prodigio, la actitud de estas cuatro personas que llevan al paralítico nos da una lección de cómo estamos llamados a actuar cristianamente con las personas que deseamos que se acerquen al Señor.


Podemos pensar que, antes de buscar una camilla y cargar con el enfermo, sortear a la multitud que se agolpaba en torno a Jesús y poder hacerse un hueco justo delante del Maestro, estas cuatro personas se convencieron de que el milagro de la curación era posible. Lo deseaban con todas sus fuerzas porque su amor hacia el enfermo –que probablemente sería su amigo– era grande y buscaban lo mejor para él. Después, ponerse manos a la obra y llegar hasta Jesús, no les resultó tan complicado.


Además, Jesús, como hace tantas veces con nosotros, nos sale al encuentro enseguida porque Él está deseando que le mostremos nuestras necesidades y anhelos profundos para colmarlos. A veces seremos capaces de hacerlo por nuestra cuenta… pero la mayoría de las veces, necesitaremos al lado a algún hermano o amigo que nos ayude a dar ese paso de encontrar a Jesús.


PARA TU ORACION 


LA ILUSIÓN de la gente por ver a Jesús va creciendo en la zona. El Evangelio nos dice que «ni siquiera ante la puerta había sitio» (Mc 2,2). Hace unos días veíamos cómo la gente se agolpaba fuera de la casa de Simón, pero ahora ya ni siquiera queda sitio allí. Se cumple lo que Pedro había dicho: todos buscan al maestro. Jesús ha caldeado sus corazones, ha hecho resurgir la esperanza en un pueblo ocupado y reprimido; pero esta vez se trata de una esperanza diferente, mucho más grande de lo que imaginaban. Las palabras y los milagros de Cristo han hecho que los sueños de un pueblo que lleva siglos esperando al Mesías parecieran, esta vez, posibles. ¿Y si es, de verdad, el Mesías?, se preguntan. ¿Y si tenemos la suerte de tenerlo en nuestra casa en Cafarnaún? Para la gente sencilla que rodeaba a Cristo, no cabe mayor privilegio que haber conocido quien les ha deslumbrado con la luz de su doctrina. Ellos, personajes secundarios en la sociedad de su tiempo, han encontrado el gran tesoro; los que siempre han sido los últimos han sido buscados para encabezar al pueblo de la promesa.


Entre toda esta multitud, hay cuatro amigos que han oído, o quizá visto, a Jesús. Tienen un quinto amigo que es paralítico y a uno de ellos se le ha ocurrido que, si consiguen llevarlo hasta Jesús, existen muchas posibilidades de que pueda ser curado. Sin embargo, al llegar a las inmediaciones, se encuentran con tanta gente agolpada allí que no saben qué hacer. En todos los grupos siempre hay alguno que suele tener ideas un poco más peregrinas, así que este sugiere descolgar a su amigo por el tejado de la casa. No ven otra forma de ponerlo frente a Jesús. Nosotros, en la oración, muchos siglos después, podemos seguir haciendo algo parecido con nuestros amigos. «No se puede comunicar la cercanía de Dios sin tener experiencia de ella, sin experimentarla cada día, sin dejarse contagiar por su ternura. Cada día, sin ahorrar tiempo, debemos estar frente a Jesús, llevarle las personas, las situaciones, como canales siempre abiertos entre él y nuestro pueblo»1.


DESCUBRIR A JESÚS y contárselo a los demás son dos caras de una misma moneda. Cada cristiano tiene la suerte de compartir la misma misión de Cristo. «La luz de la fe nos permite reconocer cuánto es infinita la misericordia de Dios, la gracia que obra por nuestro bien. Pero esa misma luz nos hace también ver la responsabilidad que se nos ha encomendado para colaborar con Dios en su obra de salvación»2.


Sin embargo, el apóstol no es mejor que los demás. Por eso se llena de agradecimiento y saberse elegido estimula su creatividad, como les sucede a estos amigos: «Levantaron la techumbre por el sitio en donde se encontraba y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico» (Mc 2,4). Quieren poner a su amigo ante el Señor, piensan que eso bastará. «Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Desde arriba los amigos se sorprenden, se felicitan entre sí, y quizá Jesús los mira con complicidad porque se han salido con la suya. De alguna manera, han colado a su amigo en el corazón del maestro. Pueden ver la cara de alegría de su amigo, muy diferente a la angustia que seguramente contraía su rostro mientras era descolgado. Quizá también les sorprende que Jesús le perdone los pecados, pero la cara de su amigo lo dice todo: ahora se siente liberado.


De la misma manera quisiéramos sentirnos nosotros cada vez que somos curados por Jesús. «No os llevéis ningún chasco si hacéis una tontería, o doce seguidas –dice san Josemaría–. ¿Qué creéis? ¿Que sois impecables? Yo tengo sesenta y ocho años: bueno cuarenta y uno y un poco... Os voy a quitar la ilusión: no penséis que todo será calma cuando seáis viejos. Siguen las mismas pasiones, y quizá más retorcidas. Así, que toda la vida es lucha, ¡pero es fácil!»3.


DESPUÉS DE QUE JESÚS pronuncia sus palabras de perdón, se produce un pequeño altercado. Algunos de los que están dentro se enfadan. Les inquieta que Jesús diga que él perdona los pecados del paralítico, porque eso solo le corresponde a Dios. Llama la atención la postura física en que se encuentran estos personajes, que el evangelista ha recogido, inspirado por el Espíritu Santo: «Estaban allí sentados algunos de los escribas» (Mc 2,6). Sabemos que quienes de verdad quieren al paralítico están mirando la escena encaramados en el tejado. Los que, al contrario, se quejan de que Jesús perdone los pecados, están cómodamente sentados. El apóstol, como estos amigos del Evangelio, no espera sentado a que las cosas sucedan. Su fe en Dios le lleva a fiarse del Espíritu, verdadero protagonista de su misión, y se pone en marcha cada día.


De hecho, ellos ni siquiera le piden a Jesús que lo cure, ni se enfadan porque al principio solo le perdona los pecados. No le marcan a Dios el paso, sino que se ajustan al ritmo de Jesús. La conversación sigue manteniendo la expectación. Jesús les pregunta: «¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones?» (Mc 2,8). Quizá todos se sintieron interpelados, aunque la pregunta iba dirigida a los escribas. Estos últimos sabían perfectamente a qué se refería, pero Jesús no les dejó responder: «A ti te digo –dijo, dirigiéndose al paralítico–: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2,11).


La alegría de los que miraban desde el agujero estalla en gozo y agradecimiento. Ven caminar a su amigo, tomar su camilla y salir por su propio pie. Seguramente corrieron a abrazarlo. ¿Cómo sería el agradecimiento de quien fuera paralítico hacia sus amigos? ¿Cómo abrazó a cada uno y quizá especialmente al que tuvo la atrevida idea de descolgarlo? Todos necesitamos buenos amigos que nos pongan delante de Jesús. Y nadie como la madre de Jesús para cumplir esa misión. Su imaginación y su simpatía siempre harán atractivo el camino de vuelta a su compañía. «Madre nuestra, te damos gracias por tu intercesión por nosotros delante de Jesús; sin ti, no hubiéramos podido ir a Él. ¡Qué verdad es que a Jesús siempre se va y se vuelve por María!»4.