Evangelio (Mc 8, 22-26)
Llegan a Betsaida y le traen un ciego suplicándole que lo toque. Tomando de la mano al ciego lo sacó fuera de la aldea y, poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó:
—¿Ves algo?
Y alzando la mirada dijo:
—Veo a hombres como árboles que andan.
Después le puso otra vez las manos sobre los ojos, y comenzó a ver y quedó curado, de manera que veía con claridad todas las cosas.
Y lo envió a su casa diciéndole:
—No entres ni siquiera en la aldea.
- Dios cuenta con quienes nos rodean.
- La oración ayuda a mirar la realidad.
- Felices en la tierra y en el cielo.
JESÚS Y SUS DISCÍPULOS «llegan a Betsaida y le traen un ciego suplicándole que lo toque» (Mc 8,22). Los apóstoles Andrés, Pedro y Felipe eran de ese mismo pueblo de pescadores, situado junto al mar de Galilea. Probablemente conocían a aquel ciego y a quienes lo presentaron al Señor. Lo cierto es que no se trataba de un lugar que hubiera manifestado una gran fe en Jesús; de hecho, más adelante, el Señor se lamentará de la respuesta de Corozaín y de Betsaida, a pesar de haber presenciado tantos milagros.
Quizás también nosotros, a pesar de haber visto o experimentado el obrar divino, y de haber escuchado tanto al Señor, podemos tener por momentos una fe débil. Entonces agradecemos que Dios haya puesto a nuestro lado personas, como los amigos de aquel ciego, que de algún modo nos ponen de frente a Jesús, que nos hablan de él con palabras o con obras. Podemos pensar, por ejemplo, en «los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día (...). Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios»1.
«Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio»2. Siempre de maneras distintas, es posible que esa escena se siga repitiendo a lo largo de nuestra vida. En efecto, Dios se hace presente en nuestras relaciones y, si estamos atentos, a través de ellas busca sanar nuestra ceguera y fortalecer nuestra fe.
AQUELLA TARDE, Jesús, «tomando de la mano al ciego lo sacó fuera de la aldea y, poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: —¿Ves algo? Y alzando la mirada dijo: —Veo a hombres como árboles que andan» (Mc 8,22-24). Refiriéndose a aquellos primeros gestos que realiza el ciego de la mano de el Señor –levantar sus ojos de la tierra y ver, al menos, entre sombras– comenta san Jerónimo: «Hermosamente escribió el evangelista: “levantando los ojos”: el que, mientras era ciego, miraba hacia abajo, miró hacia arriba y fue sanado. Y “veo los hombres como árboles, que caminan” equivale a decir: hasta ahora veo solo la sombra, no veo aún la realidad»3.
Para levantar la mirada y descubrir la auténtica realidad, es preciso entrar en caminos de oración. San Josemaría aconsejaba que, como uno de los primeros actos de servicio que se podía ofrecer a quien acudiese a un centro de la Obra en búsqueda de reavivar su vida espiritual, fuese precisamente ayudarle a orar. «Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa –aunque no es cosa de sentimientos–, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo. ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo? En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia –ayudada por la gracia– penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas»4.
Entonces, como el ciego del Evangelio, levantaremos más y más la mirada hacia el cielo; y los contornos de la realidad serán menos borrosos. «La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios»5.
JESÚS, LLENO de paciencia, «le puso otra vez las manos sobre los ojos, y comenzó a ver y quedó curado, de manera que veía con claridad todas las cosas» (Mc 8,25). El premio a la piedad que se ha encendido en el ciego de Betsaida será mayor de lo que podía esperar: lo primero que ve, tras la confusión de los árboles, es la mirada del Hijo de Dios. Quizá en unos breves segundos, quien había sido recién curado tuvo un adelanto de lo que nos sucederá a todos en el cielo, tras una vida entera buscando a Dios: «Será el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»6.
El camino cristiano, aunque ciertamente se toma con realismo los sufrimientos y dificultades del presente, es un camino alegre, porque mira las cosas desde la perspectiva de Dios y sabe que cuenta con su constante compañía. San Josemaría nos prevenía ante visiones de la lucha que ponen mayor acento en el sufrimiento que en el consuelo de Dios: «El Señor está en la Cruz, pero no como algunos piensan. Algunos, cuando les sobreviene una contradicción, piensan que Jesucristo decía: estoy aquí padeciendo, ¡padeced vosotros!... ¡No! El decía: Yo padezco para que vosotros seáis dichosos. Nos quiere felices en la eternidad y felices en la tierra»7. A nuestra madre, María, le podemos pedir «una fe fuerte, alegre y misericordiosa, que nos ayude a ser santos, para encontrarnos con Ella, un día, en el Paraíso»8.