- Coherencia con el Evangelio.
- La predilección por los niños.
- Perdón sin barreras.
MUCHOS PENSADORES clásicos reconocen que equivocarse es inevitable para el ser humano en esta tierra. También san Pablo nos dejó por escrito su experiencia personal cuando dijo a los cristianos de Roma: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,19). Constataba así la antigua sabiduría del pueblo de Israel: «El justo cae siete veces y otras tantas se levanta» (Pr 24,17). Junto a la experiencia del pecado, tenemos también la seguridad del perdón de Jesús. Cuando Pedro pregunta al Maestro cuántas veces debía perdonar, el Señor responde: «No siete sino setenta veces siete» (Mt 18,22). Sin embargo, esta actitud de misericordia puede contrastar con las palabras que Jesús pronuncia en otra ocasión: «Es imposible que no haya escándalos; pero ¡ay de quien los provoca!» (Lc 17,1).
En el lenguaje evangélico, la persona que escandaliza es aquella que, con su pecado, aparta del bien e inclina hacia el mal a los demás. Es lo que el Señor señala en varias ocasiones al hablar de algunos fariseos: «No obréis como ellos, pues dicen pero no hacen» (Mt 23,3). Eran hombres llamados a encarnar la Ley de Moisés, pero su estilo de vida era contrario a lo que predicaban. Esa incoherencia «es una de las armas más fáciles que tiene el diablo para debilitar al pueblo de Dios y para alejar al pueblo de Dios del Señor. Decir una cosa y hacer otra. Esa es la incoherencia que escandaliza, y debemos preguntarnos hoy: ¿cómo es mi coherencia de vida, mi coherencia con el Evangelio, mi coherencia con el Señor?»[1].
Al contrario, si Jesús denuncia públicamente la gravedad del pecado de escándalo, también elogia públicamente la coherencia de vida: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). El testimonio humilde de quien se deja amar por Dios es luz capaz de traer nuevo brillo a nuestro mundo y facilita que los demás puedan descubrir su rostro.
«AL QUE escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Lc 17,2). Esta dura afirmación de Jesús evidencia el daño que se puede causar a quien está desvalido por su edad o por su situación de debilidad. No son pocas las ocasiones que vemos en el Evangelio la predilección que tenía el Señor por los más pequeños.
Y hoy Dios sigue ofreciendo a los niños ese mismo cariño a través de sus padres y de las personas que los cuidan. «Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor (...). Y esto es amor, que trae una chispa del amor de Dios»[2].
Ese amor de Dios hacia los más débiles solo puede ser acogido con la sencillez de quien se sabe niño. San Josemaría decía que «todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor»[3]: es el muro de la autosuficiencia. En cambio, la sencillez permite experimentar el amor. Podemos pedir a Dios esa infancia espiritual para sabernos mirados como esos niños a los que Jesús quería; también podemos rezar por las personas más débiles, que no cuentan con quien los proteja en su situación de vulnerabilidad.
«SI TU hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “Me arrepiento”, lo perdonarás» (Lc 17, 3). Jesús muestra sus entrañas de amor, de misericordia, y quiere, por nuestra propia felicidad, que nosotros también vivamos así. Sin embargo, sabemos por experiencia que no siempre es sencillo perdonar. Tal vez por eso, después de que Jesús hablara de la necesidad de perdonar y de evitar el escándalo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5). Es necesaria a veces la fe, la confianza en Dios, para aceptar que entre nosotros siempre necesitamos el perdón.
Cuando perdonamos a alguien no negamos el error que haya podido cometer. De algún modo estamos participando «en la curación y el amor transformador de Dios que reconcilia»[4]; es decir, estamos imitando la actitud del Señor y colaborando con él en la salvación nuestra y de esa persona. Saber que Jesús siempre perdona nos llevará a vivir sin rencor y a no poner barreras a entregar nuestro perdón. «Dios a nadie aborrece y rechaza tanto como al hombre que se acuerda de la injuria, al corazón endurecido, al ánimo que conserva el enojo»[5], escribe san Juan Crisóstomo.
Cuando recibimos el perdón de Dios percibimos la bondad y la belleza del amor divino. Adquirimos un nuevo conocimiento, que amplía el campo de nuestra razón, nos libera del engreimiento y nos ayuda a ver el mundo con los ojos del Señor. Podemos pedir a María, modelo de fe, que nos alcance esa manera de mirarnos a nosotros mismos y a nuestros hermanos.