"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de junio de 2022

Solemnidad de Pentecostés: La venida del Espíritu Santo




 Evangelio / Jn 20, 19-23

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado.


Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo".


Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar".


- El Espíritu Santo da inicio a nuestra misión y la impulsa.

- Con el Paráclito se nos da el perdón.

- La vida y la fuerza de Dios se nos dan en el Espíritu Santo.


EN LA FIESTA de Pentecostés se podría decir que termina la misión de Jesús en la tierra y comienza la nuestra, alentados, impulsados y sostenidos por su mismo Espíritu. Recibimos su misma misión, la que el Padre ha encomendado a su Hijo. «La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo» (Jn 20,21). Nos llenamos de agradecimiento por semejante don y deseamos que el fuego que ardía en el corazón de Jesucristo no se extinga, sino que provoque en nosotros el incendio que él ha soñado y querido. Esas pequeñas llamas que han aparecido en las cabezas de los apóstoles, y en nuestras almas, queremos que se propaguen hasta el último rincón de la tierra. Nos ilusiona ser cooperadores de los planes divinos para llenar el mundo del calor que el Salvador vino a regalarnos.


Para esa misión no estamos solos, contamos con una ayuda insuperable. Jesús nos lo había prometido diciendo que no nos dejaría huérfanos y lo ha cumplido (Jn 14,18). «El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador»[1].


Puede ser que algunas veces sintamos esa orfandad, pero no queremos que nos paralice, sabemos que es parte de la cizaña que el diablo intenta sembrar entre el trigo bueno del amor al que somos llamados. Sentirla y percibirla no significa pactar con ella, sino que puede ser precisamente el estímulo para volver a considerar, con la ayuda del Espíritu Santo, que somos hijos muy queridos. Con san Josemaría queremos introducirnos en esta fuente interminable de gracia: «La gloria, para mí, es el amor, es Jesús, y, con él, el Padre –mi Padre– y el Espíritu Santo –mi Santificador–»[2]. En esa intimidad acompañada de la Trinidad tienen cabida y solución nuestros temores y angustias.


LA PRIMERA vez que echamos a andar solos, quizá desde los brazos de nuestro padre a los de nuestra madre, no sabíamos cómo acabaría todo, ni lo habíamos hecho nunca antes. Tenerlos cerca, delante y detrás, era suficiente. Cuando recibimos el abrazo de ambos como premio a nuestra hazaña, nos dimos cuenta de que arriesgarse era maravilloso. Podemos pedir que el Espíritu sea capaz de inflamar nuestra voluntad para que, de una manera similar, vibremos con los deseos divinos de sembrar el mundo de paz y de alegría. La oración es el lugar privilegiado para escuchar su voz y hacerle caso lanzándonos a esa andadura divina. La oración «es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8,15; Gal 4,6); y esto no es solo un “modo de decir”, sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14)»[3].


A veces podemos tener la tentación, tal vez inconsciente, de vivir como si Dios se alejara de nosotros por nuestros pecados o nuestras traiciones. Sin embargo, él nos sorprende una y mil veces con su reacción ante nuestra fragilidad. «Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia»[4].


EL ESPÍRITU Santo quiere llenarnos de fuerza para que podamos disfrutar de la misión que nos encomienda. San Josemaría nos muestra lo dañino que puede ser no tener los cimientos sólidos de esta gracia divina: «El ataque a la fe tira el edificio espiritual. Desconcierta la tentación contra la esperanza. Pero esa malvada seguridad de que Dios no me ama y que no le amo es la que aniquila y, aun fisiológicamente, deja vacío el corazón»[5].


Afortunadamente, la solución está al alcance de todos: «En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios; es él que, como profesamos en el “Credo”, “da la vida”. Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”»[6].


Santa Teresita de Lisieux relataba el día de su Confirmación: «¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... (...). Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb»[7]. Nosotros también queremos tener el oído atento para que el Consolador nos cuente las maravillas a las que nos llama y para las que hemos sido creados.


«“No os dejaré huérfanos”. Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz»[8].


[1] Benedicto XVI, Homilía, 31-V-2009.


[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, nn. 1653-1655.


[3] Francisco, Homilía, 8-VI-2014.


[4] Francisco, Homilía, 4-VI-2017.


[5] San Josemaría, Glosa marginal al Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle.


[6] Francisco, Homilía, 20-V-2018.


[7] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, cap. IV, 36.


[8] Francisco, Homilía, 15-V-2016.