"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de enero de 2022

BUSCA EL ROSTRO DE JESÚS


 

Evangelio (Mc 3,7-12)


Jesús se alejó con sus discípulos hacia el mar. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea y de Judea. También de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía. Y les dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le aplastasen; porque sanaba a tantos, que todos los que tenían enfermedades se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus impuros, cuando lo veían, se arrojaban a sus pies y gritaban diciendo:


—¡Tú eres el Hijo de Dios!


Y les ordenaba con mucha fuerza que no le descubriesen.


Comentario


El evangelio de la misa de hoy nos dibuja el amplio mapa de la creciente influencia de Jesús: los límites marcados por Galilea al norte y Judea al sur se ven desbordados, y las noticias de su predicación y su poder sanador se extienden ya más al norte (Tiro y Sidón), más al sur (Idumea) e incluso más allá del Jordán. El evangelio no tiene fronteras, nada puede encadenarlo. Y es que los corazones de aquellas personas, nuestros corazones, están esperando como agua de mayo ese evangelio, esa poderosa palabra de esperanza, portadora de plenitud de vida.


Somos los nosotros los que, testigos de las bondades de Dios obradas a través de Cristo, servimos de portavoces del evangelio cuando lo pregonamos con la palabra y las obras. Pero pregonamos con convicción lo que ha llegado al fondo de nuestro corazón y nos ha transformado. De ahí la necesidad de un encuentro personal con Jesús. Una cosa es leer o escuchar, y otra experimentar que Cristo se hace solidario con nosotros. Los evangelios hablan del deseo de tocar a Jesús y nos dicen que él obra milagros tocando a los que va a sanar. El sentido del tacto es, desde cierto punto de vista, el que nos pone en contacto más inmediato con la persona que tenemos delante. De ahí la importancia de una caricia o de un abrazo, expresión de un querer compartir la situación del otro, sus dolores y sus alegrías. ¡Qué importantes son esas manifestaciones de ternura!


Jesús no rehúye nunca a las multitudes. Hace todo lo posible para que puedan escucharle los más posibles y lo mejor posible. Pero, al mismo tiempo, y especialmente en el Evangelio según Marcos, ordena a los demonios y espíritus impuros que ha expulsado que no le descubran. ¿Por qué? Porque hasta que no pase la pasión, la cruz y la resurrección, la comprensión de su figura y mensaje es incompleta y equivocada. Si queremos ser emisarios de Cristo es necesario que conozcamos bien a Aquel de quien queremos hablar: su identidad, su misión y cómo la lleva a cabo, llevando sobre sus espaldas el peso de nuestras faltas, de nuestras enfermedades, para poder sanarnos.


PARA TU ORACION PERSONAL


La llamada de Dios es universal.

Todos buscamos el rostro de Jesús.

Descubrir su presencia alrededor nuestro.

EN DIVERSAS ocasiones Jesús lleva a sus apóstoles a lugares apartados para descansar con ellos. La predicación del Evangelio es un trabajo extenuante. Muchas veces no tienen tiempo ni para comer. Sin embargo, algunas veces esos intentos de retirarse en busca de tranquilidad no daban buen resultado, porque quienes buscaban a Jesús lograban descubrirlos. Así lo refleja san Marcos: «Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón» (Mc 3,7-8). Es tal el entusiasmo de las gentes, que Jesús tiene que protegerse para no ser aplastado: «Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío» (Mc 3,9). La fama del Señor había traspasado fronteras: no son únicamente galileos, paisanos suyos, los que le escuchan con gusto, sino que son gentes de todas las comarcas, incluso de lugares más lejanos como Tiro o Sidón. Este recorrido que hace la Escritura por los lugares de procedencia de la muchedumbre es signo y preludio de la universalidad del Evangelio: la llamada de Dios no es para unos pocos, de cierto origen geográfico, pertenencia cultural o poseedores de algún bagaje intelectual concreto. La llamada es para la humanidad entera.


La alegría de llevar el Evangelio ha empujado a muchos santos a cruzar el planeta de un extremo a otro. San Josemaría soñaba con llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La evangelización era para él un «mar sin orillas», una tarea que no tiene límites. A este respecto le gustaba utilizar el mapa del mundo como motivo decorativo, porque le ayudaba a rezar por la expansión de la fe tanto geográficamente como para encender a más gente en el lugar propio. «La universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia abraza a todo el universo. Los apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna»1.


EN ESTOS primeros meses acompañando a Jesús, los apóstoles pudieron tocar con sus manos el fruto de su trabajo apostólico, vieron numerosas curaciones y conversiones. Todos ellos participan con gozo del entusiasmo que suscita Cristo a su alrededor. Sin embargo, más adelante el Señor les anuncia que no será siempre así, ya que también experimentarán la prueba de las contradicciones: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles (…): esto os sucederá para dar testimonio (…). Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21,12-17). Con el tiempo se cumplieron estas palabras, y sus apóstoles experimentaron en propia carne el sabor del fracaso, al menos aparente; asistieron con dolor al abandono de muchos discípulos e incluso a la traición. Todos tuvieron que aprender a superar las dificultades que entrañaba la predicación del nombre de Jesús. Dios nos llama a «una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»2. Tanto en los momentos de gozo como en los de dolor, el discípulo no puede olvidar que está con Cristo, y que esto es lo verdaderamente decisivo.


Todos los hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, buscamos el rostro de Jesús. Esta certeza nos mueve a no detenernos cuando arrecien los obstáculos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad», exclamaba san Juan Pablo II a una multitud de jóvenes que había llegado a Roma desde todas las partes del mundo. «Es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»3. Encontrar a Jesús es un regalo más grande que cualquier obstáculo del camino.


«COMO había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo» (Mc 3,10). La gente, que ha venido de los cuatro puntos cardinales, se agolpa en torno al Señor y quieren tocarlo. Esta es una imagen de lo que queremos hacer los cristianos sobre todo al recibir los sacramentos, pero también al pasar un tiempo de oración delante del sagrario, o simplemente al besar un crucifijo. Buscamos ese contacto con Cristo también cuando cuidamos de los enfermos, de las personas necesitadas o de los ancianos: tocando sus «llagas, acariciándolas, es posible adorar al Dios vivo en medio de nosotros»4.


Jesús es el camino para nuestra salvación. Su humanidad atrae nuestros corazones porque sabemos que no cansa ni decepciona. Es verdad que en el amor radica nuestra felicidad, pero incluso en las relaciones humanas más profundas podemos encontrar «una cierta medida de desilusión»5, porque nadie nos puede dar lo que nos ofrece Dios en su Hijo. «Solo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano»6.


Para continuar atrayendo a muchos a Cristo, necesitamos acércanos a él en los sacramentos, en la oración y en las demás personas, para recibir allí la vida sobrenatural. Encontrar siempre a Jesús nos dará energía y consuelo en nuestro apostolado. «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado (…) depende de su unión vital con Cristo»7. Al descubrir a Cristo en lo que nos rodea nos llenaremos de fecundidad apostólica, quizás distinta a la que imaginábamos. María es testigo feliz de la marea de personas que corren detrás de su Hijo, buscando luz y salvación. Con el aliento de quien es Reina de los apóstoles iremos al encuentro con Cristo para, después, poder compartirlo con los demás.