Después de nuestro caminar terreno se abre un futuro gozo sin fin. Pero esta convicción no se basa solamente en un deseo del hombre. Su fundamento es «la fidelidad misma de Dios, que no es Dios de muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la misma vida que posee plenamente»[3].
EN UNA sociedad en la que los sucesos pasan muy rápido, frecuentemente damos más importancia a lo inmediato. Este ritmo frenético marca nuestro día a día y puede hacernos olvidar el horizonte trascendente de nuestra existencia. Por eso, acercándonos al tramo final del año litúrgico, la Iglesia nos anima a meditar sobre nuestro destino eterno: estamos llamados a gozar eternamente con Dios en la gloria del cielo.
«Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor» (Sal 16). Estas palabras nos proyectan hacia la meta de nuestro camino en la tierra. Nos dicen que en la vida eterna alcanzaremos la plenitud que siempre hemos anhelado. Si el paso del tiempo ha podido desgastar ilusiones, proyectos y relaciones, o incluso si nos pudiéramos sentir buenamente satisfechos de cómo el Señor ha bendecido nuestra existencia, la esperanza cristiana nos recuerda que lo mejor está por llegar. Para muchos, «el camino del hombre va de la vida hacia la muerte»; el cristiano, en cambio, vive con la seguridad de que «nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena»[4], una existencia más auténtica y más fecunda que la actual.
Esta fe en la vida eterna tiene repercusiones concretas para nuestra vida presente. Por un lado, ilumina y da esperanza a nuestros deseos y esfuerzos por hacer el bien, por vivir con fidelidad nuestra vocación. Y, por otro, nos ayuda a relativizar el valor de las cosas de este mundo. «Estás intranquilo –escribía san Josemaría–. Mira: pase lo que pase en tu vida interior o en el mundo que te rodea nunca olvides que la importancia de los sucesos o de las personas es muy relativa. Calma: deja que corra el tiempo; y, después, viendo de lejos y sin pasión los acontecimientos y las gentes adquirirás la perspectiva, pondrás cada cosa en su lugar y con su verdadero tamaño»[5].
LOS SADUCEOS plantean al Señor un caso hipotético: una mujer se ha casado sucesivamente con siete hermanos, que han ido muriendo uno detrás de otro. «Entonces, en la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?». Y Jesús responde: «Los que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no se casan, ni ellas ni ellos. Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios» (Lc 20,33-36).
Las palabras del Señor pueden sorprender. ¿Cómo no querer a quien en la tierra ha llegado a ser parte esencial de la propia vida? El hecho de que en el cielo las personas no se casen no quiere decir que olvidaremos las relaciones que nos han hecho felices en la tierra. En el paraíso contemplaremos y gozaremos todo aquello que hemos amado en nuestra vida, especialmente a nuestros seres queridos. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra»[6]. Y ese gozo del cielo encontrará su culminación plena con la resurrección de los muertos.
«La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[7]. No sabemos con exactitud en qué consistirá el cielo. Pero de lo que sí estamos seguros es de que ahí nos encontraremos cara a cara con Dios. Y junto a él hallaremos a su Madre y también a quienes hemos amado en la tierra.