Evangelio (Mc 7, 24-30)
Se fue de allí y se marchó hacia la región de Tiro y de Sidón. Entró en una casa y deseaba que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer inadvertido. Es más, en cuanto oyó hablar de él una mujer cuya hija tenía un espíritu impuro, entró y se postró a sus pies. La mujer era griega, sirofenicia de origen. Y le rogaba que expulsara de su hija al demonio. Y le dijo:
—Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Ella respondió diciendo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos.
Y le dijo:
—Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija.
Y al regresar a su casa encontró a la niña echada en la cama y que el demonio había salido.
Jesús no rehúye la atención a las almas.
Reconocernos necesitados de Dios.
El poder de la fe de una madre.
A LO LARGO de la vida pública de Jesús, se repitió muchas veces el mismo patrón: el Señor intenta aislarse para tomar un respiro, para rezar, reflexionar y compartir con sus apóstoles, pero las multitudes le dificultan disponer de esos espacios. En otros momentos, intenta pasar desapercibido, pero ese deseo no se llega a consumar: «Entró en una casa y deseaba que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer inadvertido» (Mc 7,24). Conmueve esa necesidad de Jesús, tan humana, de apartarse en soledad. Pero conmueve todavía más pensar cómo el Señor no se guarda nada y no rehúye la atención de las almas.
Uno de los milagros más conocidos de Jesús, la multiplicación de los panes y de los peces, viene precedido por una escena de ese tipo. El Señor invita a los doce «a ir a un a un lugar apartado ellos solos. Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud» (Mc 6,32-34). Jesús, que parece que había planificado una jornada tranquila, dedica todo el día a esas personas, hasta el punto de que sus apóstoles lo invitan a despedirlas porque se ha hecho demasiado tarde.
Se trata de maravillosos ejemplos para quien quiere santificar la vida ordinaria. San Josemaría nos recuerda que «a Cristo le interesan los que no tienen tiempo»1, es decir, las personas que viven ocupadas, que trabajan intensamente. De hecho, Jesús vivió así, y es por eso que los cristianos estamos llamados a darnos cuenta de que es «corto nuestro tiempo para amar»2. Jesús no tenía horario de atención porque la Redención no era para él una tarea, entre otras, por cumplir. Y con esa actitud estamos llamados, también nosotros, a encarar nuestra vida de cristianos.
CUANDO CORRIÓ LA VOZ de que había llegado Jesús a aquella zona, muchas personas comenzaron a agolparse alrededor de la casa en donde estaba. Pero para una mujer en concreto, la presencia de Jesús suponía algo diferente, algo decisivo: la posibilidad de pedir la curación de su hija, poseída por un espíritu impuro. Así que va directamente al Señor y, con una suplicante actitud, llena de humildad, se postra a sus pies para pedirle el milagro. Escribe san Josemaría: «Al considerar que son muchos los que desaprovechan la gran ocasión, y dejan pasar de largo a Jesús, piensa: ¿de dónde me viene a mí esa llamada clara, tan providencial, que me mostró mi camino?»3. En el Evangelio, son muchos los que no fueron conscientes de la magnitud de lo que estaban contemplando. Afortunadamente, tenemos también el ejemplo de esta mujer, y de otros como Jairo o como los amigos del paralítico.
Los pasajes evangélicos que nos narran este tipo de peticiones a Cristo tienen un factor común: sentirse necesitados. La mujer que pide la curación de su hija ve en Cristo su única opción de salir adelante, su única posibilidad de cambiar el rumbo del destino. «Dices: “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad”, y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17), nos recuerda, con fuertes palabras, el Apocalipsis.
La actitud confiada de esta mujer, ese saberse necesitada de Jesús, es una imagen de la auténtica fe. «Saberse pequeños, saberse necesitados de salvación, es indispensable para acoger al Señor. Es el primer paso para abrirnos a Él. Sin embargo, a menudo nos olvidamos de esto. En la prosperidad, en el bienestar, vivimos la ilusión de ser autosuficientes, de bastarnos a nosotros mismos, de no tener necesidad de Dios (...). Si lo pensamos bien, crecemos no tanto gracias a los éxitos y a las cosas que tenemos, sino, sobre todo, en los momentos de lucha y de fragilidad. Ahí, en la necesidad, maduramos (...). Una bella oración sería esta: “Señor, mira mis fragilidades…”; y enumerarlas ante Él. Esta es una buena actitud ante Dios. De hecho, precisamente en la fragilidad descubrimos cuánto nos cuida Dios»4.
EL DIÁLOGO QUE SE PRODUJO entre Jesús y la mujer que acudió a él es un ejemplo de fe perseverante. Ella era sirofenicia de origen, es decir, no pertenecía al pueblo elegido. Es por eso que el Señor, al escuchar su petición, le contesta con palabras que nos pueden sonar duras: «Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos» (Mc 7,27). El Señor señala que su prioridad en ese momento es recuperar las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero no era la primera vez que el Señor parecía poner obstáculos a lo que se le pedía: basta pensar en Caná, cuando le dijo a su Madre que no había llegado todavía su hora (cfr. Jn 2,4).
Sin embargo, tal como ocurrió en esas bodas, Jesús se dejó conquistar una vez más por el corazón de una madre, que supo plasmar su amor en una manera delicada de insistir: «Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos» (Mc 7,28). Ante esa respuesta, surgen inmediatamente las palabras de boca de Cristo: «¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Una vez más, la narración evangélica nos presenta la fe como esa llave que abre las puertas de nuestro corazón a Dios, para que pueda realizar su obra.
La fe grande de esta mujer es un reflejo de la fe de santa María. «Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es nuestra Madre? ¿O bien la pensamos lejana, demasiado distinta de nosotros? En los momentos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la miramos a ella como modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solo nuestro bien?»5.