Evangelio (Mt 5, 20-26)
Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás , y el que mate será reo de juicio.
Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por lo tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda.
Los juicios críticos y el quinto mandamiento.
Pensar lo mejor posible de los demás.
El amor de Dios nos libera de la envidia.
«LOS CENTINELAS esperan a la aurora, pero tú Israel, espera en el Señor; pues en el Señor está la misericordia, en él la Redención abundante» (Sal 131,7-8). Los cristianos esperamos en un Dios que es perdón y misericordia, queremos mirar el mundo junto a él. Así también se podría definir la lucha por la santidad: esa progresiva identificación de nuestra mirada con la suya. Esa tarea parte de la purificación de nuestro corazón, a lo que la Cuaresma nos invita incesantemente. Pero sabemos que no se trata de un proceso automático. A veces nos puede parecer que estamos demasiado inclinados al juicio temerario, a mirar las cosas solo desde nuestro punto de vista, sin ser conscientes del daño que hacemos a los demás y que nos hace a nosotros mismos. Jesús relaciona estas rencillas y enemistades con el quinto mandamiento, aquel que manda no matar (cfr. Mt 5,21-24).
«¿Quién puede juzgar al hombre? La tierra entera está llena de juicios temerarios. En efecto, aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente»1. El Reino de Dios está entre nosotros, y solo el Señor ocupará el lugar de juez. ¿Por qué caemos con tanta frecuencia en los juicios críticos? «¡Qué fácil es criticar a los otros! (...). El Espíritu Santo, además de donarnos la mansedumbre, nos invita a la solidaridad, a llevar los pesos de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona: la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor…! ¡Y cuántas otras pruebas que requieren la cercanía y el amor de los hermanos!»2.
NO ES FÁCIL desactivar el mecanismo interior que nos lleva a la crítica; pero el Espíritu Santo puede darnos luz para descubrir lo que sucede en nuestro corazón cuando surgen esas emociones negativas. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura»3. Una conciencia profunda del perdón, de no haber hecho méritos para merecer tanta bondad de Dios, nos llevará a considerar de la misma manera a los demás, con una mirada benevolente. Algunas veces, juzgar a los otros puede ser síntoma de creernos merecedores de la gracia, consecuencia de un Dios que no ama, sino que paga.
Un camino para no caer en el juicio crítico es pensar siempre lo mejor posible de los demás. Santo Tomás de Aquino señalaba que «puede suceder que quien interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engaña raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero»4. Es mejor equivocarse, pensando bien, que injuriar por pensar mal. «Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»5. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos –recomendaba san Josemaría–; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios. Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación»6.
«SI LLEVAS cuenta de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en pie?» (Sal 130, 3), nos preguntamos con el salmista. Por eso, nos consuela pensar cuánto nos ha perdonado Dios a cada uno, considerar su amor totalmente gratuito para nosotros, a pesar de nuestras traiciones. Sin embargo, paradójicamente a veces la envidia nos lleva a entristecernos por los bienes ajenos, fundamentalmente por el amor o la honra que reciben. Si fuéramos plenamente conscientes de cómo es la estima de Dios por cada uno de nosotros, no cabría en nuestro corazón esta desviación.
El santo cura de Ars decía que «si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros»7. Sin embargo, mientras no aprendamos a alegrarnos con los bienes de los demás, con su brillo por encima del nuestro, la envidia nos acompañará a lo largo de nuestra carrera en la tierra. Para nuestra fortuna, Jesús aceptará un juicio injusto que herirá su honra para que nosotros seamos librados de cualquier condena; para vernos librados de la misma necesidad de juzgar y de juzgarnos.
«La Trinidad Beatísima ha coronado a nuestra Madre. —Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Otro motivo para que digamos a Santa María que nos enseñe a hablar siempre en la presencia del Señor»8.