"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de febrero de 2022

CRISTO CAMBIA NUESTRA VIDA

 


Evangelio (Lc 5, 1-11)


Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.


Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:


— Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.


Simón le contestó:


— Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.


Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:


— Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.


Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:


— No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.


Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.



FUERON MUCHAS las personas que tuvieron la oportunidad de ver al Señor, de escucharlo, de alimentarse de su presencia. «La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios» (Lc 5,1), nos dice el Evangelio. El verbo que utiliza –«agolparse»– nos permite intuir la cantidad de personas que se reunían en el lago de Genesaret. Tenían que apretujarse para poder acercarse a Jesús. Sin embargo, viendo en perspectiva el conjunto del paso del Señor por la tierra, podríamos preguntarnos: ¿cuántas de esas personas dejaron que el mensaje de Cristo transformara verdaderamente sus vidas? Quizás en muchos casos sucedió lo que tiempo después describiría san Josemaría: que el mensaje de Jesús puede pasar «como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro»1.

En la actualidad también podemos contemplar escenas similares: hay muchas personas, incluso no cristianas, que se sienten atraídas por el mensaje de Jesús; existen infinidad de recursos que nos hablan de su persona, de su figura, de su mensaje… y siempre captan interés. Sin embargo, ¿cuántos se convierten diariamente vida a partir de ese contacto con Jesús? ¿Cuántos se abren al don de la piedad, que transforma nuestra relación con Dios? El Señor nos ofrece «una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración»2.


EN ESE MISMO LUGAR, ese mismo día, se produjo también el fenómeno contrapuesto al anterior. Todo comenzó con una iniciativa de Jesús: «Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra» (Lc 5,3), ya que así sería más fácil que la multitud pudiera verlo y escucharlo. Ese sencillo gesto fue el comienzo de una historia en común. Al principio, los pescadores pensaron que ellos estaban haciendo un favor a Jesús. Pero, poco a poco, fueron percibiendo que el gobierno de la barca lo iba tomando él. Pocos minutos después, cayeron en la cuenta de que habían presenciado algo extraordinario: una pesca milagrosa. Y al final, cuando volvieron a la orilla, entendieron que, en el futuro, nada volvería a ser igual. Era como si hubieran abierto los ojos por primera vez.

Lo que pasó aquel anochecer en Genesaret se ha repetido infinidad de veces. Muchos, por desgracia, no se dieron cuenta de que era Jesús quien les pedía la barca, y entonces su vida quizás se desarrolló siempre como en una sola dimensión. Afortunadamente, muchos otros han ido diciendo que sí a lo largo de la historia. Tantos cristianos que nos han precedido en la fe muestran que Dios sigue llamando. Con especial claridad brilla la respuesta de los santos. Antes de Genesaret, Dios había llamado a María. Y siglos después, en Milán removería a Agustín, en Siena a Catalina, en Pamplona a Íñigo; en Uganda a Carlos, o en Logroño a un joven llamado Josemaría. Todos ellos dijeron que sí y, como aquellos primeros pescadores, además de descubrir todas las dimensiones de su vida, cambiaron también el curso de la historia.


UNAS PALABRAS DE san Josemaría nos dan la clave para entender por qué los dos caminos posibles que nos describe el evangelio de hoy son tan distintos: «Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido». Puede ser que la diferencia entre las personas que ese día simplemente escucharon al Señor y los apóstoles que vieron su vida transformada para siempre se encuentre en esa intuición: querer a Dios «como Él desea ser querido»3. Mientras que un grupo se limitó a escuchar un mensaje más entre tantos, los otros comprendieron que detrás de las acciones de Jesús había un amor. Y de frente al amor somos libres de pasar de largo, pero también somos libres de poner en juego la vida y lanzarnos a una aventura que promete la felicidad más grande.

Por eso, contemplar esta escena nos puede ayudar, entre otras cosas, a recordar esa llamada a ser, también en palabras de san Josemaría, «amadores de Dios»4. Sin embargo, abrazar esa invitación puede requerir hacerse una pregunta previa: ¿cómo desea el Señor ser querido? ¿cómo desea que lo quiera yo? La Sagrada Escritura nos ofrece múltiples referencias para encontrar la respuesta: «Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Dt 6,5) dice el Deuteronomio; «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34), nos dice el mismo Cristo. En definitiva, «el mensaje cristiano no es solo “informativo”, sino “performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida»5.

El mejor ejemplo de esa dimensión transformadora que tiene la presencia de Cristo es María Santísima: ella dijo «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Aquellas palabras que repetimos en el Ángelus son la mejor expresión de docilidad a la aventura de Dios. Se trata de reconocer que cada día «Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros –hoy, ahora– una gran mudanza»6.