"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de noviembre de 2022

Señor, que vea

 


  • El grito del ciego de Jericó.
  • La oración es manifestación de fe.
  • Crecer en nuestro deseo de Dios.

EL CIEGO DE JERICÓ realiza todos los días el mismo trayecto, desde su casa hasta el lugar en el que se sienta para mendigar. Cada jornada vuelve a su hogar con unas cuantas monedas, las que consigue de quienes se conmueven de su miseria. Nadie puede hacer nada por aliviar su ceguera. Pero un día Jesús pasa cerca de él, rodeado por una pequeña multitud. El ciego pregunta a los transeúntes por el motivo del alboroto y «le contestaron: es Jesús Nazareno, que pasa». Entonces, el ciego comenzó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18,35-39). Aquella noticia inesperada, llena de fe y esperanza, abrió repentinamente su corazón.


Jesús pasa también por nuestras vidas cuando estamos sentados junto al camino, conscientes de que, como el ciego, necesitamos de una fe y de una esperanza que no surgen de nuestra fuerza sola. «El Señor nos busca en cada instante»[1], él se hace presente en nuestro trabajo, en nuestra casa, en las calles de nuestra ciudad, cuando nos sentimos necesitados de la compasión divina. Cristo está a nuestro lado en las personas que nos rodean, especialmente en los enfermos, los ancianos o los más débiles, en quienes miramos a Jesús. El Señor pasa sirviéndose también de nuestras fragilidades y nuestros defectos.


San Josemaría nos animaba a rezar con las palabras del personaje de Jericó: «Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. ¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!»[2].


DESPUÉS DE SUPERAR múltiples dificultades –la distancia, el ruido, los vecinos que le mandan guardar silencio–, el ciego logró hacerse escuchar por Jesús. Es quizá la primera vez que se cruza con Cristo, pero ya en este primer encuentro arrancará de la misericordia de Dios el milagro de recobrar la vista. Es un ejemplo de fe audaz. Nada le frena porque es mucha su necesidad y su deseo de luz. «Los que iban delante le reprendían para que se estuviera callado. Pero él –nos lo dice el Evangelio– gritaba mucho más… Jesús, parándose, mandó que lo trajeran» (Lc 18,39-40). De la misma manera como el ciego, con sus gritos ardientes, detuvo al Señor, nosotros podemos «parar» a Jesús cada día con nuestra oración. Cuanto más necesitados nos sentimos, más debemos insistir, porque entonces el Señor estará ya obrando en nuestro interior; estaremos ya en camino de recobrar la luz perdida.


«La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada; es como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios (...). La fe es un grito; la “no fe” es sofocar ese grito, es esa actitud que tenía la gente para que se callara. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la “no fe” es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la “no fe” es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así (...). Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan solo los cristianos: compartimos ese grito de la oración con todos los hombres y mujeres»[3].


Comentando este pasaje, sugiere San Gregorio Magno: «El que tiene el poder de devolver la vista, ¿ignoraba lo que quería el ciego? Evidentemente, no. Pero él desea que le pidamos las cosas aunque lo sepa de antemano y nos lo vaya a conceder. Nos exhorta a pedir, incluso hasta ser molestos (...). Si pregunta, es para que se le pida; si pregunta, es para impulsar nuestro corazón a la oración»[4

«LO QUE PIDE el ciego al Señor, no es oro, sino luz»[5]. «Señor, que vea, respondió él. Y Jesús le dijo: Recobra la vista, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista» (Lc 18,41-42). Las murallas de la vieja Jericó se habían derrumbado cuando el Arca de la Alianza la rodeó siete veces. En esta ocasión, cuando Jesús atravesaba la ciudad, han sido suficientes unos cuantos gritos llenos de fe para alcanzar la curación. «La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven», dice el autor de la Carta a los hebreos (Heb 11,1).


¿Qué puede esperar con más ardor un pobre ciego sino recuperar la vista, para dejar de pedir en la calle, para finalmente contemplar el rostro de sus personas queridas, para pasearse con libertad por su ciudad o acudir en peregrinación al Templo de Jerusalén? Su deseo es paralelo a su audacia. San Juan de la Cruz solía repetir de diversas maneras que lo que alcanzamos es proporcional a lo que esperamos[6]. San Juan Crisóstomo, en el mismo sentido, comentaba que «así como sacan poca agua de una fuente los que van allí con vasos pequeños y sacan mucha los que los llevan mayores (...), y como sucede también con la luz, que extiende más o menos su claridad según las ventanas que se abren, así se recibe la gracia según la medida de la intención»[7].


Por eso el Señor, «que lo había escuchado desde el comienzo, le deja que persevere en su oración. Eso sirve igualmente para ti. Jesús percibe instantáneamente la llamada de nuestra alma, pero espera. Quiere que estemos del todo convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de él. Quiere que le supliquemos, obstinadamente, como este ciego del borde del camino»[8]. Nuestra Madre, María, aun siendo llena de gracia, oraba incesantemente y lo sigue haciendo. Le podemos pedir a ella descubrir en nuestra oración esa dimensión de necesidad y deseo de Dios.