- No apegarse a los bienes terrenos
- El desprendimiento nos recuerda que todo es de Dios.
- Agradecer lo que tenemos.
«NINGÚN CRIADO puede servir a dos señores» (Lc 9,13), nos dice hoy Jesús en el Evangelio. Son palabras claras y precisas. No parece que quepan las medias tintas. Quien desea ser discípulo de Cristo busca que los bienes terrenos no le alejen de lo que quiere que sea el centro de su vida. «No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc 9,13), continúa Cristo. Queremos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a descubrir la invitación que nos está dirigiendo. El reinado de Dios y el del dinero son muy diferentes. El uno lo recibimos y nos abre a los demás; el otro se sirve de múltiples engaños –la avaricia, el deseo desmesurado de poseer, la sola confianza en los bienes, etc.– para encerrarnos en nosotros mismos.
El efecto inmediato, pero efímero, del apegamiento de nuestro corazón a los bienes terrenos es la suficiencia. Una vez hemos conseguido lo que deseábamos, gozamos de unos instantes de gloria superficial, pero muy aparente, quizá ruidosa a nivel afectivo. Sin embargo, ese refugio poco a poco nos aprisiona. Aquellos bienes no son capaces de penetrar en nuestro corazón, no pueden alimentarlo. A lo mejor consiguen anestesiarlo pero, tarde o temprano, despertamos a la soledad. Probablemente no son malos en sí mismos, pero si los convertimos en pequeños ídolos, fácilmente toman el mando en nuestra vida. Seguir a Jesús implica disfrutar de la virtud del desprendimiento, disfrutar de una armoniosa utilización de las cosas que nos rodean: «Convertirnos en sus discípulos implica la opción de no acumular tesoros en la tierra, que dan la ilusión de una seguridad en realidad frágil y efímera. Por el contrario, requiere la disponibilidad para liberarse de todo vínculo que impida alcanzar la verdadera felicidad y bienaventuranza, para reconocer lo que es duradero y que no puede ser destruido por nada ni por nadie (cf. Mt 6,19-20)»[1].
El alma que vive sin apegarse a las cosas, sin entregar a ellas su felicidad, se llena de la riqueza de Dios, de su amor y de su paz. No necesita nada porque lo tiene todo, y cuando usa los bienes materiales, el tiempo o sus talentos, los agradece como regalos que son, dispone de aquello que necesita, pues en Dios todo nos pertenece. No se los apropia, ni los retiene. Y por eso, los disfruta como nadie.
A JESÚS podemos pedirle que nos enseñe este arte: el de arriesgarnos a vivir abandonados a sus cuidados. En otro momento de su predicación, dirigió la atención de quienes le escuchaban hacia los lirios y los pájaros: a ellos nunca les falta el alimento ni el vestido porque, a su manera, viven de Dios (cfr. Mt 6,25-33). De nosotros espera solamente «un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma»[2]. Le basta una pizca de cariño para entregarnos su fortuna. En este negocio divino se cumplen a la perfección las palabras de santa Teresa de Jesús: «Tened en muy poco lo que habéis dado, pues tanto habéis de recibir»[3].
Jesús nos regala a todos la posibilidad de disfrutar de la virtud del desprendimiento, con la que recordamos que todo es de Dios. Cada uno la vivirá en sus circunstancias, de mayor o menor abundancia, de mayor o menor escasez. La situación concreta de cada uno es la óptima para confiar en Dios. Cuando nos inquiete la incertidumbre, la duda o el miedo, podemos pedirle que nos convenza de que la alegría no depende de lo mucho o de lo poco; que interioricemos que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[4].
«Los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre; son infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para la mente humana (...). Desde luego, no debemos esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales. Éstos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro Padre celestial conoce cuáles son nuestras necesidades»[5].
UN CAMINO QUE nos lleva al desprendimiento cristiano –que es, a la vez, un «prendimiento» hacia lo que verdaderamente queremos– es el agradecimiento. Cuando no damos por supuesto el amor que queremos recibir, aprendemos a abrirnos a cualquier forma que tome. Del mismo modo, abandonamos las pobres seguridades que nos ofrecen los bienes, e incluso las criaturas, y descubrimos mil modos en que los demás nos estaban manifestando su amor sencillo.
El 28 de febrero de 1964, san Josemaría entró en su habitación y se sorprendió al ver que había una colcha que cubría su cama, habitualmente desnuda. Al cabo de dos días llamó por teléfono a una hija suya para agradecérselo: «Gracias, hija mía, ¡que Dios te bendiga! Qué sorpresa me llevé el otro día al entrar en mi cuarto. Pensé que me había equivocado y me dije: Josemaría, ¡si te has vuelto rico! En 36 años es la primera vez que tengo colcha. Ya has visto que durante estos años yo os he insistido en que quería ser el último»[6].
«Una actitud de agradecimiento debe distinguir la vida de cada hombre, de cada cristiano en particular (...). Es una actitud “eucarística”, que os da paz y seguridad en las fatigas, os libera de toda afección egoísta e individualista, os hace dóciles a la voluntad del Altísimo, incluso en las exigencias morales más difíciles (...). Agradecer significa creer, amar, dar... ¡y con alegría y generosidad!»[7]. A la Virgen María, que recibió con agradecimiento pleno todos los dones con los que Dios la colmó, le pedimos la valentía de no apegarnos a las cosas de esta tierra, sino confiar sobre todo en nuestro Padre del cielo.