Evangelio (Mt 7, 7-12)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
“Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Quién de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez le da una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?
Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas”.
Rezar nos conforma con el querer de Dios.
Jesús nos impulsa a la oración de petición.
Pedir con el Padrenuestro.
«AYÚDAME, que soy huérfana, y pon en mi boca una palabra apropiada» (Est 4,17). Con estas palabras, la reina Ester suplicaba al Señor que protegiera al pueblo judío de la destrucción. Había leído muchas veces lo que Dios había hecho en los tiempos antiguos con sus antepasados, y estaba convencida de que el poder de su brazo no se había hecho más pequeño. Con esa misma fe clama el salmista: «Daré gracias a tu Nombre por tu misericordia y tu fidelidad, porque has engrandecido tu promesa» (Sal 138,2). Generación tras generación, hemos aprendido que la oración lo puede todo, porque nos conforma interiormente al querer de Dios, y para él nada es imposible.
San Josemaría planteó un día, a varias de sus primeras hijas en el Opus Dei, un panorama apostólico muy extenso. «Ante esto –les dijo– se pueden tener dos reacciones: Una, la de pensar que es algo muy bonito, pero quimérico, irrealizable; y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante»1. No es fácil ver las cosas como las ve Dios. Sin embargo, este es uno de los principales frutos del Espíritu Santo, el don de sabiduría, que se cultiva especialmente en la oración: «Debemos despertar a Cristo en nuestro corazón y solo entonces podremos contemplar las cosas con su mirada, porque Él ve más allá de la tormenta. A través de esa mirada serena, podemos ver un panorama que, solos, ni siquiera es concebible vislumbrar»2. La sabiduría que nos da la oración nos ayuda a confiar en el Señor. Incluso para rezar podemos pedir ayuda, como la reina Ester, para que Dios ponga en nuestra boca la palabra apropiada.
¿DE DÓNDE se pueden sacar las fuerzas necesarias para llevar a cabo una misión que excede nuestra imaginación y nuestras capacidades? El impulso solo podemos encontrarlo en la oración. A una hija suya que se marchaba a Irlanda para desarrollar allí la labor apostólica del Opus Dei, san Josemaría le decía: «Cuando te pido una cosa, hija mía, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo!»3.
Ante la envergadura de lo que Dios pide, cabe desanimarse y no hacerlo, o, al contrario, responder con una petición todavía más audaz: «¿Qué pide un niño a su padre? Papá..., ¡la luna!: cosas absurdas. Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá (Mt 7,7). ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza»4. La única exigencia divina, tal como nos lo muestra el Evangelio, es que pidamos: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Y, por si fueran a pasar desapercibidas las intenciones que tiene Dios de concedernos tantos dones, Jesús pone dos ejemplos cercanos: «¿Quién de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez le da una serpiente?» (Mt 7,9-10).
Una de las prácticas que la Iglesia recomienda en Cuaresma es, precisamente, la oración. Podemos preguntarnos si nuestra oración está llena de tanta confianza, que incluso pedimos cosas que parecen imposibles. Sin embargo, trataremos de que nuestra oración siempre incluya la aceptación de la voluntad divina, porque nadie como Dios sabe lo que nos conviene.
«NECESITAMOS —¡todos!— rezar, cumplir piadosamente las normas de nuestro plan de vida, para que haya una continua oración, un conjunto de corazones que se elevan al Cielo, ofreciendo también nuestras miserias personales, y dejando al Señor que actúe sin que se interpongan como obstáculos esas miserias»5. Jesús, en el Evangelio, no deja de insistir en que confiemos en su generosidad, como quien siente que pedimos poco: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?» (Mt 7,11).
«Nuestra oración con mucha frecuencia es petición de ayuda en las necesidades. Y es incluso normal para el hombre, porque necesitamos ayuda, tenemos necesidad de los demás, tenemos necesidad de Dios. De este modo, es normal para nosotros pedir algo a Dios, buscar su ayuda. Debemos tener presente que la oración que el Señor nos enseñó, el “Padrenuestro”, es una oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña las prioridades de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y así limpia y purifica nuestro corazón»6.
La Virgen es la omnipotencia suplicante. En Caná, como en muchas otras ocasiones, María alcanzó de su Hijo lo que consideraba que era bueno para sus discípulos. Tenemos una madre que pedirá lo mejor para nosotros y, si le dejamos, logrará de su hijo las gracias que necesitamos para llenar el mundo de su alegría.
1 San Josemaría, citado en Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo II, pp. 561-562.
2 Francisco, Audiencia, 10-XI-2021.
3 San Josemaría, citado en Ana Sastre, Tiempo de Caminar, cita 51, p. 385.
4 San Josemaría, Apuntes de una meditación, 24-XII-1967.
5 Francisco, Gaudete et exultate, n. 126.
6 Benedicto XVI, Audiencia, 20-VI-2012.