Evangelio (Jn 13,16-20)
Cuando Jesús terminó de lavar los pies a sus discípulos les dijo: “En verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados. No lo digo por todos vosotros: yo sé a quienes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: ‘El que come mi pan levantó contra mí su talón’. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy. En verdad, en verdad os digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado.”
- Confianza en la gracia de Dios.
- Una lealtad humilde y sonriente al servicio de los demás.
- El beato Álvaro fue un buen pastor.
CELEBRAMOS HOY la memoria litúrgica del beato Álvaro del Portillo, que coincide con el aniversario de su primera comunión, junto a más de un centenar de compañeros del colegio donde estudiaba. Tiempo después de aquel evento, don Álvaro rememoraba que para prepararse adecuadamente había ido a confesarse y que «salió del confesionario con una paz y una alegría muy grandes»[1]. Desde aquel día, se acercó periódicamente al sacramento del perdón. Asimismo, después de recibir al Señor en la Eucaristía por primera vez, siguió acudiendo varios días de la semana a la Misa que se celebraba en el colegio del Pilar.
La piedad sencilla de aquel niño no llamaba la atención en el ambiente de entonces, pero impresiona más comprobar que el beato Álvaro mantuvo siempre en su corazón un amor vibrante, agradecido y creciente a los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía. En 1983, por ejemplo, confiaba a un grupo de personas: «Sesenta y dos o sesenta y tres años que llevo comulgando a diario y es como una caricia de Dios»[2]. Y, en septiembre de 1993, durante una reunión familiar, respondió así a una pregunta sobre cuáles habían sido sus mayores alegrías hasta ese momento: «Mi mayor alegría, hijo mío, es recibir la gracia de Dios: cada vez que el Señor me perdona en la Confesión, cada vez que viene a mí en la Comunión»[3].
Aunque era un hombre de grandes cualidades humanas, el beato Álvaro «sabía que la gracia de Dios podía hacer en su vida mucho más de lo que él era capaz de imaginar»[4]. Por eso, repetía con frecuencia una jaculatoria que trasluce su confianza en el poder de Dios: “Gracias, perdón, ayúdame más”. «Son palabras que manifiestan gratitud frente a lo que no merecemos, reconocimiento de la propia debilidad, y petición de la fuerza necesaria para alcanzar la felicidad más grande, que es la unión con Dios. Son palabras que están entre las primeras que enseñan las madres a sus hijos pequeños. Pidamos a Dios ese corazón de niños que se saben realmente incapacitados sin la ayuda de su padre»[5].
EL 7 DE JULIO de 1935 fue un día decisivo en la vida de don Álvaro. En esa fecha, después de unas horas de retiro espiritual, decidió entregarse a Dios en el Opus Dei. Entonces comenzó un camino de fidelidad: una «fidelidad indiscutible, sobre todo, a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida»[6]. Al principio, el Señor premió la prontitud de su respuesta a la vocación haciéndole sentir un desbordante gozo y entusiasmo interior. Rápidamente, junto al crecimiento espiritual, esa alegría se hizo más reflexiva y honda: el entusiasmo sensible dejó paso a la madurez y a una firme seguridad, fundamentada en la confianza en Dios. En pocos años, adquirió el temple adecuado para ser un apoyo imprescindible del fundador de la Obra y, luego, su primer sucesor.
«Si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez? –decía san Josemaría refiriéndose al beato Álvaro–, os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria. Querría que le imitaseis en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones, humanamente hablando, de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables»[7].
De cada uno de nosotros espera el Señor que seamos fieles al Evangelio, mujeres y hombres de fe, que aporten una visión sobrenatural a todos los ámbitos de la existencia humana: en la familia, amistad, trabajo, o en la colaboración con otros para sacar adelante una iniciativa apostólica. Estamos llamados a cultivar una fidelidad sonriente, fruto de una humildad, sencillez, serenidad y paz como las que llenaban el corazón del beato Álvaro y que él, incluso sin proponérselo, transmitía a su alrededor.
En este día de fiesta, podemos pedir a Dios, por intercesión de don Álvaro, que infunda en nuestros corazones «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Así, nuestra fidelidad se reflejará en una actitud siempre acogedora y comprensiva, en un servicio a los demás que, entre otras cosas, nos llevará a compartir con muchas personas los dones que hemos recibido del Señor.
EL 15 DE SEPTIEMBRE de 1975, don Álvaro fue designado como sucesor de san Josemaría. El 28 de noviembre de 1982, el Papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal y le nombró prelado. En 1991, le confirió la ordenación episcopal. En los casi veinte años que pasó al frente de la Obra, el beato Álvaro fue un «siervo fiel y prudente» (Lc 12,42) que se entregó completamente a la misión que Dios le había confiado, viviendo las virtudes del buen pastor. «Buscó siempre guiar a las almas a la vida eterna, mostrando –también con su lucha espiritual y humana para caminar con el Maestro– la senda que lleva a la santidad; pensando no solamente en los fieles de la Prelatura, sino también en tantas personas que le pedían un consejo o unas palabras de ánimo para su vida espiritual o para la comunidad a la que pertenecían. A todos ofrecía don Álvaro su oración y su sabiduría humana y espiritual, pensando en el bien de las almas y de la Iglesia (…). ¡Cuánto rezó, pidiendo luces al Señor para saber guiar al propio rebaño y a las personas que acudían a él!»[8].
Como se subrayó con ocasión de su beatificación: «Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera»[9].
Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos consiga del Señor un amor cada día más intenso a las almas, a la Iglesia y al Papa. El deseo de crecer siempre en ese amor estuvo muy radicado en el corazón del beato Álvaro, quien con sencillez y devoción le rogaba así durante una peregrinación al santuario de Fátima: «Sé que nos oyes siempre, pero aun así hemos venido desde Roma para decirte lo que ya sabes: que te amamos, pero queremos amarte más. Ayúdanos a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida: con todo el corazón, con entrega absoluta, con lealtad y fidelidad»[10].