Evangelio (Lc 9,57-62)
Mientras iban de camino, uno le dijo:
—Te seguiré adonde vayas.
Jesús le dijo:
—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
—Sígueme.
Pero éste contestó:
—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.
—Deja a los muertos enterrar a sus muertos –le respondió Jesús–; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Y otro dijo:
—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.
Jesús le dijo:
—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
- Una vida enamorada, no cómoda.
- Jesús llama a todos.
- Las sorpresas de Dios.
SUBE JESÚS a Jerusalén, en donde le espera el Calvario. A su alrededor, un tanto asustados, van sus discípulos. Por el camino, en varias personas surge la inquietud por seguirlo. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57), le dice el primero. Jesús, que conoce lo mejor para cada uno en cada momento, serena el ímpetu de aquella persona: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
Jesús vivía así, ligero de equipaje, sin más cosas que las imprescindibles para su misión, entregado a la voluntad de su Padre Dios. Y quien quisiera ser su discípulo estaba invitado a ese mismo estilo de vida. Seguirlo era entusiastamente, llenaba el alma de alegría, pero no era cómodo. San Josemaría, recogiendo la sabiduría humana de tantos siglos, repetía que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»1. La aspiración más profunda del ser humano es amar y ser amado. Por eso, los bienes materiales no llenan el corazón.
Llevar una vida templada, gozando con libertad de los bienes creados, sin depender de ellos, nos ayuda a dirigir todas esas realidades al servicio de quien amamos. No se trata de un simple ejercicio de la voluntad por rechazar algo que nos atrae, sino en renovar el amor que mueve nuestra vida, en no dejar que nada nos aparte de él y ordenar todo lo que disponemos al servicio de nuestra misión como cristianos. Así, cada esfuerzo asumido libremente nos recordará que no hay mayor felicidad que la que encontramos en Dios.
MÁS ADELANTE, es Jesús quien toma la iniciativa y dice a una persona con la que se encuentra: «Sígueme» (Lc 9,59). No tenemos muchos más datos sobre este hombre. Tampoco sabemos por qué el Señor se fijó en él. Pero sí conocemos con certeza que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). No hay ninguna persona que se encuentre fuera del cariño de Dios: todos estamos llamados a verle un día cara a cara en el cielo, fuimos creados para ello. Como recuerda el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»2.
La santidad no está reservada solamente a aquellos con unas cualidades particulares. «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»3. Precisamente es en las «tareas pequeñas» en donde san Josemaría decía que se hallaba la santidad «grande»4; es decir, en realizar esas actividades junto a Jesús, en asemejarnos cada vez más a él. «Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores»5. Es verdad que, en este camino, podemos encontrarnos con la experiencia de nuestra debilidad; pero, entonces, aprenderemos una y otra vez que para la santidad es preciso humildad y esperanza: porque es Jesús quien habita en nosotros y nos lleva como de la mano.
JESÚS siempre supera nuestras expectativas. Cuando los apóstoles decidieron seguirle, probablemente no eran del todo conscientes de lo que iban a vivir. Quizás esperarían empaparse de sus enseñanzas para poder transmitirlas a otros más adelante; pero es poco probable que se imaginaran a sí mismos haciendo milagros o difundiendo la alegría del cristianismo por todos los rincones del mundo. «Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas»6.
En contraste con la alegría de los apóstoles, en el Evangelio también encontramos personas que, después de haber conocido a Jesús, se marchan desilusionadas. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con los que no aceptaron que para salvarse tendrían que comer la carne y beber la sangre del hijo de Dios: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), nos dice san Juan. Algo similar sucedió también con los que creyeron que el Mesías les liberaría de la dominación romana. Lo que parecen tener en común estas personas es que quisieron reducir el poder de Cristo a sus propios esquemas. Y este es un peligro siempre presente: cuando en lugar de dejarnos sorprender por los panoramas que Dios pone ante nuestros ojos, preferimos aferrarnos a nuestras expectativas o a lo que ya creemos conocer bien. Entonces corremos el riesgo de cerrarnos a las sorpresas –más o menos pequeñas– que Dios nos tiene reservadas.
Seguramente la Virgen María tampoco imaginaba todo lo que vendría después del anuncio del ángel. Sin embargo, supo abrirse con fe a los planes que Dios tenía para ella. A ella podemos pedirle que sepamos siempre dejarnos sorprender por el amor de su Hijo.