"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de mayo de 2022

Vivir con la mente de Cristo.

 



Evangelio (Jn 6, 22-29)


Al día siguiente, la multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más que una sola barca, y que Jesús no había subido a ella con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. De Tiberíades otras barcas llegaron cerca del lugar donde habían comido el pan después de que el Señor diera gracias. Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la otra orilla del mar, le preguntaron:


—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?


Jesús les respondió:


—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.


Ellos le preguntaron: —¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: —Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.



MEDITACION 


- Jesús quiere que le sigamos por amor.

- La fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios.

- Vivir con la mente de Cristo.


LA NOTICIA DE LA multiplicación de los panes se había divulgado por toda la región; tanto, que una muchedumbre se dirigió hacia el sitio del milagro. «Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la ciudad donde vivía, en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”» (Jn 6,24-25). Sucede que la misma noche del milagro, Jesús se había acercado caminando sobre las aguas a la barca donde estaban sus discípulos. El evento no había pasado inadvertido por los que vivían en aquella zona, pues «la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos» (Jn 6,22).


Por todas estas cosas, la gente se daba cuenta de que aquel profeta era especial, pues acompañaba su novedosa predicación con signos portentosos que daban autoridad a sus palabras. Pero el Señor aprovecha rápidamente para purificar poco a poco su interés e invitarlos a elevar la mirada. No se trataba de seguir a un taumaturgo que les diera alimento diario, sino de buscar la vida eterna, de procurar la salvación. «Jesús les contestó: “en verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”» (Jn 6,26).


Con el eco de aquellas palabras del Señor, podemos valorar y examinar cómo es nuestra rectitud de intención en el seguimiento de Cristo, si deseamos cumplir siempre y en todo su voluntad. Que no nos suceda lo que decía san Agustín a propósito de estas páginas del evangelio: «Me buscáis por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados solo por intereses temporales! (...). Apenas se busca a Jesús por Jesús»[1]. El Señor hizo ver a aquella muchedumbre que, aunque habían visto el signo, no estaban buscando el verdadero significado. «Es como si dijese: “Vosotros me buscáis por un interés”. Nos hace siempre bien preguntarnos: ¿por qué busco a Jesús? ¿Por qué sigo a Jesús? Nosotros somos todos pecadores. Y, por lo tanto, siempre tenemos algún interés, algo que purificar al seguir a Jesús; debemos trabajar interiormente para seguirlo, por Él, por amor»[2].


AQUELLOS admiradores de Jesús, al estar concentrados solo en su intereses personales, no cayeron en la cuenta de que estaban frente al enviado de Dios. «No habían comprendido que ese pan, partido para tantos, para muchos, era la expresión del amor de Jesús mismo. Han dado más valor a ese pan que a su donador»[3]. Pero Jesús aprovechó su interés para orientar sus deseos: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios» (Jn 6,27). De esa manera introdujo el gran tema del capítulo entero del evangelio que la liturgia de la Iglesia nos propone durante esta semana: la Eucaristía.


Pero, antes, Jesús tenía que preparar el terreno para esta predicación. «Ellos le preguntaron: “Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”» (Jn 6,28). De acuerdo con la mentalidad de la época, quienes escuchaban a Jesús pensaban que debían cumplir unas prácticas religiosas para merecer el alimento milagroso. El Señor los sorprendió con su respuesta: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). La obra de Dios es creer. La prioridad es de la gracia, más que de nuestras acciones. «Estas palabras están dirigidas, hoy, también a nosotros: la obra de Dios no consiste tanto en el “hacer” cosas, sino en el “creer” en aquel que Él ha enviado. Esto significa que la fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios. Si nos dejamos implicar en esta relación de amor y de confianza con Jesús, seremos capaces de realizar buenas obras que perfumen a Evangelio, por el bien y las necesidades de los hermanos»[4].


«La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). La clave de nuestra fe se encuentra en la confianza plena en la gracia de Dios. «El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo (...). La fe es lo fundamental. Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, dejarse conquistar totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte de la fe»[5].


«LA OBRA DE DIOS es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). «Jesús nos recuerda que el verdadero significado de nuestra existencia terrena está al final, en la eternidad, en el encuentro con él, que es don y donador; y nos recuerda también que la historia humana –con sus sufrimientos y sus alegrías– tiene que ser vista en un horizonte de eternidad, es decir, en aquel horizonte del encuentro definitivo con él. Y este encuentro ilumina todos los días de nuestra vida»[6].


De hecho, la fe nos acerca al punto de vista de Dios, a «la mente de Cristo» (1 Co 2,16), de modo que todo lo leemos y entendemos desde allí. Por esto, la fe no es un simple contenido teórico para confesar o predicar. Se manifiesta, ante todo, en la vida diaria del creyente, pues esa luz muestra el sentido de la vida, ilumina la existencia personal y comunitaria con la perspectiva de Dios. La fe, al descubrir la posibilidad de asociarse a los planes providentes de Dios, se hace operativa, «actúa por el amor» (Ga 5,6). «Fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad»[7], decía san Josemaría. ¿Me impulsa la fe a ver las cosas con la mente de Cristo? ¿Procuro descubrir la relación que tiene la realidad en la que vivo con los planes de Dios, especialmente a partir de la Sagrada Escritura?


Acudamos a Jesús como el personaje del Evangelio que le suplicaba: «Creo, pero ayuda mi falta de fe» (Mc 9,24). Digámosle también nosotros: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirijamos también esta plegaria a santa María, madre de Dios y madre nuestra, maestra de fe: “¡Bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor” (Lc 1,45)»[8].


[1] San Agustín, Tratado sobre el evangelio de san Juan, 25, 10.


[2] Francisco, Homilía, 5-V-2014.


[3] Benedicto XVI, Ángelus, 2-VIII-2015.


[4] Francisco, Ángelus, 5-VIII-2018.


[5] Benedicto XVI, Ángelus, 5-VIII-2012.


[6] Benedicto XVI, Ángelus, 2-VIII-2015.


[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 203.


[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 204.