"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

11 de mayo de 2022

Cristo es salvador y juez.



 Evangelio (Jn 12, 44-50)


Jesús clamó y dijo: —El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquél que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. 


Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo.


PARA UN RATO DE ORACION


- Jesús nos revela la paternidad de Dios.

- Cristo es salvador y juez.

- El deseo de asociarnos a la voluntad divina.


EL EVANGELIO de la Misa de hoy recoge un discurso proclamado por Jesús poco antes de su pasión. «Clamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas» (Jn 12,44-46). Cristo, en estos últimos momentos de su vida pública, manifiesta ese amor infinito con el que vino al mundo para darnos claridad, para mostrarnos el amor del Padre y, así, sembrar en las almas el gozo y la paz.



En el pasaje observamos que «Jesús vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. A él se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: “Abbá”; también durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra. Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el “Padre nuestro”. Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Así, pues, por medio del Hijo, Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad»[1].


Una parte fundamental de la misión de Cristo fue mostrarnos con claridad a “aquel que le ha enviado”; y no solo eso, sino, con su muerte y su resurrección, hacernos hijos de Dios. Para san Josemaría, esta realidad es el fundamento sobre el cual construir la vida interior. Por eso recordaba continuamente que «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios –pocas, pero constantes, insisto–, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo»[2].


JESÚS CONTINÚA con su discurso: «Si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn 12,47). Jesús es salvador, pero uno mucho más grande que la imagen que podemos hacernos de un salvador en esta tierra. Jesús también es juez, pero su justicia no se imparte como la impartimos los hombres. Para salir al paso de un modo demasiado humano de pensar en Jesús, podemos recordar que «sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos. Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables (...). Por tanto, hay que decir que ante esta luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno»[3].


La predicación del Señor estuvo marcada por la mansedumbre. El Evangelio ve en esta actitud el cumplimiento de las profecías: «No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante, hasta que haga triunfar la justicia» (Is 42,2-3; cfr. Mt 12,19-20). El Señor anuncia la verdad con claridad, pero rechaza cualquier actitud que lleve a humillar o aplastar a quienes no aceptaban su predicación. Quiere ganarse el corazón de cada uno: «Jesús no quiere convencer por la fuerza –decía san Josemaría– y, estando junto a los hombres, entre los hombres, les mueve suavemente a seguirle, en busca de la verdadera paz y de la auténtica alegría»[4].


Es bueno recordar la inconmensurable paciencia de Dios, que cuenta con los límites de sus hijos. Cada alma tiene su tiempo. Son innumerables las historias de personas que, gracias al acompañamiento comprensivo de un buen amigo, acaban descubriendo la alegría de abrir el corazón a Jesucristo. «La verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas»[5]: a esta convicción, tomada de la vida de Cristo y de la experiencia de la Iglesia, se la ha considerado el «principio de oro»[6] para la evangelización.


LA PREDICACIÓN del Señor estaba sostenida por su íntimo deseo de cumplir la voluntad del Padre: «Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49). Jesús vivía de cara al Padre y de ahí sacaba la fuerza para iluminar a la gente que le rodeaba. La actividad del Señor no se comprende como un acto de simple filantropía sino que surge del manantial de su amor a Dios Padre. Deseamos descubrir y asociarnos a la voluntad divina porque ahí está la vida: cuando hablamos con otras personas, cuando sacamos adelante actividades de formación o en medio de nuestros quehaceres ordinarios.


Realizar nuestras tareas cara a Dios nos ayudará también a ver desde su perspectiva los aparentes fracasos y los momentos en los que no llegan los frutos. Cualquier energía gastada por hacer el bien es fecunda, aunque no lo veamos externamente: «Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo»[7]. Y cuando el desánimo llegue a nuestra vida, podemos mirar de nuevo a nuestro Padre Dios: «Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»[8]. Quizá en esos momentos, cuando vemos claramente que la misión nos supera, es cuando Dios nos enseña que es él quien hace nuevas todas las cosas a partir de nuestra limitada correspondencia; entenderlo y vivirlo es el modo de fundamentar la propia vida sobre roca.


En este anhelo por sintonizar, como Cristo, verdaderamente con los deseos del corazón de Dios Padre, nos puede servir saborear con novedad el Padrenuestro. «Rezando “hágase tu voluntad”, no estamos invitados a bajar servilmente la cabeza, como si fuéramos esclavos. ¡No! Dios nos quiere libres; y es su amor el que nos libera. El Padre Nuestro es, de hecho, la oración de los hijos, no de los esclavos; sino de los hijos que conocen el corazón de su padre y están seguros de su plan de amor»[9]. También nos puede servir saborear con novedad aquellas palabras de nuestra Madre, “hágase tu voluntad”, con las que manifestó su deseo de ir siempre a la par con Dios.