Evangelio (Mc 7, 14-23)
Y después de llamar de nuevo a la muchedumbre, les decía:
-Escuchadme todos y entendedlo bien: nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, ésas son las que hacen impuro al hombre.
Y cuando entró en casa, ya sin la muchedumbre, sus discípulos le preguntaron el sentido de la parábola. Y les dice:
-¿Así que también vosotros sois incapaces de entender? ¿No sabéis que todo lo que entra en el hombre desde fuera no puede hacerlo impuro, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a la cloaca? De este modo declaraba puros todos los alimentos. Pues decía:
-Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre.
ESCUCHADME TODOS y entendedlo bien –dijo Jesús a una gran muchedumbre–: nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, esas son las que hacen impuro al hombre» (Mc 7,14-15). Después, ya en la intimidad, sus discípulos le piden una explicación más detenida sobre estas palabras, que sin duda les habían parecido muy novedosas. El Señor parece tener un interés especial en que esto se grabase a fuego en el alma de quienes le seguían: es el corazón el que mira a Dios. De ahí el particular esmero que puso para que las personas que lo seguían aprendieran a vivir fijándose en las cosas importantes. El Señor venía a obrar la Redención, a transformar nuestros corazones y no a quedarse en disputas de horizontes estrechos.
El Evangelio conserva siempre su palpitante actualidad. Por eso, nos podemos preguntar si también a nosotros nos pasa lo que sucedía a aquellos fariseos, que limpiaban la copa por fuera, sin darse cuenta de que la suciedad estaba dentro (cfr. Mt 23,26). Jesús «subraya el primado de la interioridad, es decir, el primado del “corazón”: no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino que es el corazón el que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón y no al revés: con actitudes exteriores, si el corazón no cambia, no somos verdaderos cristianos. La frontera entre el bien y el mal no está fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros. Podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? (...). Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor, de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer solo el corazón sincero y purificado»1.
LA SAGRADA ESCRITURA tiene para nosotros múltiples indicios de lo que quería transmitir Jesús a los fariseos: quería explicarles que las negaciones a las que a veces invita Dios llevan, en realidad, en su otra cara, afirmaciones con un sentido positivo. La cuestión importante no estaba en los alimentos que se podían o no comer, sino en lo que pasaba en la interioridad de la persona. Es por eso que en otro pasaje escuchamos esta invitación del Señor: «Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna» (Jn 6, 27). En esa misma línea, san Pablo nos recuerda que «los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita» (1Co 9,25). El Señor quiere que evitemos caer en la ascética de aquellos fariseos que vivían el precepto, pero se olvidaban de lo que había en el fondo, de lo que en realidad afirmaban.
El cristianismo es mucho más que lo que se ve en la superficie: el Señor nos invita a buscar lo duradero, lo permanente. Nuestra fe no es un gran «no», como algunos podrían malinterpretar. Vivir cristianamente implica algunas veces, ciertamente, decir «no», pero solo en cuanto nos ayudan a decir «sí» a cosas más grandes. Ayunamos, pero para buscar esa comida que sí vale la pena, esa que permanece. Benedicto XVI, en su primera homilía como sucesor de Pedro, recordando a su predecesor, decía: «¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande»2.
AL REVISAR la lista que hace Jesús sobre las cosas malas que pueden salir de nuestro corazón, puede ser interesante detenernos a descubrir lo que nos atañe personalmente. Es verdad que el Señor empieza con palabras fuertes, como «robo» u «homicidio», y que al escucharlas quizás asumimos que aquello no tendrá nada que ver con nosotros. Sin embargo, basta continuar adelante para descubrir que, en esa misma lista, aparecen, por ejemplo, la soberbia o la insensatez. La fácil tendencia a opacar la paz familiar con disputas similares a las de aquellos fariseos, o el no saber «pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes»3, es una muestra de que puede haber en nuestro carácter más fariseísmo de lo que pensamos. Puede suceder que, silenciosamente, la soberbia está contaminando nuestras relaciones personales, o quizás no somos lo suficientemente sensatos como para darnos cuenta de que lo que el Señor nos pide es preocuparnos por las cosas de arriba, no por las de la tierra (cfr. Col 3,2).
Este pasaje del Evangelio nos invita a examinar hasta qué punto nuestro corazón se está identificando cada vez más con el del Señor. Es san Pablo el que de nuevo nos alerta, para que nos demos cuenta de que a veces la soberbia puede llevarnos a caer en una manera superficial de vivir la fe, intentando comportarnos cristianamente, pero no para alegrar a Cristo, sino para satisfacer nuestro ego: «Si habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué os sujetáis a sus decretos como si aún vivierais en el mundo? “¡No toques, no pruebes, ni siquiera mires!”. Todo eso acaba en la corrupción a base de usarlo según los preceptos y enseñanzas de los hombres. Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su religiosidad afectada, su aparente humildad y su rigor con el cuerpo, pero no valen sino para la satisfacción de la carne» (Col 2,20-23).
Podemos pedir, junto a san Josemaría: «Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra»4. Que nuestra Madre nos ayude a purificar nuestro corazón para que, desde allí, elevemos nuestra mirada y nuestras obras hacia Dios.