Evangelio (Jn 16,23-28)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he dicho todo esto con comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.
EL DON DE PIEDAD
EN UN CLIMA de mucha intimidad, Jesús dice a los apóstoles: «El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,26-28). Lleno de ternura por ellos, Jesús les repite, una y otra vez, que Dios Padre los ama con un amor semejante al suyo. Toda la conversación está empapada de emoción, mientras les descubre los tesoros escondidos en el corazón divino. Es tan profundo el afecto de Cristo –«los amó hasta el fin» (Jn 13,1), dice san Juan– que le duele dejarlos solos, sin el calor de su presencia.
«El Padre mismo os ama». La confianza en el amor de Dios Padre crece en el cristiano con el don de piedad, que el Espíritu Santo regala cuando inhabita en el alma. Es un don que perfecciona la virtud de la piedad, «virtud que se asienta, tiene su fuente y fundamento en la filiación divina, porque nace de ella, de la conciencia de quien vive y saborea su condición de hijo de Dios»[1]. «Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración»[2].
Paladeamos, entonces, nuestra identidad de hijos amados. La piedad siembra en el corazón la ternura filial, que nos hace necesitar la conversación con Dios. La piedad, dice san Josemaría, llega a «informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3] y se traduce en la confianza alegre de que el amor del Padre nunca nos faltará. Mediante este don, «el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos»[4].
«SI LE PEDÍS al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). Jesús nos alienta a tener tal confianza en Dios, que podamos pedir con la seguridad de que nos escucha. Ser muy pedigüeños es una manifestación de piedad. Aunque podría parecer a primera vista una manifestación de egoísmo, es justo al contrario, pues la oración de petición supone un total abandono en su voluntad poderosa. Al sentirnos hijos sin demasiados recursos propios, ¡qué lógico resulta mirar a Dios y recurrir a él para obtener gracia, ayuda y perdón!
«Pedir, suplicar, esto es muy humano (...). La oración de petición va a la par que la aceptación de nuestro límite y de nuestra creaturalidad. Se puede incluso llegar a no creer en Dios, pero es difícil no creer en la oración: esta sencillamente existe, se presenta a nosotros como un grito, y todos tenemos que lidiar con esta voz interior que quizá puede callar durante mucho tiempo, pero un día se despierta y grita. Sabemos que Dios responderá. No hay orante en el libro de los Salmos que levante su lamento y no sea escuchado. Dios responde siempre, de una manera u otra. La Biblia lo repite infinidad de veces: Dios escucha el grito de quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan en el fondo del corazón, que tenemos vergüenza de expresar, el Padre las escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo que anima toda oración y lo transforma todo»[5].
Así, el don de piedad da frescura y naturalidad a la oración, que además de ser una conversación sencilla, tendrá un tono confiado que nos hace «tratar a Dios con ternura de corazón»[6]. El Espíritu Santo suscita en nosotros una oración llena de tonalidades, como la misma vida. En ocasiones, nos quejaremos al Padre: «¿Por qué escondes tu rostro?» (Sal 44,25). Otras veces, le hablaremos de nuestros deseos de santidad: «Oh Dios, tú eres mi Dios, al alba te busco, mi alma tiene sed de ti» (Sal 63,2); o del anhelo de una unión con él más profunda: «Estando contigo, nada deseo en la tierra» (Sal 73,25). Y siempre reposará nuestra esperanza en su misericordia: «Tú eres mi Dios salvador, y en Ti espero todo el día» (Sal 25,5).
LA PIEDAD verdadera influye en nuestra relación con los demás. Las personas que nos rodean son hijos del mismo Padre, son nuestros hermanos. La ternura con Dios Padre desemboca en ternura también con ellos. En la vida diaria, en la que nos relacionamos con tanta gente, «la ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre»[7]. El Espíritu Santo ensancha nuestro corazón y lo hace capaz de amar a los demás de una manera libre y gratuita. De alguna manera, nuestro corazón recibe el regalo inmerecido de la mansedumbre del corazón de Cristo.
La piedad impulsa a tratar con amabilidad y solicitud a quien está a nuestro lado. Además, «extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón»[8]. La piedad nos hace apacibles, acogedores y pacientes. Estando en paz con Dios extendemos esa paz a todas nuestras relaciones. En las situaciones difíciles, cuando estamos bajo presión, con la ayuda de la piedad aprendemos a reaccionar sin violencia, como vemos que hace Cristo. La «mansedumbre es característica de Jesús, que dice de sí mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Mansos son aquellos que tienen dominio de sí, que dejan sitio al otro, que lo escuchan y lo respetan en su forma de vivir, en sus necesidades y en sus demandas. No pretenden someterlo ni menospreciarlo, no quieren sobresalir y dominarlo todo, ni imponer sus ideas e intereses en detrimento de los demás (...). Necesitamos mansedumbre para avanzar en el camino de la santidad. Escuchar, respetar, no agredir»[9].
«Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad, y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo»[10]. Confiamos esta súplica a la intercesión de María, Vaso insigne de devoción, con las palabras de la Salve: «¡Oh, clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!».