"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de noviembre de 2022

EL MISTERIO DE LA MISERICORDIA DE DIOS



  • El misterio de que Dios es misericordia.
  • A Dios le alegra perdonarnos.
  • El perdón que encontramos en la confesión.

«¿QUIÉN DE vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla?» (Lc 15,4). Al escuchar hoy estas palabras, es posible que nos llenemos de agradecimiento a Dios por el recuerdo de tantas veces en las que hemos sentido la constancia divina para buscarnos cuando estábamos perdidos. «Os digo que –continúa Jesús–, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,7). Queremos comprender esta «mayor alegría del cielo» de la que habla Cristo. ¿Qué misterios encierra? ¿Por qué a Dios le alegra tanto un pecador que se arrepiente? ¿No le importan más nuestras buenas acciones o nuestra lucha por cumplir sus mandamientos?


San Josemaría procuraba meterse en estas escenas y saborearlas: «¿No le habéis oído tratar también de ovejas y de rebaños? ¡Y con qué ternura! ¡Cómo goza al describir la figura del Buen Pastor!»[1]. Él mismo tenía experiencia de haber contemplado escenas parecidas en el campo: «Si alguna se había descalabrado –como dicen allí–, si alguna se había roto una pata, se reproducía la vieja estampa: la llevaban sobre sus hombros. También he visto cómo el pastor –pastores toscos, que parece que no reúnen condiciones para la ternura– lleva entre sus brazos amorosamente un cordero recién nacido»[2].


En realidad, esta «alegría del cielo» por encontrar una oveja perdida nos revela el verdadero rostro de Dios Padre, que «lo perdona todo y perdona siempre. Cuando Jesús dibuja ante sus discípulos el rostro de Dios, lo describe con expresiones de tierna misericordia. Él dice que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por una multitud de justos que no necesitan conversión. Nada en los evangelios sugiere que Dios no perdona los pecados de quienes están bien dispuestos»[3]. Quizá el desafío es comprender que somos nosotros los primeros que necesitamos de la misericordia de Dios; que somos nosotros quienes, volviendo una y otra vez hacia el pastor, podemos alegrar al cielo entero.


«ALEGRAOS CONMIGO, porque he encontrado la oveja que se me perdió» (Lc 15,6). La alegría de Dios es contagiosa. Reúne a todos y les pide que compartan su alegría. No es posible para nosotros imaginar el grado de felicidad que experimenta Dios en su intimidad, pero podemos acercarnos a ese misterio al menos con el deseo de profundizar en él. ¿Por qué Dios es tan feliz cuando nos perdona? Una de las razones es que, con el perdón, no nos perdemos la maravilla del amor de Dios. De hecho, la palabra «perdonar» significa donar completamente, otorgar una ofrenda perfecta. «¿Qué te he hecho, Jesús, para que así me quieras? –se preguntaba san Josemaría–. Ofenderte... y amarte. Amarte: a esto va a reducirse mi vida»[4].


Por otro lado, cuando uno pide perdón está manifestando, aunque sea implícitamente, muchas cosas a la persona ofendida. Los mensajes que se suelen transmitir son por ejemplo: “me gustaría no haberlo hecho” o “me encantaría restablecer el afecto que nos teníamos”. Un hijo que pide perdón es un hijo que ama a su padre, se fía de él, lo quiere. Le duele haberle hecho sufrir. Con la petición de perdón deseamos poner fin a la situación que causa el pecado, que es precisamente el rechazo del amor de Dios por nosotros. La alegría que nosotros experimentamos al ser perdonados, siendo ya grande, es un pálido reflejo de la que siente Dios cuando nos recobra vivos.


«El orante del Salmo 27, rodeado de enemigos (...), puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá”. Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad»[5]. Y no se queda ahí. Además, nos dice que perdonarnos es su gran alegría.


EN LA CONFESIÓN podemos profundizar en ese misterio de la alegría y el gozo divinos. «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Con esta frase, o con alguna similar, le decimos a Jesús que, aunque a veces nuestras obras lo escondan un poco, en el fondo le amamos. Es verdad que vamos a confesar nuestros pecados, pero sobre todo confesamos su bondad, su cariño y su misericordia. No merecemos nada y, sin embargo, nos atrevemos a pedir perdón. Aunque tal vez nos hayamos acostumbrado, en realidad al confesar nuestros pecados desafiamos la lógica humana y somos introducidos de lleno en la divina. Abandonamos el juicio que instintivamente hacemos sobre nuestra vida para dejarle a Dios que tenga la última palabra.


Y la sentencia es contundente: «Yo te declaro inocente». En el mismo proceso vemos cómo Cristo asume nuestras culpas, nuestros pecados y la responsabilidad que nos corresponde. Carga con nuestros pecados para librarnos de ellos: «El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado»[6]. Y, por si fuera poco, nos dice que eso le llena de alegría. ¿Dónde se ha visto algo similar?


Transmitir a los demás, cuando sea oportuno, la existencia de este regalo, es señal de que lo valoramos y lo agradecemos sinceramente. A la Virgen María podemos pedirle que seamos apóstoles de la Confesión, para acercar a nuestros amigos al abrazo del perdón divino.