- Jesús nos promete una morada en el cielo
- Las almas del purgatorio y nuestra intercesión por ellas
- Ayuda mutua con las almas del purgatorio
«NO SE TURBE vuestro corazón –nos dice hoy Jesús–. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14,1-2). La memoria de todos los fieles difuntos nos ofrece la oportunidad de volver a considerar la realidad de la vida eterna, de mover nuestros afectos hacia la esperanza del encuentro definitivo con el amor verdadero y para siempre. Ninguno de nosotros ha traspasado el umbral de la muerte, así que no sabemos cómo va a ser ese momento. Dios ha querido, en su Hijo, revelarnos lo que nos aguarda en sus moradas.
«Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el “lugar del descanso” en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual él nos despierta. Con esta fe nos detenemos –también espiritualmente– ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda»[1].
«Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí –continúa diciendo Jesús–, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo»[2].
«SEÑOR, DALES el descanso eterno y brille sobre ellos la luz eterna»[3], pedimos hoy al inicio de la Misa. La situación de los fieles difuntos que todavía no han llegado al cielo es de sufrimiento y gozo al mismo tiempo. Dolor y felicidad se entretejen misteriosamente en el purgatorio. La razón de ese gozo es la certeza de que verán a Dios: han ganado la batalla, han decidido ser felices en la tierra y en el cielo. Están a un paso de la gloria y por eso la tradición cristiana les llama «benditas almas del Purgatorio».
Incluso las penas son allí fuente de alegría, porque las almas aceptan ese sufrimiento, plenamente entregadas a la voluntad divina. Con amor encendido, aunque todavía imperfecto, adoran el misterio de la santidad de Dios. Santa Catalina de Génova, conocida especialmente por su visión sobre el purgatorio, «no lo presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios»[4].
El sacerdote, en una de las plegarias eucarísticas que nos ofrece el Misal, pide a Dios en nombre de todos: «Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro»[5]. De todos los sufragios que podemos ofrecer, el más valioso es el Santo Sacrificio del Altar. La santa Misa puede celebrarse por los difuntos. La Iglesia, deseosa de que lleguen cuanto antes al cielo, permite hoy a todos los sacerdotes celebrar tres veces la santa Misa. También nos anima a rezar por nuestros hermanos que «duermen ya el sueño de la paz». La devoción del pueblo cristiano, además de la Eucaristía, encuentra en prácticas piadosas como el santo rosario, los responsos y las obras de penitencia, un verdadero camino de oración para interceder por los difuntos.
LA COMUNIÓN con toda la Iglesia, y en este caso con los difuntos, hace que «nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[6]. Los santos han sido grandes devotos de esta ayuda mutua. San Alfonso María de Ligorio afirma que podemos creer que a las almas del purgatorio «el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros»[7]. Santa Teresa del Niño Jesús, acudía con frecuencia a la ayuda de ellas y, tras recibirla, se sentía en deuda: «Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio»[8]. También san Josemaría confesaba su complicidad con ellas: «Al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del purgatorio»[9].
Esta experiencia de los santos nos muestra que el amor por quienes queremos puede ir más allá de la muerte. «Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago (...). Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal»[10].
«Nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, “puerta del cielo”, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso»[11].