Evangelio (Mc 6, 53-56)
Acabaron la travesía hasta la costa, llegaron a Genesaret y atracaron.
Cuando bajaron de la barca, enseguida lo reconocieron.
Y recorrían toda aquella región, y adonde oían que estaba él le traían sobre las camillas a todos los que se sentían mal.
Y en cualquier lugar que entraba, en pueblos o en ciudades o en aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas, y le suplicaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y todos los que le tocaban quedaban sanos.
Jesús revoluciona los lugares por los que pasa.
Descubrir la alegría más profunda.
Una fe fundamentada en el amor de Dios.
LA LLEGADA DE un personaje importante suele producir una pequeña revolución en los lugares que visita, sobre todo si son sitios poco acostumbrados a vivir grandes sucesos. Lo que suele reinar en los pequeños pueblos es la tranquilidad de la rutina, la repetitiva cadencia de una vida marcada por la cotidianidad de hacer siempre las mismas cosas y ver continuamente a las mismas personas. Por eso, la llegada de Jesús a Genesaret fue una revolución. Desde que «lo reconocieron» (Mc 6,54), la noticia corrió de boca en boca con la velocidad de quien no quiere desaprovechar la oportunidad de su vida. Las plazas de aquellas aldeas se llenaron de enfermos y el ruido de las camillas al tocar el suelo se convirtió en el sonido por excelencia en esa zona de Galilea.
«El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura»1. Y es fácil imaginarse que sería precisamente eso, ternura, lo que desprendería la mirada de Jesús mientras iba sanando a cada enfermo; mientras, como hizo en otras circunstancias similares, producía en ellos la verdadera revolución: la de perdonarles los pecados (cfr. Mc 2,5). Pero esa revolución requiere un paso previo: cuando bajaron de la barca, «enseguida lo reconocieron», nos dice el Evangelio. Solo puede ser sanado por Cristo quien es capaz de reconocerlo. Quizás, como supieron hacer los santos, podemos empezar por reconocer a Jesús en la carne de las personas que nos rodean, sabiendo mirar con ternura sus heridas. Sabemos que todos los detalles de servicio que hacemos con nuestros amigos o familiares, lo estamos haciendo realmente con Jesucristo (cfr. Mt 25,40). San Josemaría sostenía que «si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos»2.
SI MIRAMOS LOS acontecimientos desde lejos, vemos al Señor rodeado de conmoción, ruido, gritos; grandes cantidades de personas se abarrotan intentando alcanzarlo. Sin embargo, queremos descubrir qué pasa más cerca, en el corazón de Jesús. Además de la ternura en su mirada, no hay duda de que la alegría que experimentaban las personas curadas embargaría también al Señor, que sabía regocijarse con lo que era causa de felicidad para los demás. San Pablo invita a los Romanos a alegrarse con los que se alegran (cfr. Rm 12,15) porque sabe que esa es la actitud propia de quien tiene los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).
No obstante, sabemos que Jesús no vino para traer la alegría pasajera de una curación física. Tiempo después, camino hacia el Calvario, «a derecha e izquierda, el Señor ve esa multitud que anda como ovejas sin pastor. Podría llamarlos uno a uno, por sus nombres, por nuestros nombres. Ahí están (...) los que fueron curados de sus dolencias»3. En efecto, Jesús sabía que, a la vuelta de poco tiempo, algunos habrían borrado de su memoria aquel día, dejando en el olvido las maravillas que el Mesías había obrado en sus vidas.
Las personas de Genesaret que recobraron la salud lo hicieron ciertamente porque creían que Jesús podía hacer el milagro, creían en su capacidad de vencer a la enfermedad. Sin embargo, quizás su corazón se quedó a mitad de camino; solamente buscaron al Señor mientras tenía algo inmediato que ofrecerles, no descubrieron la profunda alegría de la vida junto a Jesús. Al contrario, «la alegría cristiana brota de la certeza de que Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros: en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad (...). Y esta alegría permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en él»4.
PONER EN CONTRASTE lo sucedido en Genesaret, cuando la multitud se precipitaba buscando la curación, de frente a lo acaecido en el Calvario, cuando el gentío clamó por la crucifixión, nos puede ayudar a considerar despacio, con sinceridad, qué es exactamente lo que buscamos cuando buscamos a Jesús. San Juan, que tan bien conocía lo que albergaba el corazón de Cristo, nos da una pista para purificar nuestra fe: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Se trata de algo que a veces, sin querer, podemos olvidar en los momentos de dificultad, cuando nos parece que el Señor está dormido o que no quiere usar su poder.
Porque sin duda, ese es uno de los grandes retos de la fe: abrazar el misterio de la voluntad de Dios cuando el Señor no utiliza su poder como a nosotros nos parece que debería hacerlo. Creer en Jesús cuando presenciamos un milagro es fácil; lo difícil es asistir a circunstancias en las que nos parece, erróneamente, que Dios no interviene. A veces, sin darnos cuenta, podemos comportarnos como aquellos que gritaban en el Calvario: «Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse. Es el Rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42).
Tantas veces vemos injusticias, maltratos y dolores que nos pueden hacer dudar sobre la presencia de Dios. San Juan vivió lo mismo: tormentas, persecuciones, el martirio del Bautista y de los otros once apóstoles. Es más: san Juan vivió el Calvario, y paradójicamente, es eso lo que le permite afirmar que ha «conocido y creído» en el amor de Dios. Es precisamente eso, que el Señor no baje de la cruz, lo que nos ha enseñado que la revolución de la ternura no es un cúmulo de sucesos bonitos, sino la presencia de un amor que se entrega hasta las últimas consecuencias. «La experiencia de la ternura consiste en ver el poder de Dios pasar precisamente a través de lo que nos hace más frágiles»5. María, nuestra madre, es quien mejor comprende el amor de Dios: ella nos ayudará a conocerlo mejor y creer más firmemente en él.