"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de mayo de 2022

PARA SERVIR SERVIR (1)

 



Evangelio (Jn 10,27-30)

En aquel tiempo dijo Jesús:

Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.


PARA TU RATO DE ORACION


San Josemaría entendió el prestigio profesional no como éxito propio sino como oportunidad para servir mejor. La formación ayuda a completar la actitud de mejorar competencias y habilidades.


En las enseñanzas de san Josemaría, lo que actualmente se designa como liderazgo es comprendido y ejercido siempre como servicio, con el deseo de contribuir a construir un proyecto común en beneficio de todos. Un líder no es solo la persona que ejerce un determinado rol en un equipo. El líder quiere mejorar el mundo, y enseguida se da cuenta de que lo mejor es empezar por lo que tiene más cerca, por lo más próximo: su entorno. ¿Y cómo lo hace? San Josemaría lo sintetizaba en una expresión: “para servir, servir”[1]. Y animaba a “adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas”[2].


La aspiración de liderar en el servicio implica dos retos, en los que la formación nos ayuda: desarrollar una visión más relacional del propio trabajo (tanto en el sentido de trabajar con los demás –empezando por Dios- como desde y para los demás) y el empeño por cultivar virtudes (querer mejorar uno mismo, no para buscar una autoperfección, sino para donarse).


Seres relacionales, trabajo relacional


Una visión relacional de la propia profesión consiste en la capacidad de elevar la mirada para descubrir que el trabajo que hago cada día va más allá de la producción de servicios o bienes, del rendimiento y la eficacia, de la mera autorrealización. Al final, consiste en generar bienes relacionales, que se producen y se gozan siempre con otros, incluso en aquellas profesiones que no están orientadas directamente a la persona. Es claramente interactivo vender en el puesto del mercado, formar a los alumnos de formación profesional, visitar pisos con los clientes o defender a un acusado ante el juez. Pero también es relacional, aunque no de forma tan aparente, el trabajo en un centro logístico, una cadena de montaje o un laboratorio de bioquímica. Incluso la actividad de la persona que teletrabaja desde casa o estudia para unas oposiciones, sin aparentemente interaccionar con nadie.


Cristo es reconocido por su oficio (“¿No es este el artesano, hijo de María?”[3]) y por el de su padre (“¿No es éste el hijo de José?”[4]). En el Éxodo, podemos encontrar un anticipo de san José en los artesanos que por la calidad de su trabajo y por su relación con los demás fueron seleccionados para construir el santuario[5]. Moisés los alaba afirmando que Dios los ha llamado por su nombre y los ha llenado de su espíritu, dotándoles de “sabiduría, inteligencia y experiencia para toda clase de trabajos”[6], y “ha puesto en su corazón el don de enseñar a otros”[7]. Jesús aportó una dimensión nueva al sentido relacional de su trabajo en el taller: al construir una mesa, no creaba solamente un objeto, sino que de alguna manera en ella estaban presentes todas las personas que a lo largo de los años la utilizarían, su aprendizaje de José, la alegría de la vida familiar con la Virgen, las necesidades y preocupaciones de los vecinos, el recuerdo de la Creación, la caricia de la madera que encontraría también en la Cruz, el deseo de glorificar al Padre, la redención de la humanidad.


Esta dimensión relacional del trabajo se apoya en lo que significa ser humano, porque la apertura a conocer y amar al otro es parte de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, de un Dios Trino. “Muchas veces me pregunto: ¿con qué espíritu hacemos nuestro trabajo cotidiano? ¿Cómo afrontamos el esfuerzo? ¿Vemos nuestra actividad unida sólo a nuestro destino o también al destino de los otros? De hecho, el trabajo es una forma de expresar nuestra personalidad, que es por su naturaleza relacional”[8], explica el papa Francisco. “El trabajo es también una forma para expresar nuestra creatividad: cada uno hace el trabajo a su manera, con el propio estilo; el mismo trabajo, pero con un estilo diferente”[9].


Como consecuencia de esta naturaleza relacional, parte de la formación profesional no es solamente adquirir los conocimientos y habilidades adecuados al trabajo que realizo, sino aprender también de las personas: de ese colega veterano o de aquel otro más joven, del tutor que sabe aconsejar bien, de la conversación con los miembros del equipo que saca adelante un proyecto, de ese profesor a quien podemos volver años después de pasar por su aula, de un cliente insatisfecho. Cristo mismo fue aprendiz. “Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar”[10].


Un instrumento en mis manos


Uno de los resultados de aprovechar la formación profesional suele ser la consideración que cada uno adquiere en el ámbito en que es experto. El verdadero prestigio profesional (que es un medio y no un fin) es el resultado de los recursos que ponemos cada uno para ser más competentes en el desempeño en la propia profesión. Un profesional biosanitario siempre querrá poner los medios para conocer más sobre posibles tratamientos para sus pacientes, un profesor intentará mejorar sus recursos docentes para enseñar mejor pensando en sus alumnos, un comerciante buscará nuevos productos adecuados a las necesidades de sus clientes y un trabajador del mundo de la comunicación procurará aportar la mayor calidad y veracidad posible en la información que transmite. Cada uno se actualiza con las herramientas que están a su alcance (cursos, lecturas, workshops, investigación…), pero la formación que la Obra ofrece nos ayuda a desear esa actualización, a priorizarla, perseverar en ella, para dar más gloria a Dios en el trabajo y ser más eficaces en el servicio.


El prestigio profesional, desde este punto de vista, resulta muy diferente de perseguir el éxito, entendido como procurar resultados que otros puedan juzgar como sobresalientes o excelentes, porque serían el fruto de talentos extraordinarios que no poseen las personas comunes. La predicación de san Josemaría pretendía alentar, no cortar las alas a nadie ni empequeñecer a quienes cuentan con cualidades extraordinarias –“al que pueda ser sabio, no le perdonamos que no lo sea”[11]–, pero al mismo tiempo estaba lejos de proponer un discurso de excelencia dirigido a unos pocos o alejado de la realidad. De hecho, incluso una persona responsable en su trabajo, con todas las habilidades adquiridas y la experiencia de años de ejercicio, no es extraño que se encuentre también con fracasos, con errores que requieren rectificación, con momentos en que debe empezar de cero. Son ocasiones de aprendizaje y de intentar superar con esperanza esas circunstancias, sin quedar marcado por el miedo a fracasar de nuevo.


La clave del prestigio profesional, para san Josemaría, no es la fama, sino el servicio por amor: "El peregrinaje del cristiano en el mundo ha de convertirse en un continuo servicio prestado de modos muy diversos, según las circunstancias personales, pero siempre por amor a Dios y al prójimo. Ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros”[12].


En resumen, el sentido del prestigio profesional es poderlo utilizar para el servicio a Dios y a las personas. San Josemaría lo explicaba así: “Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección”[13].


Cada persona, por tanto, está llamada a ser líder en su propio entorno (laboral, familiar, social), a quererlo mejorar. Y todos, hombres y mujeres, podemos aportar (mediante la preparación profesional y el crecimiento personal) a esta mejora. Resulta muy inspirador ver cómo la pandemia ha sacado a la luz muchos líderes ocultos y es a la vez una llamada a la responsabilidad para cada uno: es mi propia realidad, la que yo puedo mejorar, y si no lo hago yo, nadie lo hará por mí.

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