Evangelio (Lc 17,5-10)
Los apóstoles le dijeron al Señor:
— Auméntanos la fe.
Respondió el Señor:
— Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería.
Si uno de vosotros tiene un siervo en la labranza o con el ganado y regresa del campo, ¿acaso le dice: “Entra enseguida y siéntate a la mesa”? Por el contrario, ¿no le dirá más bien: “Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú”? ¿Es que tiene que agradecerle al siervo el que haya hecho lo que se le había mandado? Pues igual vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”.
- El Opus Dei ha sido querido por Dios.
- Contemplativos en medio del mundo.
- Colaborar en una iniciativa divina.
ENTRE EL 30 DE SEPTIEMBRE y el 6 de octubre de 1928, los padres paúles organizaron, en Madrid, un retiro espiritual para sacerdotes diocesanos. A aquellas jornadas se sumó Josemaría Escrivá, joven sacerdote de veintiséis años, ya que esas fechas podía disponer de algunos días libres. Solo Dios sabía que, durante aquella actividad, después de celebrar Misa en la mañana del martes 2 de octubre, aquel sacerdote recibiría la misión divina de traer el Opus Dei al mundo; san Josemaría, al revisar algunos apuntes que había venido tomando desde hace algunos años, comprende por primera vez que está llamado a ser padre de muchos hijos y de muchas hijas en la Obra, todos con la misión de llevar el Evangelio a su propio ambiente de trabajo. «Somos una inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad»[1], explicará gráficamente poco tiempo después. Porque quienes viven del espíritu del Opus Dei, siendo ellos la misma sangre que circula por el mundo, procuran dar la vida de Dios al gran cuerpo formado por los hombres y mujeres de su entorno.
«En mis conversaciones con vosotros –escribía san Josemaría, en 1934, a las pocas personas que entonces formaban parte del Opus Dei– repetidas veces he puesto de manifiesto que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios»[2]. Y, más adelante, resumía lo mismo en pocas palabras: «La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre»[3]. Bastaría repasar la historia del Opus Dei –también la de cada persona del Opus Dei– para ser testigos de que esa movilización de cristianos, ese impulso de bien y de santidad que esta familia fomenta en lugares muy variados a lo largo y ancho del mundo, solo puede ser posible en compañía del Señor. Dios ha estado siempre presente de una manera palpable. La Iglesia ha reconocido oficialmente, en varias ocasiones, que la Obra existe «por inspiración divina»[4], y que «según el don del Espíritu recibido por san Josemaría Escrivá de Balaguer, la Prelatura del Opus Dei, bajo la guía de su Prelado, lleva a cabo la tarea de difundir la llamada a la santidad en el mundo»[5].
«DESDE 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor –decía san Josemaría, casi cuarenta años después de aquella fecha fundacional–. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres (…). Sueño —y el sueño se ha hecho realidad— con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas»[6]. El Opus Dei ha sido querido por Dios para ofrecernos un camino concreto de santidad en medio de las actividades cotidianas: en el trabajo y en el descanso, con la familia y con los amigos, en los momentos de alegría y en los momentos de dolor. San Josemaría nos recuerda que no podemos dividirnos interiormente; que no vivimos, por un lado, nuestra vida espiritual, con ciertos momentos reservados para ello; y, por otro lado, están todas las actividades restantes como si poco tuvieran que ver con Dios. Proclamar la llamada universal a la santidad supone anunciar esa unidad de vida, dejándonos amar por Dios en cada momento de nuestro día, sin dejar ninguno de lado. Entonces seremos apóstoles capaces de descubrir un sentido de misión en todo lo que hacemos.
«Os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día –decía san Josemaría el 8 de octubre de 1967, durante la homilía en el campus de la Universidad de Navarra–. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria»[7]. Ciertamente, dejarnos acompañar por Dios en cada cosa que hacemos, tener la convicción de que el cielo está dentro de nosotros, no es algo que sucede de la noche a la mañana. Para eso san Josemaría nos ha trasmitido un camino, que bebe de la riquísima tradición de la Iglesia Católica, y que se concreta en algunas prácticas de piedad que se adecúan a la situación de cada persona, vividas con la serenidad y confianza de hijos de Dios. El objetivo es dejarse llenar de Dios hasta ser, como le gustaba decir al fundador del Opus Dei para expresar la radicalidad de esta senda, «santos canonizables» o «santos de altar», que experimentan una vida contemplativa en medio del mundo y que iluminan su entorno con la luz del Evangelio
SAN JOSEMARÍA, en un texto en el que explica detalladamente que aquella luz del 2 de octubre de 1928 se trató de una luz de Dios, termina confesando con viveza que quisiera que las personas llamadas al Opus Dei tuvieran siempre presente –«grabasen a fuego»– tres cosas: primero, que «la Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice»[8]. Segundo, que «cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes»[9]. Y, tercero, que «esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice»[10].
Es decir, que es Dios quien hace la Obra; por lo tanto, si queremos hacer vida el espíritu que transmitió a san Josemaría, ni nos faltará su ayuda, ni nos faltará en el corazón la «dulce y confortadora alegría de evangelizar»[11]. El Opus Dei, como lo dice su mismo nombre, es obra de Dios, no obra nuestra; y eso dará la serenidad de saber que, aunque el Señor cuenta con nuestra colaboración, es él quien realmente lleva las riendas de esta familia, es él quien sabe qué conviene en cada momento histórico, es él quien enciende el fuego de la llamada divina en quien quiere. Al pensar de qué manera Dios nos invita a compartir con él su misión salvadora, a san Josemaría le gustaba imaginar a aquellos fuertes pescadores que dejan a los pequeños poner sus manos en las redes, aunque no sean ellos quienes tienen la fuerza[12]. De esa convicción de quien se sabe en mano del Señor surge el auténtico «gaudium cum pace», la alegría y la paz. Por eso, rememorado el 2 de octubre de 1928, san Josemaría escribía claramente que aquel día «el Señor fundó su Obra»[13].
El prelado del Opus Dei nos recordaba las palabras del fundador: «Si queremos ser más, seamos mejores»[14]. San Josemaría quería que sus hijos, cristianos corrientes que trabajan por hacer de este mundo un mejor hogar, se distinguieran solamente por su «bonus odor Christi», por su aroma a Cristo; es esa atracción divina, inicio de todo apostolado, la que moverá a la gente hacia la auténtica felicidad. Santa María, Regina Operis Dei, que tan cerca ha estado siempre de la Obra, intercede siempre por nosotros, junto a san Josemaría y tantos santos que han vivido este espíritu querido por Dios para el mundo.