Evangelio (Lc 10, 17-24)
Volvieron los setenta y dos con alegría diciendo:
–Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les dijo:
–Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el Cielo.
En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:
–Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:
–Bienaventurados los ojos que ven lo que veis. Pues os aseguro que muchos profetas quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.
- La alegría de los 72
- Somos portadores de aquel gozo.
- Un fruto del Espíritu Santo.
EL REGRESO de los setenta y dos discípulos después de la misión a la que habían sido enviados se da en un ambiente de entusiasmo. Nos lo cuenta san Lucas: «Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”» (Lc 10,17). Los discípulos estaban llenos de admiración por lo vivido, y profundamente agradecidos con Jesús. Ellos habían sido elegidos para la audaz tarea de anunciar el nuevo reino, que llegaba no solamente con palabras y discursos, sino con hechos concretos que, al apuntar siempre hacia Cristo, cambiaban la vida de las personas.
La alegría es, de hecho, un tema recurrente en el evangelio de san Lucas, presente desde el inicio hasta el final: el ángel promete alegría a Zacarías en el Templo al anunciar el nacimiento del Bautista (1,14); después, está presente en el diálogo con los pastores cerca del pesebre (2,10) y hace saltar de gozo a san Juan niño en el vientre de su madre Isabel (1,44). También es grande la alegría en el cielo cuando un pecador se convierte (15,7.10), o sabemos que los corazones de los discípulos se encienden de júbilo al ver a Jesús resucitado (24,41.52). Es como si el evangelista quisiera recordarnos que el encuentro auténtico con Dios siempre viene acompañado de esta alegría del corazón.
Sin embargo, con frecuencia también nos vemos enfrentados a la tentación de la tristeza o del desánimo. Entonces, podemos entrar con renovada confianza en el silencio de la oración y, junto a toda la Iglesia que nos acompaña, acercarnos a la fuente de la alegría. Esta no se encuentra en las circunstancias, ni la salud, ni el éxito, ni en los bienes que poseemos; lo esencial para tener una vida feliz, en cambio, se sitúa en nuestro interior, en la presencia de Dios en nuestra alma. Más concretamente, san Josemaría nos recuerda que la auténtica alegría «no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios»[1]. Por eso la alegría es compatible con las dificultades, y está al alcance de todos, en cualquier momento.
LOS EVANGELIOS nos cuentan que para Jesús era muy importante que sus seguidores estuviesen contentos de verdad: «Que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11). Por eso, la reacción del Señor al gozo de los discípulos es igualmente gozosa, y da lugar a unas misteriosas palabras: «Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10,18-20).
Al ver la alegría de los setenta y dos discípulos, y su asombro al expulsar los demonios, el Señor les asegura que él vino justamente para vencer al reino de Satanás, cuyo fracaso viene representado con la caída de un rayo. Jesús nos recuerda que la alegría profunda nace de saber que han sido vencidos los poderes que nos impedían vivir junto a Dios; nace del anuncio de que el Mesías ha venido al mundo para que nuestros pecados sean perdonados definitivamente. «La misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirnos perdonados gratuitamente»[2].
«Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación»[3]. Experimentar el perdón de Dios, recobrar una y otra vez nuestra verdadera identidad de hijos queridísimos, nos hace portadores de una noticia que queremos difundir a los cuatro vientos. Como con aquellos setenta y dos discípulos, Dios cuenta con nuestra vida alegre «para disipar el miedo de quienes, por una razón u otra, dudan de la fuerza de Jesús para vencer la muerte y el mal»[4].
DESPUÉS de anunciar la derrota de los poderes del mal, Jesús «se llenó de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21) y empezó a alabar a Dios por todo lo que obraba a través de los discípulos. Es el Paráclito quien nos permite vencer al mal, nos transforma en hijos de Dios y nos introduce en el amor del Padre. «San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5,22) (...). Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana. No es difícil, incluso para un observador que se mueva solo en la línea de la psicología y la experiencia, descubrir que la degradación en el campo del placer y del amor es proporcional al vacío que dejan en el hombre las alegrías que engañan y defraudan»[5].
Dios ha creado este mundo bueno, lleno de alegrías que son como señales que nos llevan hasta él, sobre todo en la convivencia con las demás personas. Aprender a disfrutar de estas alegrías auténticas, de hijos de Dios, puede ayudarnos a desentrañar aquellas otras que buscan engañarnos. «La alegría es un bien cristiano –escribe san Josemaría–. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres»[6]. Ella, causa de nuestra alegría, nos recordará que la verdadera felicidad en esta vida solo la podemos encontrar en Dios y, cuando estamos junto a él, en todas las cosas.