Evangelio (Jn 16,20-23)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque ha llegado su hora, pero una vez que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.
El don de la SABIDURIA
En la noche de Pascua la Iglesia canta el Pregón Pascual, expresión de la alegría por la victoria de Jesucristo: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». Después de los tristes y dolorosos días de la Pasión, los apóstoles recuperaron la alegría al contemplar el rostro del Resucitado. En la última cena Cristo les había advertido: «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (...) Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20-23). A pesar de fallar gravemente al amor de su Maestro, Jesús no les dejó encerrados en su desdicha. Salió de nuevo a los caminos, «disfrazado de forastero»1, en busca de sus discípulos.
Ciertamente, la alegría es una aspiración grabada en nuestro ser. «Nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar sabor a la existencia»2. Los discípulos del Señor sabemos que en él se encuentra la alegría que buscamos. Este es un elemento central de la experiencia cristiana. Después de Pentecostés, la alegría se convierte para la primera comunidad en un estilo de vida, porque el gozo es un fruto de su presencia. «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).
La alegría y el amor van de la mano. «El hombre no puede vivir sin amor», recordaba san Juan Pablo II al inicio de su Pontificado. «Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»3. La alegría cristiana nace de saberse amados incondicionalmente por Dios. Él nos acoge, nos acepta y nos ama tal como somos. Ese amor personal sostiene una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16,23). El Señor nos dice, desde el comienzo de nuestra vida: «Yo quiero que seas; es bueno, muy bueno que existas… Qué maravilloso que tú estés en el mundo»4.
«Por tanto, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo», aconsejaba san Agustin. «Es decir, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos de tal forma que, sea cual sea la situación en la que os encontréis, tengáis presente que el Señor está cerca; nada os preocupe»5.
COMIENZA hoy la piadosa costumbre del Decenario al Espíritu Santo, que nos prepara para la Solemnidad de Pentecostés. En una invocación litúrgica le pedimos a Dios que, con la luz del Paráclito, nos conceda «conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos». Entre sabiduría y alegría hay también un vínculo estrecho. El primero y mayor de los dones del Espíritu Santo es el don de sabiduría, que nos da un conocimiento profundo del misterio de Dios, un saber nuevo y lleno de caridad, con el que «el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas»6. La sabiduría es «un cierto sabor de Dios»7, un gusto para lo espiritual, que nos otorga además una capacidad nueva de «juzgar las cosas humanas según la medida de Dios»8.
En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: «Por eso, rogué prudencia, y se me concedió; invoqué un espíritu de sabiduría, y vino a mí. La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro» (Sb 7, 7-9). Los antiguos buscaban la piedra filosofal, que tenía poderes mágicos y todo lo convertía en oro. El don de sabiduría es mucho más que esa inexistente piedra que auguraba tanta felicidad, pues nos enseña a mirar la realidad desde dentro, contemplándola con los ojos de Dios. «El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive»9. Los santos nos dan ejemplo de esta sabiduría gozosa. Siguiendo sus huellas aprendemos a impregnar con la luz de la sabiduría la vida entera: las vivencias, los sentimientos, los sueños y los proyectos.
El don de sabiduría «al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. (...) No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano»10. La sabiduría nos introduce en el significado profundo de la realidad, de la misma historia. Superamos con ella la superficie de las cosas y de los sucesos, para bucear en el sentido último de todo lo que acontece.
SAN PABLO permaneció en Corinto predicando la palabra de Dios durante un largo tiempo, porque en una visión el Señor le dijo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo y nadie se te acercará para hacerte daño» (Hch 18,9). La firmeza de la fe y del testimonio de Pablo -como del resto de los discípulos- se apoyó en la convicción de que el Señor, que conoce todos los corazones y todas las cosas, estaba junto a él, cuidándolo con amor.
«No calles». La sabiduría nos enseña «a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios». No es fruto del estudio, ni surge por una buena disposición intelectual. Es un don gratuito del dulce Huésped del alma, con el que descubrimos la bondad y grandeza del Señor, que llena de sabor nuestra vida para que nos convirtamos en «sal de la tierra» (Mt 5,13). El corazón del «sabio» tiene el sabor de Dios, en él todo nos habla de Dios, de tal modo que se convierte para los demás en un testigo hermoso y vital de su amor.
En el Primer Libro de los Reyes se narra que, en los inicios de su reinado, Salomón tuvo un sueño. Dios le animó a que le pidiera un regalo: «Pide qué quieres que te dé» (1 Re 3,1-15). A este requerimiento divino el rey le respondió: «Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal». Fue muy grato a los ojos de Dios que Salomón le hubiera pedido sabiduría, como el mayor de todos los tesoros. Tomando ejemplo del rey sabio nos podemos dirigir a Cristo con estas palabras de San Ambrosio: «¡Enséñame las palabras ricas de sabiduría, pues tú eres la Sabiduría! Abre mi corazón, tú, que has abierto el libro. ¡Tú abres esa puerta que está en el cielo, pues tú eres la Puerta! Quien se introduzca a través tuyo, poseerá el Reino eterno; quien entre a través tuyo, no se engañará, pues no puede equivocarse quien ha entrado en la morada de la Verdad»11.
María es Causa de nuestra alegría y Asiento de la Sabiduría. A Ella le pedimos que nos dé la gracia de saber mirar todo con los ojos alegres de Dios.