"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)
29 de junio de 2022
San Pedro y San Pablo
27 de junio de 2022
EL VALOR DE UN JUSTO
EVANGELIO San Mateo (26,14-25):
En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?»
Él contestó: «ld a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos."»
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce.
Mientras comían dijo: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?»
Él respondió: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido.»
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: «¿Soy yo acaso, Maestro?»
Él respondió: «Tú lo has dicho.»
PARA TU RATO D ORACIÒN
— Por diez justos, Dios habría perdonado a miles de habitantes de dos ciudades.
— Nuestra participación en los infinitos méritos de Cristo.
— Como luceros en el mundo.
I. La Sagrada Escritura nos muestra a Abrahán, nuestro padre en la fe, como un hombre justo en el que Dios se alegró de una manera muy particular y a quien hizo depositario de las promesas de redención del género humano. La Epístola a los Hebreos habla con emoción de este santo Patriarca y de todos los hombres justos del Antiguo Testamento que murieron sin haber alcanzado las promesas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos1, con un gesto lleno de alegría. «Es una comparación –comenta San Juan Crisóstomo– sacada de los navegantes que, cuando ven de lejos las ciudades a donde se dirigen, sin haber entrado aún en el puerto, lanzan saludos emocionados»2.
Aunque no llegaron a ser poseedores en esta vida de la redención prometida, ni participaron de la unión que nosotros podemos tener con el Hijo Unigénito de Dios, Yahvé los trató como amigos íntimos y confió en ellos plenamente; por su fe y su fidelidad se olvidó muchas veces de los errores de otros. Muchos hombres se salvaron porque fueron amigos de estos «amigos de Dios». Cuando Dios dispuso la destrucción de Sodoma y de Gomorra a causa de sus muchos pecados, se lo comunicó a Abrahán3, y este se sintió solidario de aquellas gentes. Entonces se acercó Abrahán y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás?, ¿no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?, le dice lleno de confianza. Y Dios le responde: Si encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré a todo el lugar por amor de ellos. Pero no se encontraron estos cincuenta justos. Y Abrahán hubo de ir bajando la cifra de los hombres santos: ¿Y si hubiera cinco menos, es decir, cuarenta y cinco? Y el Señor le dice: No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco hombres justos. Pero tampoco los había. Y Abrahán seguía intercediendo ante el Señor: ¿Y si solo hubiese cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?... Finalmente, se vio que no había ni diez hombres justos en aquella ciudad. El Señor había dicho a la última petición de Abrahán: Si hay diez, tampoco la destruiré. ¡Por el amor de diez justos, Dios habría perdonado todo el lugar! ¡Tanto es el valor de las almas santas ante los ojos del Señor! ¡Tanto está dispuesto a realizar por ellas!
Con frecuencia se habla en la Sagrada Escritura de la solidaridad en el mal, en el sentido de que el pecado de unos puede dañar a toda la comunidad4. Pero Abrahán invierte los términos: pide a Dios que, ya que estima tanto la justicia de los santos, estos sean la causa de bendiciones para todos, aunque muchos sean pecadores. Y Dios acepta este planteamiento del Patriarca.
Nosotros podemos meditar hoy en la alegría y en el gozo de Dios cuando procuramos serle fieles. En el valor que pueden tener nuestras obras cuando las hacemos por Dios, aun las más ocultas, las que parece que nadie ve y que quizá no tendrán «aparentemente» ninguna trascendencia: Dios da mucho valor a las obras de quienes luchan por la santidad. Dios se goza en los santos; y por ellos su misericordia y su perdón se derraman sobre otros hombres que de por sí no lo merecen. Es un misterio maravilloso, pero real, el que Dios se goza en las personas que caminan hacia la santidad.
II. Con Jesucristo se cumplirá lo que había sido anunciado: por la muerte de uno solo podrán salvarse todos5. El misterio de la solidaridad humana alcanza en Cristo una plenitud insospechada. Nada ha sido ni será jamás, con una distancia infinita, tan agradable a Dios como el ofrecimiento –el holocausto– que Jesús hizo de su vida por la salvación de todos, y que culminó en el Calvario: «para que se diese en la tierra, en un alma humana, un acto de amor de Dios de valor infinito, era necesario que esa alma humana fuera la de una Persona divina. Tal fue el alma del Verbo hecho carne: su acto de amor tomaba en la Persona divina del Verbo un valor infinito para satisfacer y para merecer»6.
Enseña Santo Tomás de Aquino que Jesucristo ofreció a Dios más de lo que exigiría la justa compensación de la ofensa inferida por todo el género humano. Y esto se cumplió: por la grandeza del amor con que padecía; por la dignidad de la Vida que entregaba en satisfacción por todos, pues era la vida del Dios-Hombre; por la enormidad del dolor que padeció...7. «Mayor fue la caridad de Cristo paciente que la malicia de los que le crucificaron, y por eso pudo Cristo satisfacer más con su Pasión que ofender los que le crucificaron dándole muerte, hasta tal punto que la Pasión de Cristo fue suficiente y sobreabundante por los pecados de los que le crucificaron»8, y por los de todos los hombres de todos los tiempos, tanto los personales como el pecado original de todas las almas, «como si un médico preparara una medicina con la que pueden curarse cualesquiera enfermedades aun en el futuro»9.
Jesucristo ha dado plena satisfacción al amor eterno del Padre10. Así lo ha enseñado siempre la Iglesia11. El amor de Cristo muriendo por nosotros en la Cruz agradaba a Dios más de lo que pueden desagradarle todos los pecados de todos los hombres juntos. Y en la medida en que vamos identificando nuestra voluntad con la del Señor, nos apropiamos los méritos de Cristo. ¡Reparamos a Dios haciendo nuestros el amor y los méritos de su Hijo! Aquí se fundamenta el valor incomparable que un solo hombre santo tiene para Dios. Aunque son muchos los pecados que se cometen cada día, ¡hay también muchas almas que, pese a sus miserias, desean agradar a Dios con todas sus fuerzas!
No importa si nuestra vida no tiene una gran resonancia externa; lo que importa es nuestra decisión de ser fieles, al convertir los días de la vida en una ofrenda a Dios. Quien sabe mirar a su Padre Dios, quien le trata con la confianza y amistad de Abrahán, no cae en el pesimismo, aunque el empeño constante por servir al Señor no dé resultados externos de los que uno pueda ufanarse. ¡Qué engaño tan grande cuando el diablo intenta que el alma se llene de pesimismo ante resultados aparentemente escasos, y, en cambio, el Señor está contento, a veces muy contento, por la lucha diaria puesta, por el recomenzar continuo!
«“Nam, et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala” –aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, “quoniam tu me cum es”– porque el Señor está conmigo»12. Siempre has estado presente en mi vida, Señor.
III. En atención a los diez no la destruiré. ¡Habrían bastado diez justos! Las personas santas compensan con creces todos los crímenes, abusos, envidias, deslealtades, traiciones, injusticias, egoísmos... de todos los habitantes de una gran ciudad. Por nuestra unión al sacrificio redentor de Jesucristo, Dios mirará con especial compasión a familiares, amigos, conocidos... que quizá se extraviaron por ignorancia, por error, por debilidad, o porque no recibieron las gracias que nosotros hemos recibido. ¡Cuántas veces tendremos ese amistoso y afable regateo con Jesús, semejante al que tuvo Abrahán con Yahvé! Mira, Señor –le diremos–, que esta persona es mejor de lo que manifiesta, que tiene buenos deseos... ¡ayúdala! Y Jesús, que conoce bien la realidad, la moverá con su gracia en atención a nuestra amistad con Él.
Dios acoge las peticiones de los suyos en el mundo con particular atención: las oraciones de los niños, que rezan con un corazón sin malicia, y las de quienes se hacen como ellos; las súplicas de los enfermos, a quienes pone más cerca de su Corazón; las de quienes hemos repetido tantas veces que no tenemos otra voluntad que la Suya, que queremos servirle en medio de nuestras tareas normales de todos los días. Sostienen verdaderamente al mundo quienes procuran estar unidos a Cristo. Y esa unión no se manifiesta ordinariamente en hechos exteriores llamativos. «Son más numerosos sin comparación los acontecimientos cuyo realce social queda por ahora oculto: es la multitud inmensa de las almas que han pasado su existencia gastándose en el anonimato de la casa, de la fábrica, de la oficina; que se han consumido en la sociedad orante del claustro; que se han inmolado en el martirio cotidiano de la enfermedad. Cuando todo quede manifiesto en la parusía, entonces aparecerá el papel decisivo que ellas han desempeñado, a pesar de las apariencias contrarias, en el desarrollo de la historia del mundo. Y esto será también motivo de alegría para los bienaventurados, que sacarán de ello tema de alabanza perenne al Dios tres veces Santo»13.
San Pablo dice a los primeros cristianos que brillan como luceros en el mundo14, alumbrando a todos con la luz de Cristo. Dios mira desde el Cielo la tierra y se goza en esas personas que viven una vida corriente, normal, pero que son conscientes de la dignidad de su vocación cristiana. El Señor se llena de alegría al contemplar nuestra tarea, casi siempre menuda y sin relieve, si procuramos ser fieles.
25 de junio de 2022
SAN JOSEMARIA
Evangelio (Lc 9,51-62)
Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:
— Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?
Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.
Mientras iban de camino, uno le dijo:
— Te seguiré adonde vayas.
Jesús le dijo:
— Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
— Sígueme.
Pero éste contestó:
— Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.
— Deja a los muertos enterrar a sus muertos — le respondió Jesús — ; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Y otro dijo:
— Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.
Jesús le dijo:
— Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
PARA TU RATO DE ORACION
CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.
«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.
Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.
«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.
San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.
«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8
EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.
En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.
«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.
San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios
SAGRADO CORAZON DE MARIA
Evangelio (Lc 2, 41-51)
Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén en su busca. Y al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre:
—Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
Y él les dijo:
—¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
PARA TU RATO DE ORACION
«REBOSO de gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación» (Is 61,10). La Iglesia proyecta estas palabras de la Escritura sobre la figura de María. Después de haber considerado la anchura y profundidad del corazón de Jesús, dirigimos la mirada hacia el corazón de su Madre. Con el objetivo de preparar «una digna morada del Espíritu Santo»1, el Señor colmó el corazón de santa María con gracias innumerables y lo revistió de pureza.
San Efrén comenta que «María fue hecha cielo en favor nuestro al llevar la divinidad que Cristo, sin dejar la gloria del Padre, encerró en los angostos límites de un seno, para conducir a los hombres a una dignidad mayor»2. Al dejarse inundar por la gracia, María, en cierto modo, se convierte en cielo, en luz y gloria de Dios. Por eso nuestra Madre es alegre y serena, pues el amor divino lo abraza todo. Santa María contiene una grandeza que la hace estallar de gozo: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador (…); desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,46-48).
Nos podemos unir a ese coro de generaciones que se alegran al ver lo que la gracia ha obrado en el corazón de María. Al mismo tiempo, puede surgir en nosotros el deseo de compartir esa felicidad de nuestra Madre. Nos gustaría cantar también nuestro Magníficat al recordar cómo Dios ha obrado en nuestra vida, porque Dios quiere entrar también en nuestro corazón con su gloria. Nos podemos unir a la oración que la Iglesia, en la Oración colecta, dirige al Padre: «Haz que nosotros, por intercesión de la Virgen, lleguemos a ser templos dignos de tu gloria»3.
«BIENAVENTURADOS los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8), dirá el hijo de María durante su predicación. La Virgen recibió el don de ver a Dios hecho hombre desde su más tierna infancia. Su mirada limpia era capaz de comprender la mirada de Jesús, incluso para adivinar muchos de sus sentimientos e intenciones. En Caná, por ejemplo, detrás de una respuesta negativa, María sabe percibir la disponibilidad de su hijo para adelantar su manifestación como Mesías; también en la cruz, descubre en la mirada de su Hijo la dulce petición de que no se apartara en aquellos momentos.
La mirada sencilla de santa María le lleva a descubrir la mano de Dios detrás de todos los grandes o pequeños acontecimientos de su existencia; esa era la fuente de su alegría constante. La pureza de corazón nos permite tener una mirada transparente, capaz de penetrar la realidad íntima de las cosas, porque entiende que todo tiene su origen y su fin en Dios. En cambio, cuando falta inocencia en la mirada, cuando no nos abrimos a ese don de Dios, nos podemos quedar atrapados en las apariencias y en lo superficial.
Un corazón puro comprende a las personas, procura no clasificar ni poner etiquetas, tiene facilidad para amarlas con sinceridad. La pureza no aleja a las personas; todo lo contrario: mira a todos como hijas e hijos de Dios que merecen un trato acorde a aquella tan grande dignidad. Nos lleva a amar mucho más y mejor a quienes tenemos a nuestro lado. Un amor como el de la Madre de Jesús descubre maneras de demostrar cariño incluso en las situaciones más precarias: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura»4.
«PERO, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe»5. En el episodio de Jesús niño perdido en el Templo hallamos uno de esos momentos de claroscuro. A la angustia por no saber dónde se encontraba se le unió después el desconcierto ante las palabras de su hijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).
No podemos pretender abarcar todos los designios del corazón de Jesús. En la vida de quienes le seguimos, incluso en la de su propia Madre, hay momentos en los que Dios nos sorprende, como si quisiera recordarnos que siempre tiene algo que es más amplio que nuestros planes. Es consolador pensar que santa María también pasó por ese tipo de experiencias. La Sagrada Escritura no tiene reparos en decir que María y José no entendieron la respuesta de Jesús. Sin embargo, añade: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).
Saber que la mano de Dios está detrás de todo, no implica que comprendamos inmediatamente y en toda su extensión cada uno de sus planes. En la vida de oración también hay momentos de oscuridad en los que el Señor nos pide confianza, aquella fe madura que ilumina los momentos de la prueba. María sabía que el Espíritu Santo habitaba en su corazón: ese era el lugar indicado para amar, junto a Dios y a veces con dolor, también aquellas circunstancias que con el tiempo iría comprendiendo mejor. Y nosotros, a ejemplo y con ayuda de nuestra Madre, podemos hacer lo mismo.
1 Misal Romano, Memoria del Inmaculado Corazón de María, Oración colecta.
2 San Efrén, "Sermo 3 de diversis: Opera omnia, III syr. et lat.Romæ 1743, 607", citado en el Oficio de lecturas de la memoria de la Virgen de Fátima.
3 Misal Romano, Memoria del Inmaculado Corazón de María, Oración colecta.
4 Francisco, Evangelii gaudium, n. 286.
5 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.
24 de junio de 2022
SAGRADO CORAZON DE JESUS
Evangelio (Jn 19, 31-37)
Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les rompieran las piernas y los retirasen. Vinieron los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua.
El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.
PARA TU RATO DE ORACION
«LOS PROYECTOS de su corazón subsisten de edad en edad, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre»1. La Iglesia nos propone estas palabras del salmista para adentrarnos en el misterio del Sagrado Corazón de Jesús y su amor por nosotros. Nos recuerdan que el corazón de Dios alberga proyectos que abrazan la historia personal de cada ser humano; que son proyectos de libertad y de vida. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»2.
Podemos contemplar a Jesús en la cruz, que se dejó traspasar el corazón para ofrecernos una prueba más de que nos quiere incondicionalmente. San Ambrosio señala que «del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz»3. Podemos decir, en cierto modo, que nuestro origen está en el corazón llagado de Jesús. Nuestra vida de cristianos surge de ese costado, que es como una fuente a la que podemos volver una y otra vez, para retomar fuerzas en nuestro camino.
«Jesús en la cruz, con el corazón traspasado de amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos»4. Al celebrar el Sagrado Corazón del Señor nos damos cuenta de que, por encima de los sufrimientos y de las derrotas, hay alguien para quien somos insustituibles. Por eso en la oración, ese diálogo de corazón a corazón con Cristo, es donde podemos siempre recuperar la alegría y la confianza.
ALGUNA VEZ nuestra paz se puede ver amenazada al descubrir la presencia del pecado en nuestra vida; quizás sucede en aquellos momentos en los que caemos en la tentación y nos enredamos con nuestros propios vicios. En realidad odiamos el pecado que nos aleja de Dios, que nos hace daño a nosotros mismos y a los demás, pero parece que no encontramos el camino para salir de ahí. En esos momentos, nuestra voluntad parece aletargada y tal vez tenemos la impresión de estar paralizados en la vida espiritual. Si sentimos que de algún modo nuestro corazón no reacciona, podemos recordar que el corazón de Jesús está siempre atento. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento» (Lc 15,4-5). Cristo es el buen pastor que nos busca continuamente, que se abre paso para encontrarnos y cargarnos otra vez sobre sus hombros. Saber que su corazón no duerme, incluso cuando parece que el nuestro está muy lejos, nos llena de confianza para volver a comenzar nuestras luchas diarias.
«El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. (…) Está inclinado hacia nosotros, polarizado especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie»5. Nuestros pecados ya no son un motivo para desalentarnos en nuestro anhelo de estar con Dios. El Señor permite que experimentemos la debilidad y esto nos abre a la posibilidad de ser humildes; él cuenta con nuestro esfuerzo para que, impulsados por su gracia, nos levantemos. En ocasiones, «la historia de la salvación se cumple creyendo “contra toda esperanza” (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa solo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad»6.
EN LA CRUZ, Jesús deja que la lanza traspase su costado «para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo»7. Contemplar de esta manera a Cristo nos ayudará a despertar nuestro ánimo y a realizar el camino de vuelta hacia la amistad con Dios. «Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado –aconseja san Josemaría–. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia»8. Si queremos salir de la trampa del desánimo, el mejor remedio es pensar menos en nuestras limitaciones, y mirar con calma ese corazón que se ha dejado traspasar por los pecados de todos.
«Sigues teniendo despistes y faltas –decía también el fundador del Opus Dei–, ¡y te duelen! A la vez, caminas con una alegría que parece que te va a hacer estallar. Por eso, porque te duelen –dolor de amor–, tus fracasos ya no te quitan la paz»9. Dios no quiere que nuestros pecados nos llenen de tristeza ni que sean un peso que arrastramos con fatiga. Por eso nos ha dejado la confesión, para que podamos recuperar la alegría cuantas veces lo necesitemos. La contrición, el dolor por nuestras propias faltas, es propio de un corazón enamorado; no es un sentimiento que esconde cierto desánimo por no haber estado a la altura de lo que los demás –o nosotros mismos– esperaban: es un dolor fruto del amor a un Dios que hace todo lo necesario por nosotros.
En el corazón de Cristo siempre tendremos un lugar para volver. Basta hacerse pequeño y entrar ahí a través de la humildad. Y si alguna vez nos cuesta emprender el camino de vuelta, contamos con la ayuda de María: ella nos muestra, con su mirada materna, cuál es la ruta para entrar en el costado abierto de su hijo.
1 Misal Romano, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, Antífona de entrada (cfr. Sal 32, 11.19).
2 Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
3 Cfr. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89, citado en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 766.
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 165.
5 Francisco, Homilía, 3-VI-2016.
6 Francisco, Patris Corde, n. 2.
7 Misal Romano, Prefacio de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
8 San Josemaría, Via Crucis, XII estación, n. 2.
9 San Josemaría, Surco, n. 861.
23 de junio de 2022
NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
Evangelio (Lc 1,57-66.80)
Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había agrandado su misericordia con ella y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:
—De ninguna manera, sino que se llamará Juan.
Y le dijeron:
—No hay nadie en tu familia que tenga este nombre. Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:
—¿Qué va a ser, entonces, este niño?
Porque la mano del Señor estaba con él.
Mientras tanto el niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel.
PARA TU RATO DE ORACION
LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.
En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).
«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»1. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»2.
«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estás palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»3, dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»4.
Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»5. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.
CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»6.
También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»7, esclava del Señor.
1 Francisco, Discurso, 30-VII-2016.
2 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45.
3 San Agustín, Sermón 289.
4 Orígenes, Homilías sobre San Lucas, 4.
5 San Josemaría, Cartas 4, n. 21.
6 San Agustín, Sermón 293.
7 San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-XII-1972.
22 de junio de 2022
SAN TOMÁS MORO,Y SAN JUAN FISHER MÁRTIRES
Evangelio (Mt 7,15-20)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos.
Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.’
PARA TU RATO DE ORACION
— Un testimonio de fe hasta el martirio.
— Fortaleza y vida de oración.
— Coherencia cristiana y unidad de vida.
I. En Inglaterra, en 1534, se exigió a todos los ciudadanos que hubieran alcanzado la edad legal que prestasen juramento al Acta de Sucesión, en la que se reconocía como matrimonio la unión de Enrique VIII y Ana Bolena. Se proclamaba el rey Jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, negando al Papa toda autoridad. Juan Fisher, Obispo de Rochester, y Tomás Moro, Canciller del Reino, se negaron a jurar el Acta, y fueron encarcelados en abril de 1534 y decapitados al año siguiente.
En un momento en que muchos se doblegaron a la voluntad real, su juramento habría pasado prácticamente inadvertido y hubieran conservado la vida, la hacienda y el cargo, como tantos otros1. Sin embargo, ambos fueron fieles a su fe hasta el martirio. Supieron dar la vida en aquel momento porque fueron hombres que vivieron su vocación día a día, dando testimonio de fe en cada jornada, a veces en asuntos que podrían parecer de escaso o de ningún relieve.
Tomás Moro es una figura muy cercana a nosotros, pues fue un cristiano corriente, que supo compaginar bien su vocación de padre de familia con la profesión de abogado y más tarde de Canciller, en una perfecta unidad de vida. Se encontraba en el mundo como en su propio hogar; amaba todas las realidades humanas que constituyen el entramado de su vida, donde Dios le quiso. Vivió al mismo tiempo un desprendimiento de los bienes y un amor a la Cruz tan grandes que puede decirse que ahí asentó toda su fortaleza.
Tomás Moro tenía costumbre de meditar cada viernes algún pasaje de la Pasión de Nuestro Señor. Cuando sus hijos o su mujer se quejaban por dificultades y contrariedades comunes, les decía que no podían pretender «ir al Cielo en un colchón de plumas» y les recordaba los sufrimientos que padeció Nuestro Señor, y que no es el siervo mayor que su dueño. Además de aprovechar las contrariedades para identificarse con la Cruz, Moro hacía otras penitencias. Algunos días llevaba, a flor de piel y oculta, una camisa de pelo áspero. Esta práctica la continuó durante su encarcelamiento en la Torre de Londres, a pesar del frío, humedad y privaciones de toda clase que pasó en aquellos largos meses2. Aquí, en la Cruz, encontró su fortaleza.
Nosotros, cristianos que siguen de cerca a Cristo en medio del mundo, dando testimonio, casi siempre callado, ¿encontramos las fuerzas en el desprendimiento de los bienes, en la mortificación diaria y en la oración?
II. Cuando Tomás Moro hubo de dimitir de su cargo de Lord Canciller, reunió a la familia para exponerles el futuro que les aguardaba y hacer previsiones económicas. «He vivido –dijo, resumiendo su carrera– en Oxford, en la hospedería de la Cancillería... y también en la Corte del rey..., desde lo más bajo a lo más alto. Actualmente dispongo de poco más de cien libras al año. Si tenemos que seguir juntos, todos deberemos aportar nuestra parte; pienso que lo mejor para nosotros es no descender de golpe al nivel más bajo». Y les sugiere un descenso gradual, recordándoles cómo uno puede vivir feliz en cada categoría. Y si ni siquiera pueden sostenerse en el nivel más bajo, el que vivió en Oxford, «entonces –les dice con paz y buen humor– todavía nos queda ir juntos a pedir limosna, con bultos y bolsas, y confiar en que alguna buena persona sienta compasión de nosotros (...), pero aun entonces nos mantendremos juntos, unidos y felices»3. Nunca permitió que nada rompiera la unidad y la paz familiar, ni siquiera cuando se encontró ausente o en la cárcel. Vivió desprendido de los bienes cuando los tuvo, y con gran alegría cuando no disponía de lo indispensable. Siempre supo estar a la altura de las circunstancias. Sabía cómo celebrar un acontecimiento, incluso en prisión. Un biógrafo contemporáneo suyo dice que, estando preso en la Torre, solía vestirse con más elegancia en los días de fiesta importantes, en cuanto se lo permitía su escaso vestuario. Mantuvo siempre su alegría y su buen humor, incluso en el momento en que subía al cadalso, porque se apoyó firmemente en la oración.
«Dame, mi buen Señor, la gracia de esforzarme para conseguir las cosas que en la oración te pido», rezaba. No esperaba que Dios hiciera por él lo que, con un poco de esfuerzo, podía lograr por sí mismo. Trabajó con empeño toda su vida hasta llegar a ser un abogado de prestigio antes de ser nombrado Canciller, pero nunca olvidó la necesidad de la oración, aunque a veces, sobre todo en circunstancias tan dramáticas como mientras esperaba la ejecución, no le era fácil. En estos días escribió una larga plegaria, en la que, entre muchas piadosas y conmovedoras consideraciones del hombre que sabe que va a morir, exclamaba: «Dame, Señor mío, un anhelo de estar contigo, no para evitar calamidades de este pobre mundo, y ni siquiera para evitar las penas del purgatorio, ni las del infierno tampoco, ni para alcanzar las alegrías del Cielo, ni por consideración de mi propio provecho, sino sencillamente por auténtico amor a Ti»4.
Santo Tomás Moro se nos presenta siempre como un hombre de oración; así pudo ser fiel a sus compromisos como ciudadano y como fiel cristiano en todas las circunstancias, en perfecta unidad de vida. Así hemos de ser nosotros. «¿Católico, sin oración?... Es como un soldado sin armas»5. ¿Cómo es nuestro trato con el Señor? ¿Nos esforzamos en crecer día a día en intimidad con Él? ¿Influye nuestra oración en el resto del día?
III. Give me thy grace, good Lord, to set the world at nought... «Dadme vuestra gracia, buen Señor, para estimar el mundo en nada, para tener mi mente bien unida a vos; y no depender de las variables opiniones de los demás... Para que piense en Dios con alegría, e implore tiernamente su ayuda. Para que me apoye en la fortaleza de Dios y me esfuerce con afán en amarle... Para darle gracias sin cesar por sus beneficios; para redimir el tiempo que he perdido...»6. Así escribía el Santo en los márgenes del Libro de las Horas que tenía en la Torre de Londres. Eran aquellos días en que estaba dedicado a contemplar la Pasión, preparando así su propia muerte en unión con la que padeció Cristo en la Cruz.
Pero Santo Tomás no solo vivió de cara a Dios en aquellos momentos supremos. Su amor a Dios se había manifestado diariamente en su vida de familia, de modo sencillo y afable, en el ejercicio de su profesión de abogado, en el más alto cargo de Inglaterra, como Lord Canciller. Cumpliendo los deberes de todos los días, unas veces importantes y otras menos, se santificó y ayudó a otros a encontrar a Dios. Entre muchos ejemplos de un apostolado eficaz, nos ha dejado el que llevó a cabo con su yerno, que había caído en la herejía luterana. «He tenido paciencia con tu marido –decía a su hija Margaret– y he razonado y discutido con él acerca de esos puntos de la religión. Le he dado además mi pobre consejo paterno, pero veo que no ha servido de nada para atraerlo de nuevo al redil. Por ello, Meg, ya no voy a discutir más con él, sino que lo voy a dejar enteramente en manos de Dios, y voy a rezar por él»7. Las palabras y las oraciones de Tomás Moro fueron eficaces, y el marido de su hija volvió a la plenitud de la fe, fue un cristiano ejemplar y padeció mucho por ser consecuente con su fe católica.
Santo Tomás Moro está entre nosotros como ejemplo vivo para nuestra conducta de cristianos. Es «semilla fecunda de paz y de alegría, como lo fue su paso por la tierra entre su familia y amigos, en el foro, en la cátedra, en la Corte, en las embajadas, en el Parlamento y en el gobierno.
»Es también el patrono silencioso de Inglaterra, que derramó su sangre en defensa de la unidad de la Iglesia y del poder espiritual del Vicario de Cristo. Y siendo la sangre de los cristianos semilla germinante, la de Tomás Moro va lentamente calando y empapando las almas de quienes a él se acercan imantados por su prestigio, dulzura y fortaleza. Moro será el apóstol silencioso del retorno a la fe de todo un pueblo»8.
A Juan Fisher y a Tomás Moro les pedimos hoy que sepamos imitarlos en su coherencia cristiana para vivir en todas las circunstancias de nuestra existencia como el Señor espera de nosotros, en lo grande y en lo pequeño. Con la liturgia de la fiesta, pedimos: Señor, Tú que has querido que el testimonio del martirio sea perfecta expresión de la fe; concédenos, te rogamos, por la intercesión de San Juan Fisher y de Santo Tomás Moro, ratificar con una vida santa la fe que profesamos de palabra9.
7 San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-XII-1972.
21 de junio de 2022
Vivir contemplando la grandeza de Dios
Evangelio (Mt 7,6.12-14)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen.
Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas.
Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella.
¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!’
PARA TU RATO DE ORACION
EL PRIMER salmo del salterio comienza alabando al hombre que es consciente de su condición de criatura y que reconoce la grandeza de su Dios: dichoso el hombre «que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1,2). Este canto pone el acento en la actitud de quien comprende el sentido del «temor de Dios»: aquel don del Espíritu Santo que nada tiene que ver con el miedo, sino que nos lleva a reconocer la sabiduría y la grandeza del creador. El canto elogia a quien tiene anclado su corazón en lo que verdaderamente desea, a quien sus impulsos se dirigen siempre hacia aquello que ama, y no le interesa lo que pueda apartarle del Señor. Quisiéramos también esta actitud para nosotros: tener una disposición firme para vivir contemplando la grandeza de Dios y experimentando su amor por los hombres.
Observamos en la Escritura la buena actitud de Ezequías, rey de Judá, cuando recibe una carta amenazante del rey de Asiria. «Subió al templo del Señor y abrió la carta ante el Señor. Y elevó esta plegaria ante él: “Señor, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: Tú solo eres el Dios para todos los reinos de la tierra. Tú formaste los cielos y la tierra. ¡Inclina tu oído, Señor, y escucha! ¡Abre tus ojos, Señor y mira!”» (2 Re 19,14-16). Sorprende la confianza con que Ezequías se dirige a Dios. Probablemente estaba acostumbrado a alabar a Dios, a darle gracias, y eso le lleva a acudir así también en un momento de mayor necesidad. Y el relato continúa narrando cómo aquella misma noche el ángel del Señor golpeó en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.
Dios nos espera siempre; espera que compartamos con él nuestras necesidades, sobre todo la manifestación de nuestro amor. Pero no porque lo necesite, sino porque aquella actitud hará crecer en nosotros el santo «temor de Dios» que reconoce su grandeza.
«DIOS HA FUNDADO su ciudad para siempre –dice el salmista–. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra» (Sal 47,2-3). Estos versos nos hablan de una ciudad que los cristianos tratamos de establecer en la tierra, una ciudad construida sobre el amor de Dios a los hombres. San Agustín escribió al final de su vida un tratado en el que profundiza en este tema, y lo mismo hizo santo Tomás Moro. Ambos casos nos sirven para reconocer la importancia que ha tenido para los santos meditar sobre la naturaleza del reino de Dios en la tierra, y el modo en que debemos relacionarnos, para hacerlo realidad.
Dice, al respecto, san Josemaría: «Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres»1. El reinado de Cristo en la tierra se refiere, sobre todo, al modo en que él está presente en los corazones de los hombres. Si Cristo está en el centro de nuestra alma, nuestra acción entre nuestros hermanos será conforme al modo en que Dios contempla a los demás, y conforme al modo en que desea reinar en el mundo.
La vida cristiana es siempre de comunidad, no es un camino que se recorre individualmente. La Iglesia constituida por Cristo es su propio cuerpo místico, del que todos los cristianos formamos parte. Su actividad y, por tanto, su reinado, se extiende a todos los lugares en los que nos encontramos sus miembros. «A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses, independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad. No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano»2. Un signo de la presencia del reino de Dios será esta unidad solidaria entre todos los hijos.
EN EL EVANGELIO, Jesús tiene palabras para describir lo que puede suceder cuando la grandeza de Dios entra en contacto con quienes no están en la mejor disposición para recibirla: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mt 7,6). Esto no quiere decir que existan personas a quienes no esté destinado el reino de Dios; al contrario, todos pueden recibirlo, todos están llamados a entrar en aquella felicidad, pero debemos considerar el mejor modo de compartir esa invitación. Por eso, el Señor sigue diciendo: «Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12). Se trata de buscar el camino más adecuado para cada persona, encontrar la manera de ajustarnos a la situación del otro.
Con la intención de prepararnos mejor para esta dulce alegría de evangelizar, san Josemaría propone rezar por todos: «No penséis solo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor (...). Pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca»3.
«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,14), sigue diciendo Jesús. Ciertamente, el camino será estrecho si queremos ir a la vida acompañados por tantas personas que nos rodean. «Magnanimidad: ánimo grande, alma grande en la que caben muchos –repetía san Josemaría–. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»4. Santa María quizás es la primera persona que comprendió el reino de Dios y aceptó vivir en él. Podemos pedirle a ella que nos haga magnánimos para llevarlo, de una en una, a muchas personas que tenemos cerca.
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.180.
2 Francisco, Audiencia, 26-VI-2019.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 175.
4 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 80.
20 de junio de 2022
NO JUZGUÉIS
Evangelio (Mt 7,1-5)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? O ¿Cómo vas a decir a tu hermano: ‘Deja que saque la mota de tu ojo’, cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.’
PARA TU RATO DE ORACION
«NO JUZGUÉIS, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7,1). Son palabras de Jesús con las cuales nos pone en guardia frente a la tentación de erigirnos como dioses para los demás, con potestad de juzgar su conducta, e incluso caer en la murmuración. Si el Señor vino a renovar nuestro corazón, la mirada con la cual consideramos a los demás es un terreno privilegiado de conversión. Jesús nos aconseja reconducir la mirada a nosotros mismos, antes de que surjan consideraciones sobre los demás.
Santo Tomás de Aquino explica que estos juicios surgen habitualmente de un corazón que sospecha con temeridad de los demás. Determina tres motivos por los que se pueden hacer esos juicios: porque el corazón está inundado de cosas malas y por ello fácilmente piensa mal de los demás; porque no guarda un afecto purificado hacia una persona concreta, por lo que tiende a pensar mal ante cualquier ligero indicio; o porque algunas experiencias negativas le le han hecho demasiado susceptible1. En ninguno de esos casos se trata de una actitud generosa hacia el prójimo, por lo que no serán una fuente de felicidad ni propia ni ajena.
Cualquier visión humana sobre los demás será siempre limitada: solo Dios conoce los corazones y puede valorar las verdaderas circunstancias de lo que sucede. Él es siempre comprensivo y siempre está dispuesto a perdonar. «Pero tú, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?» (Sn 4,12), escribe el apóstol Santiago a las primeras comunidades cristianas. Cuando nos dejamos llevar por esta actitud nos hacemos acusadores en lugar de defensores. Pero si procuramos tener un corazón en sintonía con el de Jesús, miraremos las virtudes e imperfecciones de los demás con el mismo amor y con la misma misericordia con que él ama las nuestras.
«¿POR QUÉ te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». La experiencia de nuestros propios errores, considerada junto a Dios, nos debe llevar a ser comprensivos con los de los demás. No se trata simplemente de pasar por alto sus defectos. De hecho, alguna vez podremos ofrecer nuestra ayuda para cambiar o mejorar a través de la corrección fraterna. Pero este cambio, por un lado, no se consigue de un día para otro; y, por otro lado, muchas veces se puede tratar de su propia manera de ser, que no supone un obstáculo relevante en su camino de santidad. Saber que también nosotros tenemos defectos o rasgos personales que pueden no agradar a todos nos lleva a mirar con comprensión a las demás personas. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender” –escribe san Josemaría–. Por eso busca una excusa para tu prójimo –las hay siempre–, si tienes el deber de juzgar»2.
«Si no somos capaces de ver nuestros defectos, tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para nosotros la puerta de la misericordia»3. La mirada de Dios no se centra solamente en nuestros errores, sino en todo lo que puede sacar de nuestros deseos por hacer el bien: él siempre salva a la persona, mucho más si somos sus hijos. Y es en la oración donde podemos cultivar esa mirada. «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6, 45). Si hacemos crecer un corazón puro, sin dobleces ni murmuración, sabremos ver lo bueno de los demás y no dar una importancia desmedida a lo malo. San Josemaría escribía sus propósitos en una ocasión: «1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»4.
LA VIDA del cristiano se nutre y encuentra su realización en la relación personal con Dios y con los demás. La sustancia de ese trato es la caridad: allí surge la amistad, la vida familiar, las estructuras sociales y todas las relaciones «Para la Iglesia –aleccionada por el Evangelio–, la caridad es todo porque, como enseña san Juan (cfr. 1 Jn 4,8.16) (…) todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza»5.
Poco antes de su pasión, Jesús quiso dejar un mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). Y, acto seguido, para que tuviéramos una imagen de ese camino de felicidad, demostró ese amor con obras, al lavar los pies de sus discípulos. «Sabemos bien que encontrar a Dios, amar a Dios, es inseparable de amar, de servir, a los demás; que los dos preceptos de la caridad son inseparables»6.
Los cristianos hemos sido precedidos por tantos santos y santas que se entregaron a la caridad, también en la vida ordinaria: lo vemos en «los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo»7. Las obras de misericordia espirituales ofrecen una actitud que se antepone a la tendencia a juzgar: enseñar, aconsejar, corregir, perdonar, consolar… Santa María es la primera que nos trata de esta manera y, como buena Madre, nos puede ayudar a querer igual a las personas que están más cerca de nosotros.
1 Cfr. santo Tomás de Aquino, Suma de teología, II-II, q. 60, a. 3.
2 San Josemaría, Camino, n. 463.
3 Francisco, Audiencia, 27-II-2022.
4 San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 399, 18-XI-1931.
5 Benedicto XVI, Caritas in veritate, n.2.
6 Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-22, n.9.
7 Francisco, Gaudete et exsultate, n. 7.
19 de junio de 2022
“Amar a nuestros enemigos”
Evangelio Lucas 6, 27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»
PARA TU RATO ORACION PERSONAL
No somos buenos hermanos de nuestros hermanos los hombres, si no estamos dispuestos a mantener una recta conducta, aunque quienes nos rodeen interpreten mal nuestra actuación, y reaccionen de un modo desagradable (Forja, 460).
Los hijos de Dios nos forjamos en la práctica de ese mandamiento nuevo, aprendemos en la Iglesia a servir y a no ser servidos, y nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo, que todos advertirán como fruto de la gracia de Cristo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto- la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo.
Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte, del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Si se ha de amar también a los enemigos -me refiero a los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de nada-, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí. (Amigos de Dios, 230)