Evangelio (Lc 10,38-42)
Cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada también a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.
Pero el Señor le respondió:
—Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.
PARA TU ORACION
Los evangelios recogen los recorridos de nuestro Señor por los senderos de Palestina. En esos trayectos fueron muchas las personas que se encontraron con Él. Algunos, tristemente, no supieron reconocer al Hijo de Dios en esa figura misericordiosa, amable y extraordinaria que les salía al encuentro. Otros, en cambio, creyeron en Él y supieron acogerle. Así lo hicieron las gentes de Galilea que habían visto los signos realizados por Jesús[1] y otros muchos cuyos nombres no han quedado recogidos en los evangelios. Pero de entre los que dijeron que sí a Cristo encontramos, por ejemplo, a los Doce, a Zaqueo, al centurión… En otros capítulos hemos considerado el ejemplo de fe que nos han dado algunas de estas personas. Ahora miraremos a Marta y María, que tuvieron la maravillosa fortuna de hospedar a nuestro Señor.
El recibimiento que Marta hace al Señor «en su casa»[2] es expresión y resultado de su fe en Él. Marta creyó en Jesús. Le abrió no solo las puertas de su vivienda, sino las de su corazón. Y como a Marta, el Señor llama también a los corazones de los hombres y mujeres de todos los tiempos, pidiendo entrar. La Palabra Eterna del Padre hecha Hombre sale al encuentro de sus hermanos los hombres buscando acogida. Por nuestra parte, solo hace falta recibirle por la fe, tal como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: la fe es la respuesta a Dios que se revela y se entrega al hombre[3]. La fe es abrir las puertas a Cristo, hospedarle en la propia casa, compartir la mesa con él, dejar que entre hasta lo más íntimo del alma. Así lo hizo la familia de Betania compuesta por Marta, María y Lázaro. Y a imitación de ellos, nosotros también podemos participar en la intimidad divina, pues «la fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo», pues es «el comienzo de la vida eterna»[4].
Fe con obras
La fe supone una confianza y un abandono en Dios que constituyen el comienzo de la justificación. Además, esta virtud lleva consigo el asentimiento a un conjunto de verdades que se proponen para ser creídas. A la vez, la fe, si es verdadera, «actúa por la caridad»[5], manifestándose en detalles concretos de amor, porque el encuentro con Cristo «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[6] a la vida cotidiana. La fe no «nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto Dios ama a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra»[7]. Marta acoge al Señor y manifiesta su fe y confianza en Él ocupándose de «las tareas de servir»[8]. No sólo cree en Jesús, sino que le deja entrar en su vida, reconociendo su señorío con obras y buscando con hechos concretos agasajar al Divino Huésped.
La actitud de Marta manifiesta que la respuesta a Dios no se queda solo en el plano intelectual, ni solo en el afectivo, sino que se reconoce también por los hechos. Una vez que la persona acoge a Dios que se revela, la fe afecta al conjunto de su ser y de su actuar. Por eso, las obras –realizadas también por amor– son necesarias para la salvación. Santiago, ante la posibilidad de que alguno pudiera decir que tiene fe y no obras, dice: «muéstrame tu fe sin obras, y yo por mis obras te mostraré la fe»[9]. Las obras cooperan en el crecimiento y aumento de la justificación[10]. Como enseña el Catecismo, «la fe permanece en el que no ha pecado contra ella. Pero, "la fe sin obras está muerta" (St 2,26): Privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo»[11].
Así como Cristo manifestó su amor al Padre con obras, los cristianos, como buenos hijos, debemos realizar y madurar nuestra condición filial en nuestro cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios. No basta afirmar que creemos en Dios y nos abandonamos a su querer, si no lo ratificamos con hechos: si no acabamos bien nuestro trabajo por amor a Él, si no sabemos sufrir por Él, si no tenemos detalles de delicadeza con los demás, si no aceptamos las enfermedades y contratiempos, si nos quejamos ante lo que nos disgusta… San Agustín, recogiendo esta doctrina, escribe: «todas tus obras se deben basar en la fe, porque "el justo vive de la fe y la fe obra por el amor"»[12]. Las obras buenas, las acciones realizadas con esperanza y por amor, serán las que nos acompañen cuando debamos presentarnos ante el Altísimo. Esto es lo que enseña san Josemaría cuando habla de una fe operativa[13], una fe que obra por el amor y se manifiesta en la vida cotidiana de las hijas e hijos de Dios.
Marta, aun cuando inicialmente se queja ante el Señor por la aparente inactividad de su hermana, es ejemplo de confianza y fe en Jesús. San Josemaría animaba a seguir su ejemplo, y a manifestar sinceramente al Señor «hasta las más pequeñas» inquietudes [14]. También para nosotros, la verdadera señal de que creemos y amamos a Dios serán las obras de amor: el cariño que ponemos en vivir una determinada práctica de piedad o una devoción cristiana, los detalles de caridad con la gente que nos rodea, el cuidado del trabajo, el interés en comprender y ayudar a las personas que tratamos, y un sin fin de acciones que llenan nuestra jornada. Todas esas actividades deben reflejar nuestra fe, porque estarán iniciadas y acabadas por el amor a Dios y al prójimo. Los hechos concretos realizados por amor confirmarán la autenticidad de lo que creemos, de que la fe obra en nosotros por la caridad.
Fe que adora
Ciertamente, las obras no deben sofocar la fe. Ese es el riesgo del activismo, del hacer por hacer, del dejarse llevar por un torbellino de gestiones. Jesús reprochó a Marta el olvidarse de lo más importante: «Tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria»[15]. Es una enseñanza que también recuerda el Señor cuando advierte del peligro de centrarse en las necesidades materiales más inmediatas: «Por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo. Bien sabe vuestro Padre que estáis necesitados de ellas. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os añadirán»[16]. El peligro de afanarse en muchas cosas, del hacer, del activismo, está siempre al acecho.
Por eso, la actividad que desempeñamos, y que queremos que esté entretejida de obras de amor a Dios, tiene necesidad de la escucha atenta y contemplativa de la Palabra divina. Así lo manifiesta María, quien, «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra»[17]. Es fácil imaginarse la escena: María mirando sin pestañear a Jesús y embebiéndose en sus palabras. Por eso, la Tradición de la Iglesia ha visto en ella una imagen de la vida contemplativa. San Josemaría animaba a tratar a Jesús en la oración como lo hacía María, ensimismándonos como ella, que estaba «pendiente de las palabras de Jesús»[18].
Si la fe sin obras está muerta, la fe que no se alimenta de la adoración languidece. Nuestra jornada, desde la mañana a la noche, está repleta de múltiples ocupaciones: de un trabajo absorbente y exigente, de la atención a la familia, del trato con nuestros amigos. Pero si queremos que todas esas actividades sean un encuentro con el Señor, necesitamos unos momentos del día para “sentarnos”, como María, en la presencia de Dios, para arrodillarnos ante el Señor y adorarle; queremos que en ese tiempo no haya nada que pueda distraernos de la contemplación, de mirar y escuchar atentamente al Señor. «Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo esta nos hace verdaderamente libres, sólo esta nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración»[19].
La fe, pues, lleva a la adoración, conduce a anticipar lo que será nuestra vida con Dios para siempre en los cielos, a querer realizar aquí en la tierra lo que los ángeles hacen en el Cielo dando gloria a Dios. La fe que adora nos lleva a postrarnos ante Dios y a desear unirnos a Él. Por eso, la fe, que es confianza y adhesión a Dios, encuentra un momento culminante en la adoración eucarística. Esa fue también la enseñanza de san Josemaría: «Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada mañana: ¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies sacramentales! ¡Te adoro, te amo! Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio, repetídselo nuevamente: ¡Señor, creo que estás realmente presente! ¡Te adoro, te amo! Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día. Luego, continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración: voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el tabernáculo»[20]. Se entiende por eso que el fundador de Opus Dei se refiriera al sagrario como Betania y animara a quienes le oían a meterse en él[21]. Por la fe en el Señor sacramentado podemos introducirnos en el sagrario y pregustar la visión de Dios, y esa actitud de adoración nos permite estar pendientes de Él hasta lograr una unión de amor que se manifiesta en todas las actividades del día.
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Cuando en una ocasión le anunciaron a Jesús que su Madre y sus parientes deseaban verle, Él en respuesta les dijo: «mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen»[22]. La escena de Betania ratifica esta enseñanza. Escucharle como María y cumplir lo que dice como Marta encarna la fe de los que pertenecen a la familia de Dios. Mediante la escucha de la Palabra y el esfuerzo por ponerla en práctica seremos miembros vivos de la Iglesia y, con la gracia de Dios, llegaremos a la meta: «Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cfr. Mc 9,24; Lc 17, 5; 22, 32); debe “actuar por la caridad” (Gal 5, 6; cfr. St 2, 14-26), ser sostenida por la esperanza (cfr. Rom 15, 13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia»[23]. Y si en alguna ocasión nos puede parecer difícil o no sabemos bien cómo hacerlo, encontraremos ejemplo y ayuda en Nuestra Madre Santa María. Ella fue quien con más atención escuchó la Palabra de Dios y quien, con su fiat, más fielmente la puso en práctica. En Ella en todo momento la fe actuó por el amor.