Evangelio (Mc 10, 17-27)
Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó:
—Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?
Jesús le dijo:
—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre.
—Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud —respondió él.
Y Jesús fijó en él su mirada y lo amó. Y le dijo:
—Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.
Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones.
Jesús, mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:
—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!
Los discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo, dijo:
—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Y ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:
—Entonces, ¿quién puede salvarse?
Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:
—Para los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible.
Los mandamientos son el camino hacia la felicidad.
En Cristo, Dios sale a nuestro encuentro.
Podemos aceptar o no la invitación de Jesús.
«MAESTRO bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). Así inicia la conversación entre Jesús y un joven que se acerca. Esta fundamental pregunta, que el joven realiza de rodillas, es la misma que le «han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos (...). Es el interrogante fundamental de todo cristiano»1 y de todo hombre. Lo que este joven anhela es lo que deseamos todos: ser felices en la tierra y después en el cielo.
Hemos escuchado la respuesta de Cristo: «Ya conoces los mandamientos» (Mc 10,19). Ante todo, Jesús le confirma que debe estar atento a los ecos de la ley que Dios ha inscrito en su corazón y que ha revelado a su pueblo. El Señor, «con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»2. El camino para saciar la sed de sentido que anida en su corazón es preciso: vive de acuerdo a los mandamientos, hazlos vida de tu vida.
Los mandamientos son el camino de felicidad que Dios ha trazado para sus hijos. Aunque algunos vienen formulados en negativo, para establecer fácilmente los límites del bien y del mal, los mandamientos son en realidad un «sí» a Dios, a su amor. Son un «sí» también a los demás hombres, porque el amor al prójimo brota de un corazón dispuesto a entregarse. Son, finalmente, un «sí» a nosotros mismos. Más que una meta, son «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad»3. Con los mandamientos, Dios nos quiere educar en la verdadera libertad: «El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien»4.
EL JOVEN escuchó atentamente a Jesús y le contestó con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». En ese momento, el Evangelio subraya que «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,20-21). En esa mirada serena de Cristo se reflejaba el brillo del amor de Dios por los hombres; en ella «está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»5.
La auténtica felicidad nace al descubrir que Dios nos busca y sale a nuestro encuentro. Dios, «en su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre»6.
«Una cosa te falta –continuó diciendo Jesús al joven–: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). El Señor «no pretende imponerse»7, sencillamente le invita. El Señor no se cansa de mirarnos y, con paciencia, espera nuestra respuesta. Siempre estamos a tiempo de aceptar su invitación. «Yo quiero que vosotros seáis felices –decía san Josemaría en una reunión familiar–, y lo pido al Señor con toda mi alma. Pero si queréis ser felices tenéis que estar dispuestos a seguir al Señor, poniendo los pies donde Él los puso»8.
EN AQUEL MOMENTO, el joven rico lamentablemente no acogió la invitación de Jesús. Se llenó de tristeza y se dió la vuelta para volver a su rutina habitual. Los evangelistas hacen un diagnóstico unánime de la causa del rechazo: el joven «tenía muchas posesiones» (Mc 10,22; cfr. Mt 19,22 y Lc 18,23). Las ataduras a lo que poseía le impidieron dar el paso de amor hacia Jesús. No tuvo la soltura suficiente como para desprenderse de ellas y adquirir un bien mucho más grande. «Cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste –predicaba san Josemaría–: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»9.
Sobre el ambiente alegre que se había creado, se cierne ahora el nubarrón del desaliento. «Sólo nosotros, los hombres, nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana»10. Los santos, por su parte, se han dejado mover por el Espíritu Santo y su libertad se ha engrandecido de ese modo; sin dejarse atar por las cosas de la tierra, se han hecho ligeros para moverse al paso de Dios.
Seguir a Jesús supone imitar su estilo sencillo de vida. La pobreza «acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo»11. María, al ser llena de gracia, era también llena de libertad. A ella le podemos pedir que no nos dejemos llevar por otros bienes que no son el más grande: seguir de cerca a su hijo Jesús.