"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de junio de 2022

Lunes después de Pentecostés: Santa María Madre de la Iglesia

 



Evangelio (Jn 19, 25-34)

“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:

—Mujer, aquí tienes a tu hijo.

Después le dice al discípulo:

—Aquí tienes a tu madre.

Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.

Después de esto, como Jesús sabía que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo:

—Tengo sed.

Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo:

—Todo está consumado.

E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les rompieran las piernas y los retirasen. Vinieron los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua”.




+ Presencia materna de la Virgen en la Iglesia.
+ Madre en el Calvario.
+ La Iglesia, como María, lleva a todos hacia Cristo. 



DESPUÉS de la Ascensión de Jesús, los Hechos nos muestran a los apóstoles reunidos en el Cenáculo. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús» (Hch 1,14). La Tradición ha considerado en esta escena la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia. Ella es la persona que une dos momentos clave en la historia de la salvación: la encarnación del Verbo y el nacimiento de la Iglesia. «La que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace (...) presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue teniendo una presencia materna»[1].

Una madre se desvive por su hijo desde el seno materno. Suya es la responsabilidad de sacar adelante ese don que Dios le ha concedido. Cuando nace, es evidente que la criatura sigue necesitando su protección, y conforme va creciendo le ayuda a desenvolverse en la vida. El Evangelio nos muestra algunos rasgos de ese cuidado de la Virgen con Jesús. Y en los Hechos observamos esa misma actitud con la Iglesia naciente, velando por los apóstoles y los primeros cristianos. Era un tiempo de gestación, entre persecuciones y dificultades, en el que necesitaban especialmente su ayuda. Ella es «la protagonista, humilde y discreta, de los primeros pasos de la comunidad cristiana: María está en el corazón espiritual, porque su misma presencia entre los discípulos es memoria viviente del Señor Jesús y signo del don de su Espíritu»[2].

También hoy la Virgen se sigue desviviendo por cada uno de sus hijos que forman la Iglesia. Sentirnos parte de un pueblo que tiene una misma Madre nos ayudará a unirnos a cada uno de los fieles que lo componemos, al igual que los primeros cristianos. «Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, –decía san Josemaría– los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: “Multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una” –la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma»[3].

CUANDO el Señor se dirigió a Juan desde lo alto de la cruz, le regaló algo de lo que no había querido privarse hasta el último momento: el cariño de su madre. Jesús no quiso prescindir de su ayuda en los momentos más difíciles de su vida. Era Dios, pero necesitaba su apoyo y cercanía para salvarnos. Y cuando ya estaba todo cumplido, nos entregó lo único que le quedaba pronunciando aquellas palabras: «Mujer, aquí tienes a tu hijo. (...) Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).

La Virgen nos ayuda a perseverar cuando el camino se hace más costoso. El claroscuro de la fe no se le ahorró a nuestra Madre. Nadie como ella nos puede acompañar en esos momentos para que suponga un tiempo de crecimiento y madurez. «Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es Madre nuestra? ¿O la creemos lejana, muy diferente a nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la vemos a ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solamente nuestro bien?»[4].

Con esas palabras Jesús invita a todos los cristianos a acoger a María en sus vidas. Quiere que nos acerquemos a ella con confianza. «Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible»[5].

APENAS María tuvo noticia de que su prima estaba embarazada, «marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39). Más allá de la ayuda material que le pudo prestar en esos días, sobre todo le llevó a Jesús y, con él, la alegría plena. Tanto Isabel como Zacarías estarían ya contentos por aquel embarazo que parecía ya imposible. Pero es María quien les hace presente el gozo completo que nace del encuentro con Jesús y el Espíritu Santo.

«Nuestra Señora quiere traernos a todos el gran regalo que es Jesús; y con él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así, la Iglesia es como María (...), tiene que llevar a todos hacia Cristo y su Evangelio»[6]. Este es el centro de la vida de la Iglesia y de cada uno de los cristianos: llevar el amor de Jesús a todas las almas como hizo la Virgen con Isabel. La Iglesia recuerda que la verdadera felicidad no depende del éxito, la riqueza o el placer, sino de acoger a Cristo: solo él puede ofrecer la alegría más profunda.

A través del esfuerzo por identificarnos con la Virgen, Jesús podrá nacer, por la gracia, en el alma de las personas que nos rodean. «Si imitamos a María –decía el fundador del Opus Dei– , de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»[7].