"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

1 de mayo de 2022

SAN JOSE OBRERO 1 de Mayo


 - La normalidad de la Sagrada Familia.

- Trabajar bien y servir a los demás.

- El trabajo se ordena al amor.


EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, memoria de san José obrero, se relata que Jesús regresó a Nazaret después de haber estado predicando y realizando milagros en varios lugares de Galilea. El sábado acudió a la sinagoga y le invitaron a comentar la Palabra de Dios. Habían llegado hasta el pueblo ecos de milagros y curaciones, así como de su doctrina, por lo que sus conciudadanos le mirarían con una cierta curiosidad. Cuando Jesús finalmente habla, reaccionan con recelo. Se preguntan: «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María?» (Mt 13,54-56).


Para los vecinos de Nazaret, anclados en la seguridad humana de lo que ya conocían sobre Jesús, fue difícil pasar al plano sobrenatural de la fe. Sin embargo, esta reacción nos habla, entre otras cosas, de la normalidad de la vida de la Sagrada Familia. A los ojos de la gente eran una familia más, corriente, trabajadora, sin detalles llamativos. Nada había en su existencia que sorprendiera: como casi todos, «llevaban una vida hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos que se suceden los unos a los otros»[1].


Hoy consideramos la figura de san José, especialmente en su dimensión de trabajador. Y el primer aspecto que salta a la vista es este: el de una existencia sencilla.«¿Qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? –se preguntaba san Josemaría–. Solo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea. Pero el nombre de José significa, en hebreo, “Dios añadirá”. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino»[2]. Así fue en la vida de José y quizá también lo es en la nuestra: Dios nos confía una misión muy grande escondida en la normalidad de nuestra vida cotidiana, Dios añade su gracia a nuestra colaboración humilde.


COMPONÍAN NAZARET un conjunto de casas reunidas en la ladera de un pequeño monte, muchas de ellas parcialmente excavadas en la roca. Formaban poco más que una aldea. Debían de habitar allí, a lo sumo, algunos centenares de personas, que en su mayor parte se dedicaban a la agricultura o la ganadería. Nunca faltaba algún artesano, como José, que posiblemente trabajaba la madera para una variedad de usos: desde obtener vigas, puertas y otros elementos de construcción, hasta tallar instrumentos para la labranza o utensilios domésticos.


José necesitaba trabajar para sacar adelante a su familia, pero no solo para eso. Al mismo tiempo, como cada uno de nosotros, también él necesitaba del trabajo para vivir con dignidad, con la alegría de haberse ganado el pan con esfuerzo y con el gozo de colaborar con Dios en el desarrollo del mundo en el entorno de Nazaret. Trabajar era para él ocasión de crecimiento personal y vínculo de unión con los demás[3]. Todo trabajo aporta un valor a la sociedad, produciendo bienes o dispensando servicios. Todo trabajo bien hecho es siempre una forma de colaboración social, de ayuda a los demás, de mejoría de las condiciones de vida; en definitiva, es expresión del cuidado de Dios hacia cada persona. «El trabajo no es más que la continuación del trabajo de Dios: el trabajo humano es la vocación del hombre recibida de Dios al final de la creación del universo»[4]. Naturalmente, para que el trabajo adquiera este valor, se requiere, por un lado, realizarlo bien –también por la dignidad de la persona que se beneficiará de él– y, por otro, llevarlo a cabo con espíritu de donación y servicio.


«Ese servir humano, esa capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de san José y debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres. El trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret (...). Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas»[5].


AUNQUE PARA José fuera muy reconfortante vivir con Jesús y con María, eso no le ahorraba las inevitables asperezas de la vida: el paso del tiempo que iría disminuyendo sus capacidades, la convivencia no siempre fácil con sus vecinos, los apuros económicos que quizá pasaron en algún momento, las conversaciones con algunos clientes que pagaban cuando podían… Fue esa vida normal y corriente, con sus alegrías y sus dificultades, la que san José estuvo llamado a santificar.


Nada nos ha quedado de los enseres que fabricó san José con sus manos. En cambio, sigue plenamente vigente el amor que puso en ese trabajo. «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»[6]. Su amor a Jesús y a María le impulsaba a trabajar con intensidad; su amor se manifestaba, casi inconscientemente, en el empeño y cariño que ponía para realizar bien las cosas; y aquel mismo inmenso amor, en unidad de vida, le hacía tener muy presente que su labor cotidiana estaba ordenada a la misión que Dios le había encomendado. ¿Es el amor a Dios y a los demás lo que nos impulsa a trabajar mucho y bien, con orden, acabando los detalles con concentración e intensidad? ¿Convertimos nuestro trabajo en oración, presentándolo al Señor durante la Santa Misa? ¿Nos sabemos acompañados por Dios mientras lo realizamos? ¿Ese espíritu contemplativo se desborda en un trato lleno de respeto, servicio, apertura y amistad hacia las personas con las que nos relacionamos?


Nos encomendamos a la intercesión de nuestra Madre y del Santo Patriarca para que nos ayuden a mejorar nuestro trabajo de manera que se convierta, cada vez más, en ocasión de servicio.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 44.

[2] Ibíd., n. 40.

[3] Cfr. Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 6.

[4] Francisco, Homilía, 1-V-2020.

[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 51.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.